La naturaleza del filosofar

La naturaleza del filosofar

En todo ejercicio no siempre es fácil distinguir las exigencias de fondo de las exigencias formales, ni relacionar las reglas formales con las competencias que hay que trabajar. Sin embargo, intentaremos describir nuestros ejercicios distinguiendo lo mejor que podamos aquello que pertenece a una y a otra característica, para comprender lo que depende del espíritu y lo que depende de la letra. Por ello, nos parece esclarecedor en este punto adelantar desde el principio una tesis sobre la naturaleza del filosofar, puesto que las reglas de funcionamiento no son más que la pues-ta en práctica —más o menos exitosa— de un proyecto teórico. Aunque no podemos negar el hecho de que, a causa de esta puesta en práctica, la teoría pueda sufrir a su vez una inflexión de sus éxitos y fracasos. Sin ello, justificaríamos esa idea común que considera que la filosofía es el ámbito reservado a la teorización y que toda práctica no es más que una pálida representación de esta teoría, una especie de último recurso, una filosofía para «discapacitados», o peor aún, la idea de que la práctica filosófica constituye una absoluta contradicción en los términos. Para distinguir nuestro enfoque, diremos rápidamente que la representación habitual de la filosofía es sobre todo la de erudición y de especulación sobre esta misma erudición, mientras que la nuestra es la de una reflexión sobre el discurso y el ser de un sujeto, tanto para un alumno de infantil como para un universitario. Desde esta perspectiva, vamos a resumir lo que para nosotros constituye la esencia del filosofar (o de una práctica filosófica), por lo que le pedimos al lector un poco de paciencia por este pasaje abstracto y teórico, aunque relativamente sucinto.

1.1 Práctica y materialidad

Podemos definir una práctica como una actividad que confronta una determinada teoría con la materialidad, y la materia es todo aquello que ofrece una resistencia a nuestra voluntad y a nuestras acciones (y que constituye «lo otro»), aquello sobre lo que pretendemos actuar. Pero ¿qué es «lo otro» para nuestro pensamiento? En primer lugar, la materialidad más evidente es la totalidad del mundo en sus múltiples representaciones, incluyendo también la existencia humana. Un mundo que podemos conocer en forma de mitos (mythos), como narración de los sucesos cotidianos, o a través de informaciones culturales, científicas y técnicas dispersas que forman un discurso (logos). En segundo lugar, la materialidad es para cada uno de nosotros el otro, nuestra imagen, nuestro semejante, aquel con quien podemos entrar en diálogo o en con-frontación. En tercer lugar, la materialidad se encuentra en la coherencia, en la presunta unidad de nuestro discurso, cuya falta de consistencia y completitud nos obliga a enfrentarnos a unos niveles más elevados y completos de nuestra arquitectura mental. Gracias a estos principios (que en gran parte se inspiran en Platón) es posible concebir una práctica filosófica que consista en ejercicios que pongan a prueba el pensamiento individual, tanto en contextos grupales como individuales, dentro y fuera del ámbito escolar. El funcionamiento básico consiste, en primer lugar, en identificar a través del diálogo los supuestos sobre los que funcio-na nuestro propio pensamiento. Después hay que desarrollar un análisis crítico y poner de manifiesto los problemas, y por último hay que formular los conceptos que expresarán la idea global que obtendremos de esta forma y crear términos que, al nombrarlos, den cuenta de las contradicciones y las resuelvan. Con este proceso se pretende que cada participante sea más consciente de su peculiar concepción del mundo y de sí mismo, delibere sobre las posibilidades de otros esquemas de funcionamiento mental y se comprometa en un proceso dialéctico que le ayude a trascender su propia opinión y en cuya transgresión se encuentra la esencia del filosofar. Aunque el conocimiento de los filósofos clásicos o de elementos culturales puede sernos muy útil, no constituye un requisito esencial. Cualesquiera que sean los instrumentos que se usen, el desafío principal se encuentra en la actividad constitutiva del espíritu singular.

La actividad de la práctica filosófica implica confrontar la teoría con la alteridad, una visión con otra visión, una visión con la realidad que la sobrepasa, una visión con ella misma. Esto implica concebir el pensamiento desde el enfoque del desdoblamiento, desde la perspectiva del diálogo: diálogo con uno mismo, con el otro, con el mundo y con la verdad. Aquí hemos definido tres formas de confrontación: las representaciones que tenemos del mundo en forma narrativa o conceptual, el otro como aquel con quien puedo comprometerme en el diálogo y la unidad de pensamiento entendida como la lógica, la dialéctica o la coherencia del discurso.

 

1.2 Operaciones del filosofar

O dicho de otro modo: si prescindimos del contenido cultural y específico que forma la apariencia —a veces engañosa— de la filosofía, ¿qué nos queda? A modo de respuesta, proponemos la siguiente formulación, definida de manera bastante lapidaria (y que podría parecer una triste y empobrecida paráfrasis de Hegel), con el objetivo de concentrarnos exclusivamente en la funcionalidad de la filosofía en cuanto que productora de problemas y conceptos más que en su complejidad o extensión. Definimos la práctica filosófica, pues, como una actividad constitutiva en sí misma y determinada por tres operaciones: la identificación, la crítica y la conceptualización. Si aceptamos estos tres términos, al menos el tiempo justo para que podamos demostrar su solidez, veremos lo que significa este proceso filosófico y cómo necesita de la alteridad para constituirse en una práctica.

 

1.3 Identificar o profundizar

¿Cómo puede definirse mi yo y ser consciente de sí mismo si no se confronta con el otro? Lo mío y lo tuyo se definen mutuamente. Para conocer la manzana debo conocer la pera, esta pera que se define como nomanzana, esta pera que define por lo tanto a la manzana. Nombramos las cosas para poder distinguirlas. Mientras el nombre propio singulariza, el nombre común universaliza. Para identificar es necesario postular y conocer la diferencia, postular y distinguir la comunidad. Clasificar entre lo singular, entre el género y la especie, tal como recomienda Aristóteles. Se trata de distinguir unas proposiciones de otras, compartiendo los elementos comunes sin los que la comparación estaría desprovista de sentido. Dialéctica de lo mismo y de lo otro: todo es igual y diferente a otra cosa. Nada puede pensarse ni existir si no es en relación con otras cosas. Así, el primer momento de la práctica filosófica consiste en identificar el tema del que se habla y la persona que habla. ¿Qué dice? ¿Qué dice de sí mismo cuando dice alguna cosa a propósito de algo? ¿Cuáles son las implicaciones y consecuencias de las ideas que adelanta? ¿Cuáles son las ideas que constituyen la piedra angular de su pensamiento? ¿Qué habría que clarificar? ¿Qué hay que precisar? ¿En qué aspectos se diferencia este pensamiento de otros? ¿Por qué dice esta persona lo que dice? ¿Cuáles son sus argumentos y sus justificaciones?

Para profundizar o identificar utilizamos principalmente las siguientes herramientas

–         Analizar: descomponer un término o una proposición para determinar su contenido (explícito o implícito) y clarificar su alcance.

–          Resumir: reducir un discurso (o una proposición) a términos más concisos o comunes que expliciten el contenido y la intención de lo que se ha dicho, para sintetizar lo que se quiere decir.

–          Argumentar: probar o justificar una tesis con ayuda de nuevas proposiciones que apoyen la afirmación inicial o mediante un encadenamiento de proposiciones que sirvan de demostración. La argumentación filosófica no tiene la misma finalidad que la argumentación retórica: permite profundizar en una tesis más que darle la razón.

–          Explicar: explicitar una proposición utilizando términos diferentes de la proposición inicial para precisar su sentido o su razón de ser.

–          Ofrecer ejemplos y analizarlos: producir uno o varios casos concretos que permitan ilustrar una proposición, darle sentido o profundizar en ella justificando dicha proposición. Se trata entonces de clarificar el contenido de este ejemplo y articular la relación que mantiene con la proposición inicial.

–          Buscar los presupuestos ocultos: identificar las proposiciones subyacentes o los postulados inexpresados que una proposición inicial da por supuestos y que no son mencionados de manera explícita.

 

1.4 Criticar o problematizar

Todo objeto de pensamiento, necesariamente circunscrito por sus elecciones y su parcialidad, está obligado por derecho a una actividad crítica. Un problema filosófico puede articularse de diferentes maneras: en forma de sospecha, negación, interrogación o comparación. Es decir, será válida cualquier forma de oposición capaz de engendrar una problemática. Pero para someter mi idea a esta actividad, e incluso simplemente para aceptar de buena fe que el otro juega ese papel, debo convertirme temporalmente en una persona diferente. Esta alienación o contorsión del sujeto pensante, a veces ardua y penosa, nos muestra la dificultad inicial de la crítica, que en un momento posterior puede convertirse en una nueva naturaleza. Para identificar debo pensar lo otro (siendo «lo otro» mi vecino, el mundo o la unidad de mi discurso), para criticar debo pensar a través de lo otro, debo pensar de forma diferente a mi modo habitual de pensar. Ya no es sólo el objeto lo que cambia, sino el sujeto. El desdoblamiento es más radical, pues deviene reflexivo, aunque ello no implica que nos convirtamos en otra persona. Es necesario mantener la tensión de esta dualidad, por ejemplo, mediante la formulación de una problemática. Platón nos indica que pensar es iniciar un diálogo consigo mismo. Para ello es necesario oponerse a uno mismo.

Y todo ello intentando pensar lo impensable, ese pensamiento extraño que no consigo pensar. Debo recordar siempre mi incapacidad fundamental para escaparme de mí mismo, que sigue siendo la problemática de fondo: la idea de que toda hipó-tesis particular es limitada y falible y de que es únicamente a par-tir de una exterioridad no siempre identificable como uno descu- bre sus propios límites y su verdad. Hipótesis fundamental a la que Platón llama anhipotética: una hipótesis de la que tengo necesidad de manera absoluta pero que no puedo formular, por-que la exterioridad, por definición, se nos escapa. Se puede adivinar entonces el interés que posee el otro, ese interlocutor que encarna de modo natural esta exterioridad y la posibilidad de un trabajo de negatividad.

Desde esta perspectiva, las nociones de crítica o de problema se revalorizan como elementos constitutivos del pensamiento, como valores benéficos y necesarios de la idea.

En resumen, en el plano filosófico toda proposición es problematizable a priori. El trabajo de problematización puede darse produciendo las diferentes interpretaciones de una misma proposición (o concepto) o las diversas respuestas que se pueden dar a una misma pregunta. Estas dos herramientas principales son la pregunta y la objeción.

 

1.5 Conceptualizar

Si identificar significa pensar lo otro a partir de mí mismo y criticar significa pensarme a partir de lo otro, conceptualizar significa pensar simultáneamente lo otro y a uno mismo, ya que la conceptualización permite unificar o resolver el dilema, unificar una pluralidad. Sin embargo, debemos desconfiar de esta perspectiva eminentemente dialéctica, puesto que, por muy poderosa que podamos considerarla, se encuentra limitada necesariamente por premisas muy específicas y definiciones particulares. Todo concepto parte de unos presupuestos. Un concepto debe contener en sí mismo la enunciación de al menos una problemática, que a su vez se convertirá en el instrumento y la manifestación de ese concepto. El concepto trata un problema dado desde un nuevo punto de vista que permite delimitarlo. En este sentido, el concepto es aquello que nos permite interrogar, criticar y distinguir, aquello que nos permite esclarecer y construir el pensamiento. Y si el concepto aparece aquí como la etapa final del proceso de problematización, podemos también afirmar que inaugura el discurso tanto como lo termina. De esta forma, el concepto de «consciencia» responde a la pregunta «¿Puede un conocimiento conocerse a sí mismo?», y a partir de este «nombrar» surge la posibilidad de un nuevo discurso. A fin de cuentas, un concepto no es más que una palabra clave, la piedra angular o clave de bóveda de un pensamiento, algo que para poder cumplir real-mente su función debe ser visible para sí mismo.

Conceptualizar es identificar el término clave de una proposición (o una tesis) o bien producir ese término omnipresente incluso aunque no se le mencione. El término puede ser una simple palabra o una expresión y sirve principalmente para esclarecer un problema o para resolverlo.

Saber lo que se dice

Saber lo que se dice

Uno de los obstáculos recurrentes que impiden comprender la naturaleza y los desafíos del ejercicio filosófico cuando adopta la forma de la discusión consiste en creer que filosofar equivale a expresarse, a comunicarse con otro o a defender una tesis. Aunque es posible mantener un intercambio filosófico de muchas maneras, incluyendo las que acabamos de mencionar, nosotros proponemos desarrollar la idea del discurso filosófico como un tipo de discurso que se entiende a sí mismo, se contempla a sí mismo y se elabora de manera consciente y determinada.

Partimos del principio de que filosofar no consiste simplemente en pensar, sino más bien en «pensar el pensamiento», es decir, en pensar nuestros propios pensamientos. Filosofar significa convocar las ideas, intentado ser conscientes de la naturaleza, fragilidad e implicaciones de las ideas que expresamos, tanto de las nuestras como de las de nuestros interlocutores. Es entonces cuando la palabra se convierte en apelación al ser.

El principio al que nos referimos no pretende disminuir el papel de la intuición —de la palabra espontánea— ni tampoco el de la comprensión más o menos aproximada que preside numerosos debates. Simplemente deseamos llamar la atención del lector sobre los límites visibles de ciertos tipos de intercambios orales que, por complacencia o ignorancia, se mantienen en un nivel muy pobre de exigencia filosófica. De manera general, el problema con el que nos enfrentamos es un tipo de funcionamiento mental que se puede denominar como «pensamiento asociativo». El pensamiento asociativo funciona dentro del esquema general de «Esto me recuerda a esto otro», sobre el modelo del «Me gustaría añadir», tan popular en los debates televisivos, o incluso sobre el lema de «Me gustaría completar lo dicho por fulano con…» o el de «Me gustaría matizar lo dicho anteriormente por mengano con…». Expresiones todas que en el fondo no significan demasiado; frecuentemente expresan lo que no dicen o quieren decir algo que de ningún modo sugieren.

En clase esta disposición se manifiesta por una clara tendencia del profesor de primaria o secundaria a privilegiar la expresión de las ideas de sus alumnos —por muy vagas que sean— por encima de cualquier otra consideración: «¡Qué bien! ¡El alumno se ha expresado!». Esta preocupación se privilegia hasta el punto de que el susodicho profesor está dispuesto a terminar las frases de sus alumnos, a adjudicarles sus propias palabras, con el pretexto de reformular lo que han dicho, y así poder decir:

«¡Ha dicho algo!», «¡Por fin ha hablado!». Y aunque este tipo de preocupación o comportamiento puede ser legítimo en algún tipo de ejercicios de lengua, puede plantear problemas en el trabajo filosófico. Para justificar nuestra hipótesis, vamos a describir algunas competencias específicas vinculadas a la discusión que nos parecen esenciales en el trabajo filosófico.

 

Hablar cuando toca

Algunos considerarán desde un principio que la exigencia de hablar sólo cuando toca no es más que una preocupación superficial, desprovista de sentido. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque esta regla se concibe como un simple acto de cortesía: por ejemplo, no interrumpiendo a quien está hablando en ese momento. Y en segundo lugar, porque no tiene más que una función práctica: hablar al mismo tiempo que otro impide escucharle y comprenderle. Pero esta postura olvida el interés primordial del acto de filosofar: la relación con nuestro propio discurso. De hecho, el simple acto de movilizar deliberadamente el discurso propio, no con motivo de un encadenamiento fortuito e incontrolado, sino por un acto voluntario y consciente de sí mismo, modifica en profundidad la relación entre uno mismo y su pensamiento. Además, si la idea en cuestión no se convierte en un objeto para dialogar consigo mismo, es muy posible que el autor de esta idea, al surgir de manera imprevista, no la comprenda realmente o ni siquiera la escuche. Para entender el problema que estamos analizando no hay más que pedirle al niño —o al adulto— que acaba de dar su opinión espontáneamente en un taller de filosofía que repita lo que acaba de decir: muchas veces no será capaz de hacerlo.

Existe una razón importante para este olvido: este comportamiento tan torpe y desmañado refleja una minusvaloración de uno mismo. «Mis propias ideas no tienen ninguna importancia, ¿por qué tengo que exponerlas?, ¿por qué debo cuidar su forma y su apariencia?, ¿por qué tengo que hablar para que me comprendan? Además, ¿cómo puedo saber el momento adecuado para exponer mis ideas? Mis palabras surgen a pesar de mí mismo, incluso contra mi propia voluntad, y ni siquiera me pertenecen». Así, cuando se le pide a un individuo que hable en el «momento oportuno» se le está exigiendo un gran esfuerzo, pero es un esfuerzo necesario. Requiere un trabajo en profundidad sobre sí mismo que es absolutamente vital, aunque no siempre es fácil.

El problema es idéntico cuando imponemos que se levante la mano para hablar, tarea que suele resultar bastante ardua, especialmente para los más pequeños. ¿Por qué no convertir esta exigencia en un ejercicio en sí mismo? Quizás esto sea un poco frustrante para el profesor, quien por encima de todo desea mostrar a los demás —y a sí mismo— que «sus» niños tienen ideas. Sin embargo, puede que simplemente repitan lo que oyen en casa o en la escuela (y por ello nos agrade tanto oírlo), mientras que, por el contrario, el hecho de hablar en el momento oportuno nos muestra que el niño sabe hacer lo que debe hacer y que se ha comprometido en un diálogo consigo mismo. Esta práctica, con algunas modificaciones, sirve también para los adultos: para aprender a distanciarse de sí mismo, a separar su discurso de su ser, como acto constitutivo del ser.

 

Desarrollar las ideas

Tal como sugerimos anteriormente, resulta muy tentador terminar las frases de nuestro interlocutor, sea éste un niño o un adulto. Pero si reflexionamos un momento, ¿qué motivos pueden inducir este tipo de comportamiento, salvo una impaciencia que se disfraza con los bellos ropajes de una empatía superficial y complaciente? Si un niño se cae, ¿es necesario precipitarse sobre él para ayudarle a que se levante o es mejor que si llora le demos la oportunidad de recomponerse y tenga la ocasión de aprender a levantarse por sí mismo sin ayuda de nadie? Puede que las palabras o los finales de las frases que este profesor o aquel vecino nos proporcionan obligatoriamente como supuesta ayuda estén muy alejadas de lo que nosotros estábamos a punto de articular. Igual que la persona que se ahoga y se precipita sin apenas reflexionar sobre el objeto que alguien le lanza (aunque puede que el objeto no le sirva para nada), quien está buscando las palabras apropiadas a menudo se aferra instintivamente a lo que se le dice sin analizar su contenido, sin tomarse el tiempo necesario para comprobar su eficacia o pertinencia.

Indudablemente, cuando se pretende ayudar a otra persona lo que estamos buscando es satisfacer sobre todo nuestro propio placer, cediendo sin vergüenza a nuestras pulsiones. Por el contrario, quien se esfuerza en terminar su obra desarrolla un trabajo importante sobre sí mismo y su pensamiento. Esto no significa que tenga que esforzarse sin ninguna ayuda, sino que la primera ayuda que se le debe proporcionar es dejarle el tiempo suficiente para que pueda encontrarse a sí mismo sin sufrir la presión del grupo o de la autoridad del lugar que, con el pretexto de ayudarle, no hacen más que meterle prisa. Lo que sí podemos hacer es mostrarle los mecanismos que le ayuden a salir del callejón sin salida en el que se encuentra. ¿Cómo? Enseñándole, por ejemplo, a decir frases como «No lo consigo», «Estoy bloqueado» o «¿Alguien puede ayudarme?». Es en ese momento cuando el problema se identifica y en ese sentido el sujeto permanece libre y autónomo, puesto que ahora es consciente del problema y ha sido capaz de articularlo con palabras.

 

La función de las ideas

Leibniz introdujo la temeraria hipótesis de que la sustancia viva no se encuentra en la cosa en sí misma, sino en su relación con el resto de las cosas. Aprovechándonos de esta intuición, anunciamos el principio de que aquello que distingue el pensamiento filosófico del pensamiento en general es precisamente esta relación articulada entre las ideas. Una idea en sí misma no es más que una idea; una palabra en sí misma no es más que una palabra. Únicamente en su articulación gramatical, sintáctica y lógica puede la palabra acceder a la categoría de concepto (y convertirse en un instrumento funcional) y la idea participar en el desarrollo del pensamiento, pues al asociarse con otras ideas permite que el pensamiento pueda tomar forma y construirse. Lo que buscamos no son ideas, por muy brillantes y agudas que sean. Si así fuera, una discusión filosófica se parecería más bien a una simple lista de la compra o a un vulgar debate de opi- niones y produciría un pensamiento global incompleto y desordenado. No: lo esencial son las relaciones entre las ideas, que a su vez implican el dominio de esos conectores generalmente tan mal entendidos y utilizados (comenzando por ese «pero…» que proviene de la expresión «Sí, pero…») y una comprensión más aguda de las correlaciones entre las proposiciones. ¡Cuántos diálogos intercambian opiniones conflictivas sin comprender mínimamente su naturaleza contradictoria ni evaluar su potencial problemático! ¡Cuántos discursos afirman su desacuerdo sin precisar o percibir el carácter específico de este desacuerdo, mien- tras que las proposiciones en disputa no hacen referencia al mismo objeto o afirman la misma idea simplemente cambiando las palabras! Por eso, en lugar de precipitarse sobre otras ideas (o mejor dicho, sobre otras intuiciones) y optar por acumular más y más palabras, ¿por qué no tomarse cierto tiempo para evaluar la relación entre los conceptos y las ideas para ser así más conscientes de la naturaleza de nuestro discurso? Pero aquí todavía reina la impaciencia: este trabajo es demasiado laborioso y aparentemente es menos glorioso y más frustrante que el anterior. Y, sin embargo, ¿no es más consecuente?

El ejercicio en cuestión es muy simple: pedimos a la persona que va a hablar que anuncie en primer lugar el propósito de su intervención, es decir, que articule la relación entre su intención y lo que se acaba de decir: que califique su discurso. Si no lo consigue, que lo reconozca y que intente realizar este trabajo una vez que haya pronunciado su discurso. Si tampoco lo consigue, podrá solicitar a sus compañeros que le ayuden (si quieren y pueden). Para ello es necesario que los compañeros se interesen por el discurso de la otra persona y que no piensen únicamente en lo que desean decir, aunque consideren que «lo suyo es lo mejor». Debemos fijarnos un objetivo, consagrarnos a él y concentrarnos todo lo que podamos, sin dejarnos desbordar por la agitación interior que se produce cuando las ideas se agolpan en nuestra boca, como si ésta fuese una salida de metro en hora punta. Hegel denomina a este estado de confusión con el término de Schwarmereï: el zumbido de un enjambre de avispas donde apenas se distingue nada.

La clave del ejercicio no consiste en decir muchas cosas, sino en determinar deliberadamente lo que queremos decir y saber lo que decimos. Si no lo conseguimos, puede que la discusión sea muy amistosa y entretenida, pero ¿será filosófica? Lo que califica un discurso de filosófico no es la sinceridad ni la profundidad de sus palabras. Tanto la una como la otra caen en la trampa de la evidencia, pues es posible desarrollar una idea o repetir lo que hemos oído sin saber lo que hemos dicho, sin comprender el contenido, las implicaciones y las consecuencias. ¿Cuáles son las palabras clave de nuestro discurso, lo que podríamos denominar como conceptos? ¿Cuál es la proposición principal que sostiene a las demás? ¿Cómo resumir nuestro discurso? ¿Cuál es la idea fuerte que nadie ha dicho y que, sin embargo, está presente? ¿Qué nos autoriza a afirmar lo que afirmamos? ¿Cuáles son las proposiciones y cómo se articulan entre sí? ¿Cuál es el potencial contradictorio de nuestro discurso? ¿Sobre qué ignorancia se apoya?

Está claro que el filosofar, en tanto que actitud, se erige sobre un acto de fe fundamental: todo discurso está limitado, distorsionado, es contradictorio, incompleto o falso frente a diversas exigencias, como la verdad, la realidad, la eficacia, la transparencia, la intención, etc. La oposición no se sitúa entonces entre los que poseen un discurso perfecto y los que sufren diversas imperfecciones, sino entre quienes son conscientes de sus propias carencias y los que prefieren ignorarlas.

 

El arte de preguntar

El arte de preguntar

 

1. El papel del maestro

Si tuviéramos que resumir el papel del profesor de filosofía por una función única, diríamos que es la de iniciar al alumno en el arte de preguntar, acto fundador y génesis histórica de filosofar. La filosofía es un proceso de reflexión, un tratamiento del pensamiento, antes que cultura, que no sería sino su producto, la materia o el medio. (Aunque podríamos igualmente afirmar alegremente lo contrario, invirtiendo el fin y el medio). Como para todo arte, ese proceso resulta de una actitud, se fundamenta en ella. Pero en general, como sospecha Platón, una actitud no puede enseñarse, lo que nos llevaría a afirmar que no se puede enseñar filosofía. Al mismo tiempo, esta actitud puede descubrirse, podemos hacernos consciente, podemos nutrirla; de este modo afirmaremos igualmente que la andadura filosófica puede enseñarse. El término «actitud» deriva del mismo origen latino que «aptitud», de agere, que significa «actuar»: la disposición y la capacidad están íntimamente ligadas entre sí, así como el actuar, de la cual ambas son condición. La fibra filosófica debe pues darse por supuesta en el alumno, si se pretende enseñar filosofía, igual que con el sentimiento estético para enseñar pintura o música. Aquí, la tabula rasa aristotélica se muestra reductora, presupone que hay que rellenar un vacío con conocimientos, cosa que predica la concepción de la filosofía como trasmisión, una concepción muy extendida en el medio institucional. Los presupuestos de la mayéutica socrática son otros: lo que opera es la chispa divina que anida en el corazón de cada ser humano, sólo hay que avivarla o reavivarla.

Pero también podemos partir del principio de que la filosofía es sobre todo una suma de conocimientos, si asumimos esta visión enciclopédica y sus consecuencias. Igualmente, preguntémonos si la filosofía es una práctica codificada, fechada históricamente, connotada geográficamente, o bien si pertenece por naturaleza al espíritu humano, en toda su generalidad. El problema se plantea de la misma manera en cuanto a su origen. ¿Podemos, honestamente, sin pestañear, pretender no tener ni padre ni madre, creer que procedemos de la generación espontánea? Pequeños seres cándidos que no conociendo más que el canto de los pájaros y las fresas del bosque, serían creativos y conceptuales. ¿Por qué renegar de lo que nuestros ancestros nos han legado o impuesto? ¿Acaso no han intentado enseñarnos a preguntar? A menos que precisamente por esa razón no merezcan ser relegados al olvido.

 

2. Naturaleza y cultura

Henos aquí obligados a confesar los presupuestos a partir de los cuales funcionamos, cuando resumimos la filosofía al arte de preguntar. La filosofía es para nosotros inherente al ser humano, pero unos y otros, según las circunstancias, habrán desarrollado más o menos esta facultad natural. A lo largo de la historia se han producido diversas herramientas que hemos heredado, pero de la misma manera que los progresos técnicos no hacen del hombre un artista, los conceptos filosóficos no hacen del hombre un filósofo. Así pues, el arte de preguntar, que hace suyos los legados de la historia, un arte que no tendría ninguna razón para ignorar los trabajos de sus predecesores, favorece la emergencia del filosofar. Ya que hemos denunciado la tentación enciclopédica y libresca de la filosofía, hace falta que nos pongamos en guardia contra la otra forma de tabula rasa: la que pretende ahorrarse la historia para favorecer, según dice, la emergencia de un pensamiento auténtico y personal. Entre estos dos obstáculos, nos parece necesario trazar un camino, con el fin de guiar nuestros propios pasos, con el fin de animar a cada maestro a no descuidar ni las capacidades del alumno, ni la herencia de los antiguos. Porque si nos ha parecido por momentos necesario condenar los atracones filosóficos y los grandes discursos abstractos y pontificiales, nos parece igualmente urgente condenar el discurso del filosofar sin filosofía, que tiende a glorificar el pensamiento singular o colectivo, bajo pretexto de que es de carne y hueso, real y vivo, y no debe nada a nadie.

Propongamos la paradoja siguiente: el arte filosófico, o arte de preguntar, es el arte de no saber, o el arte de querer saber. Una pregunta que enuncia un discurso no es una pregunta. Cuanto más enuncia el discurso, menos cuestiona. Cuántos profesores pretenden plantear una cuestión a sus alumnos, con preguntas tan trabajadas, tan cargadas, tan pesadas, que abruman al alumno, que no puede más que responder que sí, casi por educación o porque ha quedado impresionado por la erudición desplegada, o quizás porque no ha comprendido nada de la susodicha pregunta. El primer criterio de una buena pregunta es no querer demostrar nada o querer enseñar algo: hace falta que se haga consciente de su propia ignorancia, creer en ella, anunciarla, buscar por todos los medios escapar del saber del que emana. Flecha que habrá que depurar al máximo de adornos para percutir realmente. Más se afina, mayor es su alcance, mejor penetra en el blanco.

Para practicar este arte, todo interlocutor es bueno: el espíritu sopla donde quiere, cuando quiere, como quiere, sólo hay que escuchar y saber oír. Por esta razón el artista no puede ser ignorante, sino únicamente practicar el arte de la ignorancia, con el fin de afinar su oído. Sabe desdoblarse, ponerse en abismo, abstraerse de sí mismo, lo que no sabe hacer su alumno, quien por cierto cree saber incluso si no sabe nada, incluso cuando no sabe nada. Cree saber lo que sabe, mientras que el pedagogo filósofo sabe que él mismo ignora lo que sabe. Porque no conoce nunca suficientemente lo que sabe, de cuyas implicaciones y consecuencias es totalmente ignorante, y porque no percibe todas las contradicciones. Por otro lado, porque sabe que lo que sabe es falso, afectado de parcialidad y vaguedad. Esta opacidad no le inquieta nada, porque sabe que la palabra absoluta, totalmente trasparente a sí misma no existe, o no se podría articular. Pero al mismo tiempo, esto le obliga a escuchar, a otorgar un verdadero estatuto a esta multiplicidad indefinida que constituye la humanidad, a tener siempre que esperar todo de cada ser humano.

Sin embargo si nuestro filósofo no conoce nada, tiene que saber reconocer, y en ese redoble del conocimiento sobre sí mismo está la diferencia. No podemos cuestionar si no reconocemos nada, si no sabemos buscar y reconocer. Las preguntas serán torpes, desprovistas de vigor, descentradas, generales, no pertinentes, y quizás no se sepa realmente oír lo que se responde. Para saber reconocer, hay que ir armado, los ojos y los oídos aguerridos. Aquél que no ha abierto nunca los ojos, aquél que no ha aprendido, no está al acecho, no puede estar al acecho. Porque es aprendiendo como aprendemos a aprender. Para estar al acecho en el bosque, hay que apreciar los diferentes susurros entre las hojas, los diversos cantos de pájaros, las variedades de setas comestibles o no. Si no, no veremos nada, no oiremos nada, sólo ruidos, colores, formas, de manera indistinta. No buscaremos el saber si no reconocemos las formas.

 

3. Preguntas tipo

Nuestro profesor de filosofía tiene pues una doble función: enseñar simultáneamente el saber y la ignorancia, o el saber y el no saber, para aquellos que se inquietan ante el término ignorancia. Pero si algunos profesores se concentran en el saber, otros se especializan en el no saber. Ambos piensan enseñar y ambos enseñan, sin duda, pero ¿enseñan a filosofar? Y ¿filosofan ellos? En principio poco importa, continuemos nuestro camino. Veamos en qué consiste el cuestionamiento y veamos en él cuál es el papel del maestro de filosofía. Tomemos pues algunas preguntas tipo, recurrentes a través de la historia de la filosofía. Recurrentes sin duda porque son de la mayor urgencia, banales a más no poder, tanto como eficaces. Aunque hay que tener sensibilidad hacia ellas.

¿De qué estamos hablando?

Como hemos dicho anteriormente, la condición primera de la acción es la actitud, prima de la aptitud. Se trata pues, como para el deporte, como para el canto, de ponerse en una buena posición, en una buena disposición, a la vez para permitir el filosofar pero también para trabajar lo que constituye su fundamento. Y en esta primera etapa, indispensable, ciertos alumnos manifestaran graves deficiencias, que no habrá que ignorar o pasar por encima como si no pasara nada. Para filosofar, es necesario posar el pensamiento. Si esta actitud debe ser provocada por el maestro, es que no es natural. En efecto, en general en la mente del hombre, niño o adulto, reina un cierto alboroto, cuya manifestación exterior y verbal no es más que un pálido reflejo. Para posar la mente, en primer lugar hay que pedir que se haga silencio, o quizás exigirlo según el grado de «violencia» que eso implica hacia la forma de ser del grupo. La siguiente propuesta es la de contemplar una idea, reflexionar sobre una pregunta, meditar sobre un texto, reflexionar sin expresar cualquier cosa. «¿De qué se trata?» nos preguntamos. Finalmente en un tercer momento se trata de expresar una idea, de manera oral o escrita. Sabiendo que si es oralmente, hay que pedir la palabra y esperar turno. Y a partir del momento en que alguien habla, no hay ninguna razón para que los demás mantengan el brazo en alto. Un cuarto momento, que es una vuelta atrás, puede ser una petición de verificación de la pertinencia de lo propuesto, para que la haga el propio autor o el resto de los participantes. ¿Es claro? ¿Corresponde a lo solicitado? ¿Responde a la pregunta? No se trata aquí de entrar en problemas relativos a estar de acuerdo o en desacuerdo, sino únicamente examinar si en el plano formal lo que se propone es adecuado, para ver en qué medida está presente el acto de pensar. La exigencia está en identificar con precisión un contenido.

Ejemplos de preguntas planteadas para clarificar la situación: «¿La respuesta responde a la pregunta planteada o a otra pregunta?» «¿Piensas que tu respuesta es clara para los que te escuchan?» «¿Lo que has expresado satisface las exigencias de las instrucciones indicadas?» «¿Has respondido a la pregunta o dado un ejemplo?» Los problemas planteados aquí son los relativos al sentido, la coherencia, la naturaleza y la claridad de la palabra expresada. Piden identificar lo que está pasando, verificar la naturaleza y el tenor. Esta vuelta sobre el propio pensar, el análisis que se hace, constituye la primera entrada en el filosofar.

 

¿Por qué?

La segunda cuestión, fundamento del pensamiento, es el «¿por qué?»». Preguntar «¿Por qué?» es plantear el problema de la finalidad de una idea, de su legitimidad, de su origen, de sus pruebas, de su racionalidad, etc. Podemos utilizarlo bajo todas sus formas, sin necesidad de especificar y los alumnos han comprendido tan bien eso que lo utilizan como un sistema «¿Por qué dices eso?». Pregunta muy indiferenciada, lo pregunta todo y por eso mismo no pregunta nada.

Pero es útil, ya que inicia al alumno, en particular a los más jóvenes, a esa dimensión del más acá y más allá de la palabra dada. Nada viene de la nada. El por qué implica génesis, causalidad, motivo, motivación, y trabajar esta dimensión nos habitúa a justificar automáticamente nuestras palabras, a argumentarlas, con el fin de captar su tenor más profundo. Nos hace tomar conciencia de nuestro pensamiento y de nuestro ser, para los cuales, toda idea particular, no es más que un pálido reflejo, o una aspereza, a partir de la cual podemos practicar la escalada del pensamiento y del ser.

 

¿Ejemplo o idea?

La tendencia primera del niño, y a menudo del adulto, es la de expresarse por un ejemplo, por una narración, por lo concreto: «Es como cuando…», «Por ejemplo…», «A veces hay quien…». Platón describe este proceso natural de la mente, que tiende a partir de un caso para luego pasar a varios casos, y finalmente acceder a la idea general. Preguntar al niño cuál es la idea subyacente a su ejemplo, preguntarle si el caso es particular o no, es pedirle que articule el proceso de generalización de su intuición, formalizándolo, es pedirle que pase al estadio de abstracción. Una idea no es un ejemplo, aunque se contienen y se sostienen el uno al otro. Del mismo modo ciertas generalidades representan también un atajo del pensamiento, un concepto sin intuición, nos dirá Kant. El concepto sin intuición es vacío, la intuición sin concepto es ciega, nos añade.

 

¿Igual o diferente?

Pensar filosóficamente es pensar el vínculo. Todo está ligado en el pensamiento humano, todo es distinto. Dialéctica de lo igual y lo diferente a la que nos invita Platón. Todo lo que es otro es igual, todo lo que es igual es otro: no puede haber relación posible sin comunidad y distinción. Pero todo reposa en la articulación o la explicitación de esa relación, en la proporcionalidad entre comunidad y diferencia, encuadrada por un contexto. Estamos abocados a este juicio. Este tipo de juicio es inevitable, aunque siempre es cuestionable y revisable. Ya que para que una reflexión real tenga lugar se trata de no dar vueltas a lo mismo, salvo si damos las vueltas conscientemente. Tampoco es cuestión de repetir, sin ser consciente de estar repitiendo. ¿Cuál es la relación entre una idea y la que la precede? Para construir, para dialogar, las ideas deben hacerse conscientes las unas de las otras, de hacerse cargo las unas de las otras. ¿El contenido es más o menos idéntico? ¿Cuál es la naturaleza de la diferencia, la de la contradicción? ¿Qué aporta lo que voy a decir o lo que acabo de decir a lo que ya ha sido dicho? Sobre qué conceptos reposan las distinciones o las similitudes. He aquí las preguntas que deben acompañar toda nueva formulación de una idea. Preguntas que no pueden ser tratadas más que en relación a un contexto específico. Con dos obstáculos posibles. Que las distinciones siempre sean posibles, la trampa de la matización infinita. O que todo está ligado, unido, empezando por los contrarios entre sí, por una especie de pulsión fusional.

 

¿Esencial o accidental?

Poderosa distinción propuesta por Aristóteles. Pensar es pasar por la criba lo que nos viene a la mente, preferentemente antes de decirlo. Sin eso, lo que hacemos es expresarnos, decimos lo que se nos pasa por la cabeza, pero no lo pensamos, o si acaso en un sentido muy amplio y vaporoso. Se trata sobre todo de discriminar lo que nos viene a la mente, según el grado de preeminencia, de importancia, de eficacia, de belleza, de verdad, etc. Preguntar si una idea es esencial o accidental, es invitar a plantear una axiología, o a explicitarla, ya que todo pensamiento opera a partir de una jerarquía y una clasificación de prioridades, por muy inconsciente o inefable que sea. Lo esencial es también lo invariante, lo que hace que una entidad, cosa, idea o ser, detente una cualidad u otra, no de manera accesoria, sino fundamental, que corresponde a su esencia. ¿Una cosa sigue siendo lo que es sin ese predicado, o se convierte en otra cosa? Los frutos crecen en los árboles, pero ¿un fruto puede no crecer en un árbol? ¿Esa cualidad o predicado, acordado a una entidad es realmente indispensable? ¿Es válido también para una entidad radicalmente diferente? Tantas preguntas que llevan a reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, ideas y seres, sobre sus definiciones, sus diferencias y sus valores respectivos.

 

¿Cuál es el problema?

Una vez planteada una idea, podemos interrogarnos sobre su grado de universalidad. Para eso, se trata de pensar la excepción, una excepción que tiene carta de naturaleza ya que puede a la vez refutar y confirmar la regla. La refuta porque le quita su grado de absoluto, la confirma porque determina los límites. Este tratamiento caracteriza la andadura científica, según Popper, para el cual la falibilidad de una proposición instala la cientificidad y protege del esquema religioso, que se funda sobre proposiciones incontestables. Todo lo que tiene que ver con la razón es discutible: la palabra absoluta es acto de fe. Conocer los límites de la generalidad viene a ser la captación de la realidad profunda y, sobre todo no temer a la objeción, desearla. Entonces, para toda idea propuesta, preguntémonos de entrada dónde está el fallo, poniendo como postulado de partida que existe necesariamente y debe ser identificado. Además, la emergencia de toda singularidad nos permitirá acceder a otro grado de universalidad, a nuevas hipótesis.

 

4. Dar ejemplo.

Al principio, el maestro monopoliza un poco la función de preguntar, para mostrar el modo, para inspirar rigor, pero pronto, invitará a los alumnos a emprender esa tarea. Poco a poco los alumnos se inician, algunos rápidamente, otros más lentamente. El maestro tiene el papel del extranjero, como el que Platón puso en escena en sus diálogos tardíos, que tiene por único nombre el Extranjero. El extranjero es aquél que no da nada por sentado, el que no acepta ninguna costumbre, el que no conoce el pacto social y por ello no lo reconoce. El alumno se habitúa así a convertirse en extranjero para sí mismo, extranjero con respecto al grupo, a no buscar la fusión protectora, ser reconocido o un mal acuerdo. No está ahí para dar seguridad, ni a los otros ni a sí mismo, les deja eso a los psicólogos o a los padres. Está ahí para inquietar, para provocar esa inquietud que es inherente al pensamiento, substancia viva del pensamiento, como dice Leibniz.

Y es que para inducir a filosofar hay que filosofar. El profesor que desea hacer filosofar a sus alumnos no puede aspirar en ese plano a algún tipo de extra territorialidad, exenta de exigencia y de reflexión. Debe filosofar, y convertirse él también en extranjero. Si no se habitúa a amar, desear y producir lo que no le pertenece, ¿cómo va a engendrar el filosofar en su clase? Difícilmente comprenderemos que no busque un mínimo de lo que pudieron decir nuestros celebres fallecidos. Ciertamente sus discursos no son siempre fáciles de leer o comprender, y no todos son apasionantes. Sobre todo considerando que cada uno tiene un tema preferido. Pero si la ignorancia se hace postura, en busca de justificación, y aspira a un filosofar espontáneo, dispuesto a maravillarse ante la palabra infantil o adolescente como sucedáneo de pensamiento, entonces la impostura no anda lejos.

¡Atrévete a pensar! Exclama el profesor, como Kant, a sus alumnos, sin poner en práctica este imperativo. ¡Atrévete a saber! dice, pero sus actos le traicionarán. ¿Qué energía vehicula si se contenta con desgranar palabras sin continuidad o vagamente asociativas? Cada cierto tiempo, ciertamente, tendrá algún golpe de genio, por misterioso azar, pero no hay maestría, la consciencia no aparece. Si no instala ningún rigor en el tratamiento del pensamiento, el profesor estará oponiendo necesariamente el pensamiento de sus alumnos al conocimiento inculcado en clase, en matemáticas por ejemplo, donde hay que dar cuenta del resultado por un proceso. Habrá creado pues un lugar agradable para el encuentro, posiblemente útil, pero sin permitir a cada cual acceder a la universalidad de su palabra. Ya que sólo el proceso da validez, a lo que, sin él, queda en opinión. Y un proceso no puede provenir del azar. El proceso desmitifica, libera en la medida en el que la mente delibera con todo conocimiento de causa. Y para deliberar, aunque el espíritu humano no será nunca reducible a procesos definidos, como ocurre en matemáticas, hay procesos que es mejor conocer. ¿Por qué no aprovechar el pasado? Si es divertido intentar recrear la matemática, es al menos tan divertido hacerlo apoyándose sobre lo que ya ha sido hecho.

Podemos reflexionar indefinidamente sobre los procedimientos a utilizar, sobre sus sutilezas y sus complejidades, sobre las múltiples reglas de la discusión, sobre las dimensiones psicológicas y afectivas del asunto, incluso si el filosofar es sobre todo un arte de la pregunta, que como todo arte se sirve de técnicas y de conocimientos que condicionan la emergencia de la creatividad y del genio. Actitud y aptitudes son ciertamente las condiciones de actuar. Pero ¿por qué despreciar lo que hay, lo que es dado?

Si amamos los problemas, nada nos será extraño. Es en ese momento cuando nos convertimos en el extranjero, porque a la costumbre no le gusta los problemas, aprecia sobre todo las certezas y las evidencias. Amar los problemas, por su aportación a la verdad, por su belleza, por su puesta en abismo del ser, por su dimensión aporética, es amar la dificultad, la extrañeza, la pregunta. Se trata de una educación de las emociones: superar la urgencia de la expresión, la rigidez de la opinión, el temor al problema, con el fin de permitir a la mente que deje de contemplar en la inmediatez, interrogar al pensador a partir de lo que hacer emerger del mundo, y no a partir de nada, o de reglas arbitrarias y fijas, o de algún marco de lectura académico.

¿Quién eres tú? Nos pregunta Sócrates. ¿Existes? Nos pregunta Nagarjuna. ¿Sabes lo que dices? Nos pregunta Pascal. ¿De dónde extraes esa evidencia? Nos pregunta Descartes. ¿Cómo puedes saberlo? Nos pregunta Kant. ¿Puedes pensar lo contrario? Nos pregunta Hegel. ¿Qué condiciones materiales te hacen hablar así? Nos pregunta Marx. ¿Quién habla cuando tú hablas? Nos pregunta Nietzsche. ¿Qué deseo te impulsa? Nos pregunta Freud. ¿Quién quieres ser? Nos pregunta Sartre. ¿Por qué no dejarse interpelar? Y ¿a quién pretendemos hablar cuando no queremos oír estas preguntas? A menos que prefiramos dialogar únicamente con nosotros mismos.

10 principios del ejercicio filosófico

1. Jugar el juego

Para cualquier juego, como para toda práctica o ejercicio, se han de establecer unas reglas, reglas que impliquen constricciones y exigencias específicas para lo cual apelan a competencias particulares. Un juego no es un simple desahogo, sino que pone un desafío a través de reglas. Reglas que hay que formular, proponer, definir, hacer entender, utilizar, imponer, sin olvidar su revisión constante. De hecho, las reglas valen lo que valen, no cumplen más que lo que cumplen, nada más. Por tanto, dependiendo de las circunstancias, de las personas o de las exigencias del momento, dependiendo de su desgaste, y de otros parámetros, las reglas serán preferiblemente revisadas, renovadas, adaptadas, corregidas, ampliadas, suspendidas, etc. Además, las reglas pueden – o deben – ser parte integrante del diálogo: serán periódicamente objeto de debate, un debate sobre el debate, un elemento esencial de la perspectiva reflexiva y dialéctica, al que queremos darle un lugar privilegiado. No sólo las reglas varían, sino que de un «facilitador» a otro, ya sea profesor o alumno, normas similares adoptan un tono diferente, ya sea por el rigor de su aplicación o por el énfasis que se da a ciertos aspectos más que otros.

No olvidemos que las normas tienen un contenido: sirven de guía para el funcionamiento del estudiante y su pensamiento en un sentido más que en otro, en su intento de superar una dificultad más que otra. Por lo tanto, si los estudiantes tienen dificultades para expresarse, por timidez, debido a un ambiente difícil en clase, o por cualquier discapacidad en el lenguaje, habrá que poner más énfasis en la simple operación de articular ideas que sobre la capacidad de abstracción o explicación. Daremos preferencia a la afirmación sobre el cuestionamiento y por ello el enseñante se reservará, por defecto, el rol de interrogador. Pasará lo mismo con la conceptualización o la problematización: dependiendo de las circunstancias, el profesor se verá obligado a realizar él mismo, en la medida en que lo considere oportuno, el trabajo sobre los discursos individuales. A veces, se verá obligado a trabajar principalmente sobre el vocabulario, o sobre el orden lógico de la frase, porque las palabras y frases utilizadas tengan importantes lagunas para su comprensión y utilización. En ocasiones la mayor parte del trabajo consistirá en establecer los principios elementales de comportamiento, tales como que respeten el turno de palabra, especialmente al comienzo del curso. Pero como se trata de tomar a los niños en dónde se encuentren, como son, esto no supone un problema en sí mismo, a menos que se quiera acelerar demasiado rápidamente la maniobra, por razones de expectativas personales o administrativas, expectativas que fácilmente obstaculizan el funcionamiento del taller.

No obstante, no olvidemos que estas reglas básicas, en lugar de ser percibidas como una tarea y un puro formalismo disciplinario pueden muy bien ser presentadas como un juego y de ese modo ganan mucho. Si al comienzo estos requisitos formales encuentran resistencia, ésta se va atenuando, en proporción a la capacidad de asimilación y de puesta en práctica de las constricciones, y según vaya apareciendo la disposición a tomar como un juego estas limitaciones. Como pasa con el ajedrez o las cartas, hay que pasar por una etapa árida para adueñarse de las reglas del juego con el fin de ser capaz de jugar realmente. Para la mayoría de los niños, tal restricción no presenta un gran problema en sí mismo, incluso si tales reglas representan un desafío: el instinto del juego les mueve, más que a los adultos, aún no creen demasiado en lo que hacen, su funcionamiento no está todavía demasiado cargado por el deseo de apariencia o por temores existenciales: aún saben confiar. Lo que sí plantearía un problema real sería un conjunto de reglas inapropiadas, que apuntaran a competencias demasiado extrañas para ellos. Se trata pues de mantener una tensión permanente entre la exigencia y la imposibilidad: situarse un paso por delante, y no demasiado lejos. Este es el famoso principio que Lev Vygotski denomina «zona de desarrollo próximo». En este sentido, la construcción y utilización de reglas de funcionamiento como herramienta primordial de la enseñanza es ya un arte en sí mismo, para el que el profesor no necesariamente va a estar preparado, iniciado o incluso dispuesto. Arte que jamás se resume en recetas, sino que necesariamente es el resultado de la continuidad de una práctica.

Para facilitar la apropiación de las reglas de funcionamiento, es importante insistir en su dimensión lúdica y cuestionable. Son lúdicas en la medida en que no constituyen una especie de verdad o de bien absoluto. Representan únicamente un medio para jugar. Son cuestionables en tanto tienen una razón de ser, así como muchas razones para no ser, es decir, para ser eliminadas o reemplazadas por otras normas, algo de la cual es posible discutir con calma. Bajo esta perspectiva tiene interés hablar de conocimiento y comprensión de las reglas. Porque no son el producto de un poder soberano, el de un maestro con poderes misteriosos, sino el producto de la razón, de una razón o de un arreglo contractual y cuestionable, o sea arbitrario. A partir de ahí pueden ser objeto de reflexión en lugar de reclamar adhesión o provocar rechazo. ¿Qué es un juego? Un ejercicio colectivo (o individual) que permite enfrentarse al otro y a uno mismo, a través de un procedimiento de cualquier tipo que suponga la aplicación de habilidades específicas. Resulta, pues, que la ley no es un fin en sí mismo, no es la dura lex sed lex, que toma su sustancia y legitimidad de su dureza, sino una simple manera de existir, porque ofrece una posibilidad al ser de hacer y de ser. Tal perspectiva invita a la generosidad, más que a la dureza punitiva de la simple disciplina.

Jugar el juego remite a otro desafío: la construcción del conocimiento. En efecto, si el conocimiento no es constituido a priori, ¿de dónde proviene? ¿Cómo surge? Jugar el juego implica que el conocimiento es una práctica, un saber-hacer, y no un cuerpo de conocimientos teóricos establecidos a priori, que hubiera que reproducir. Los conocimientos resultan de un saber-hacer, en lugar de ser percibidos como la condición previa de este saber-hacer. Es fácil olvidar que el conocimiento nace del pensamiento. Por supuesto, toda puesta en práctica presupone un cierto saber, aunque sólo sea el de un lenguaje mínimo para el ejercicio de lo que nos concierne. Pero más que preocuparnos de que los alumnos adquieran formalmente esos prerrequisitos -cosa que se puede hacer en otro momento- lancémosles de lleno al ejercicio. Esta apuesta dinámica permitirá a todos, enseñantes y estudiantes, en un primer momento evaluar las competencias y las debilidades de cada uno, y en un segundo momento determinar lo que conviene hacer.

Se trata de andar un camino. El procedimiento invita a los miembros del grupo a apelar a lo que ya saben, a utilizar ese conocimiento, a comprender sus límites, a identificar las necesidades, y según el caso, a resolver los problemas y obstáculos que se presentan en la movilización de nuevas ideas y nuevos conceptos. Incluso si el participante se queda en la mera percepción del problema, el trabajo estaría hecho, ya que consiste en crear una necesidad de conocimiento, en crear una llamada para el pensamiento. Ese estado de la mente induce una motivación adicional y produce nuevas perspectivas que serán útiles para que el profesor pueda, posteriormente, explicar cualquier principio importante basado en una experiencia concreta. Esta génesis del conocimiento, un conocimiento que afirma y demuestra su necesidad, debería ayudar por un lado a esos estudiantes que viven el trabajo en clase y el aprendizaje como un castigo que consiste en ingerir cosas extrañas, y por otro también a aquellos que tienen éxito precisamente porque han entendido el sistema y saben cómo reproducir lo que les es inculcado, en detrimento a veces de un pensamiento vivo y auténtico. Jugar, sin excluir el rigor -sin él ya no sería un juego, sino el recreo-, es hacer operativo y dinámico el pensamiento, es devolverle su aliento.

 

2. El maestro del juego

 

Idealmente la función de control no necesita ser encarnada por una persona en particular, el grupo podría ser auto-suficiente tan pronto como la responsabilidad fuera asumida por cada miembro, pero no es así como ocurre en el funcionamiento cotidiano. En particular, si el grupo es grande y si el juego presenta retos importantes o alguna dificultad particular. En cualquier caso, cuanto más se pueda minimizar el rol del profesor más podremos considerar el juego un éxito. No habría que sucumbir, por razones prácticas, a la tentación de minimizar el juego, aunque siempre es posible cambiar a otras opciones de funcionamiento, siempre y cuando clarifiquemos la naturaleza, implicaciones y consecuencias de esta nueva opción.

Todo banquete, como todo barco, necesita un capitán, nos recomienda Platón. La navegación, como toda tarea compleja, se hace entre muchos, y habrá que designar una persona que en última instancia, y al hilo de los acontecimientos, tome las decisiones finales que le parezcan justas, a riesgo de cometer errores e injusticias. No se trata de un poder por derecho divino, sino únicamente un acuerdo tácito establecido por razones prácticas. Este rol puede ser asignado a diferentes personas, alternándolas. Se trata de un papel político que, de nuevo según Platón, consiste en tejer la diversidad en una obra única. Si bien el enseñante, más hecho a la práctica que intenta introducir, puede asumir inicialmente esa función, se recomienda delegar funciones en los alumnos, dependiendo de las circunstancias. Las dificultades que se presenten en esos momentos serán parte integral del ejercicio, evitando así las dos trampas de la práctica filosófica, el autoritarismo y la demagogia.

¿Cuál es aquí el papel del maestro, dado que ya no es el responsable de «decir la verdad”? Ante todo, él es un legislador: establece la ley, la enuncia, recuerda los términos de vez en cuando, modifica los artículos. Como ya hemos dicho, las reglas están sujetas a debate, pero hay que         delimitar   el lugar de   este debate,        especificar el momento adecuado y decidir cuándo se debe terminar para que el ejercicio no sea un permanente debate sobre el debate, trampa en la que es fácil caer. Estaría bien, por ejemplo, consultar la opinión del grupo al final o al arrancar. Hay varias maneras de implementar este proceso; la que nos parece más eficaz es acordar durante el ejercicio plenos poderes al animador designado y al final reservar un espacio de discusión con el fin de realizar la evaluación del trabajo realizado. El animador es también un árbitro, con su función judicial, en la medida en que debe asegurarse que las reglas en cuestión, tanto las suyas como las establecidas al inicio, son respetadas. Sin embargo, por lo que respecta a las decisiones parece preferible remitirlas al grupo, por medio de una votación a mano alzada, por ejemplo. Su papel como árbitro consistirá entonces en poner de relieve lo que aparezca como problema, buscar la opinión de algunas personas y, a continuación, producir una decisión, directa o indirecta. El arbitraje no ha de ser concebido como una actividad complementaria, sino como una parte intrínseca del ejercicio, ya que la elaboración de juicios, la formulación de argumentos, se encuentra en el corazón mismo de la actividad filosófica. A menudo, las preguntas más interesantes durante una discusión surgirán en estos debates de arbitraje, que resultan a menudo delicados, y no es de extrañar, ya que requiere pensar acerca de la forma, de la lógica y de las relaciones de sentido, dicho de otro modo: pensar en el nivel del meta debate y no del simple intercambio de opiniones. Se trata pues de ir más allá de los acuerdos o desacuerdos sobre el contenido, que remiten principalmente a la subjetividad, por muy argumentados que estén. Pensar en el cumplimiento de las normas, es trabajar la exigencia de la verdad, que no es más que la conformidad con algo, por muy arbitrario que ese algo sea: otra idea, un principio, la lógica, la eficiencia, etc.

El maestro del juego tiene como tercera función la de facilitador, o función ejecutiva. A menudo, el papel del ejecutivo es percibido sólo a través de su poder discrecional, como una prerrogativa de la que se abusa sin el menor escrúpulo, lo que provoca cierta desconfianza, en lugar de su opuesto, la confianza, sin la cual ningún grupo puede funcionar de manera tranquila y serena. En nuestro ejercicio, se trata de establecer una relación de confianza mutua entre el facilitador del momento, ya sea el maestro, otro adulto o un estudiante, y los que participan en el juego. Porque si el juego no puede darse sin él, él no puede presidir la sesión sin la ayuda de los otros, sin cada uno de los participantes. No por razones meramente formales, sino debido a que si a algún participante se le mete en la cabeza interrumpir el juego con conductas no deseadas, puede hacerlo. De igual modo que cualquiera de los participantes puede ofrecer una idea fecunda y producir el avance de todo el grupo. No olvidemos que no es el facilitador el que proporciona las ideas, sino los participantes, lo que le coloca en una relación de dependencia psicológica y cognitiva, bastante perturbadora para algunos maestros a quienes les resulta difícil confiar en sus estudiantes.

El poder no tiene por qué ser algo negativo, o suscitar temor, así como tampoco resultar incontestable. Es un arte y una responsabilidad, una práctica en la que ejercitarse como cualquier otra. Esta práctica remite al funcionamiento ciudadano, a la separación de tareas. Enseña a confiar en los demás, tanto como en uno mismo, y por ello mejora al individuo a través de este pacto entre iguales. También nos enseña a aceptar la dimensión de lo arbitrario de la vida en sociedad, y de la existencia en general, no como algo que sólo puede ser padecido, induciéndonos a la pasividad y al resentimiento, sino como uno de los aspectos constitutivos del desarrollo de un grupo, aunque sea necesario tomar distancia y regular las cosas con el tiempo, permaneciendo consciente del problema general que se presente. Esta capacidad de aceptar lo arbitrario requiere de una conciencia despierta, implica un distanciamiento de uno mismo, una capacidad de minimización de uno mismo en favor del grupo, y aprender a hacer el duelo de los propios deseos y pretensiones. Un funcionamiento así comporta una innegable asunción de riesgo, especialmente para el que habitualmente y a priori detenta el poder pero también para aquellos que sólo lo ejercen en algún momento puntual. La alternancia de la presidencia y el tiempo reservado para llevar a cabo el debate sobre el debate, donde cada uno evalúa su propio funcionamiento y el de los demás, forjan la solidez del pacto, precisamente porque está abierto a la crítica y es revocable. En cualquier momento ciertamente, pero en general se conviene dejar que el presidente de la sesión lo haga hasta el final de la misma, salvo fuerza mayor. El ejercicio de la ciudadanía requiere también de la protección del que instituye el juego. Esto significa, entre otras cosas, una garantía para que aquel que debe asegurar el correcto desarrollo del juego pueda trabajar con toda tranquilidad. Para algunos participantes, especialmente para los que la desconfianza y la reactividad es una forma de ser, tal perspectiva implica una revolución psicológica e identitaria, pero también un alivio. Podemos llamar a esto «aprendizaje del principio de responsabilidad. «

 

3. Pedir la palabra

 

La mayoría de los estudiantes saben que la regla para pedir la palabra consiste en levantar la mano antes de hablar, pero no es seguro que lo pongan en práctica de manera rigurosa, y sobre todo que capten el sentido que tiene. En general, las dos concepciones más comunes, relativamente inconscientes, son por un lado la que otorga al enseñante la facultad discrecional de conceder o denegar la palabra, y por otro la que ve este acto como un ritual, más o menos obligatorio, que da automáticamente la palabra, como ocurre con el gesto de cortesía que garantiza la satisfacción de una demanda o la legitimación un gesto, como cuando decimos «por favor» o «perdón». El primer caso no se da muy frecuentemente en la escuela primaria, se establece más adelante, el segundo es respetado en grados muy diversos: se ve en muchas de las clases que los alumnos empiezan a hablar tan pronto como levantan la mano sin esperar ningún tipo de autorización.

De nuevo, queremos insistir en la idea de la comprensión de las reglas, de su naturaleza discutible, comprensión y debate que no excluyen el hecho de imponer estas reglas, o la de considerar su aspecto arbitrario. El problema que surge aquí es el de «¿Por qué hablamos?». ¿Es porque la palabra empuja dentro de nosotros y debe salir a toda costa? En otras palabras, ¿es para sacar algo afuera por algún tipo de presión como cuando sale el jugo de un limón al exprimirlo? Algunas discusiones pueden hacer esta función, instaurando en el aula el espacio para un discurso libre y sin restricciones. Pero si es para filosofar, es decir, «pensar sobre el pensamiento», entonces intervienen otras determinaciones. Para empezar, y este no es el menor de los criterios, por la escucha. En efecto, ¿para qué sirve hablar en medio del estruendo, mientras que otros hablan o cuando no hay nadie escuchando? La idea es hablar cuando esté asegurada una buena escucha con el fin de maximizar el impacto de las palabras y garantizar la mejor respuesta posible. Pero ¿qué hay del enseñante? ¿Qué ejemplo da? Sea por cansancio, desaliento, o por sordera, ¿se ha acostumbrado a hablar en el vacío o el caos? O ¿quizás considera normal, no por lo que dice sino por lo que hace, que si bien su palabra de autoridad exige silencio, la del estudiante puede arreglárselas en medio del ruido?

Presentemos algunos retos sobre este asunto. En primer lugar, como hemos dicho, levantar la mano antes de hablar viene a confirmar que la escucha es activa antes de pronunciarse sobre lo que sea, en lugar de soltar palabras por puro desahogo. No ha lugar a ponerse hablar si otra persona está hablando. En segundo lugar, se trata del estatus del estudiante, y el respeto mutuo contribuye activamente a la definición de este estatus. De igual modo que no se le debe cortar la palabra al maestro, no se debe interrumpir a un estudiante que está elaborando su pensamiento, por mucho que nos parezca que está siendo lento en articularlo, o que resulta incongruente o incomprensible: el error o la falta de comprensión son parte integrante del proceso de aprendizaje, no puede ser un motivo para la desvalorización del individuo, teniendo en cuenta que el estudiante en el curso de su intervención puede rectificar poco a poco su propuesta. La excepción podría ser que estemos ante una longitud excesiva de la intervención o una palabra que definitivamente anda perdiéndose en su propia confusión.

Pedir a un estudiante que escuche a su compañero es garantizarle que, a cambio, él será escuchado también. Sin olvidar, además, que si el maestro es capaz de seguir el hilo de sus ideas cuando es interrumpido por un alumno, al alumno le es más difícil mantener la concentración si otra persona está hablando. Y todavía es peor cuando se trata de alumnos tímidos o confusos. De hecho, con el fin de garantizar una escucha mejor y dejar patente que ésta se está llevando a cabo, lo mejor será proponer no levantar la mano mientras un compañero está hablando: equivale a decirle que se active o que se calle. En cualquier caso no escuchamos mejor con el brazo levantado…

En tercer lugar: acostumbrar al estudiante a articular su propio pensamiento, a reconocer en éste sus límites y poder así tomar conciencia de sus dificultades. Es en este sentido hay una práctica que se da a menudo en los profesores, potencialmente nefasta, que consiste en acabar las frases de los alumnos o reformularlas de manera abusiva. Bien es verdad que no siempre es posible, dependiendo del contexto, tener todo el tiempo necesario para que todos se expresen, a tal punto que el acto reflejo natural del profesor termina siendo hablar en lugar del estudiante, pero hay que reconocer los límites de este tipo de comportamiento. Y por ello, es importante reservar algunos momentos de la vida de la clase a esta «pérdida de tiempo», momentos que llamamos de diálogo filosófico, porque damos a los estudiantes tiempo para pensar sus propios pensamientos, incluidos fallos, errores y faltas de entendimiento, ya que son la realidad del pensamiento, realidad que sería inapropiado borrar. Y con más razón por cuanto que el estudiante se puede acostumbrar al auxilio, artificial y no solicitado, por facilidad y comodidad. Lo que no impide que el profesor, como veremos más adelante, pueda ayudar activamente a un estudiante ofreciéndole ideas que él no consigue expresar, aunque es preferible que sean los demás estudiantes los que desarrollen esta función.

En cuarto lugar, el interés del ritual de levantar la mano remite a la habilidad del estudiante a distanciarse de sí mismo, a posponer en el tiempo, a no estar en el impulso y el automatismo. A menudo, el estudiante que suelta las palabras tan pronto como las «siente», no se toma el tiempo necesario para construir su discurso, y a menudo ni recuerda lo que acaba de decir: basta con pedirle que lo repita para comprobarlo. Aunque cabe que no ose hacerlo por temor, timidez, por tener que asumir de nuevo esas mismas palabras ante los oídos de los demás. Cuesta muchas veces repetirse, porque la duda y la vergüenza se imponen de manera natural. Todos tenemos la experiencia del alumno que mientras hay ruido en la clase lanza ideas, ideas que no se atreverá a repetir una vez que los demás escuchan con atención.

Esto nos lleva al quinto punto: la singularización de la palabra. Atreverse a hablar de una manera singular, en tanto que individuo que habla a sus compañeros, al conjunto de la «ciudadanía», con toda la dimensión de riesgo que esto conlleva. Hay en ello una práctica que no es natural para todo el mundo, y que requiere un cierto trabajo, una cierta experiencia, que el maestro debe facilitar. Se trata nada menos que de aprender a asumir una singularidad explícita y articulada, asumir la toma de poder temporal que representa, arriesgándose a ser escuchado, a la mirada de los otros y a que nos devuelvan una imagen de nosotros mismos. Es asumir el riesgo de existir abierta y plenamente frente al mundo.

La forma más simple para pedir la palabra es la comúnmente utilizada de la mano o el dedo levantado. Pero hay otras técnicas para invitar al estudiante a distanciarse de su propia palabra, para enseñarle a aplazar y tomarse un tiempo, para retrasar su acción, a la espera de una ocasión propicia, para dar una mejor forma a la idea antes de expresarla, para salir de lo inmediato y salir de sí con el fin de tener en cuenta el grupo, a la vez que se distancia de él. Se puede utilizar un «bastón de la palabra», a modo de micrófono, que circula en el grupo, y que hay que sostener en la mano si quieres hacerte oír. O bien que el que acaba de hablar invite a alguien a tomar la palabra designándolo por su nombre. Lo importante, como hemos dicho, es volver a dar un significado a los gestos, como un medio para establecer una relación con la comunidad, para devolverle su valor simbólico, y quitarle a la regla el envoltorio reductor de simple autoridad, para que pueda desempeñar plenamente su papel educativo.

 

 

4. Demorarse sobre una idea

 

Esta regla es, en el plano cognitivo, sin duda una de las más fundamentales, requiere mantener la mirada sobre una cuestión dada, permanecer y concentrarse en una idea precisa, para poder discutirla, profundizarla, analizarla, con el fin de ilustrarla y problematizarla. Es clave para todo ejercicio intelectual, a la vez su hilo de Ariadna y su sustancia, que el tema objeto de reflexión esté constantemente presente en la mente de todos. Esto no siempre es fácil, en la medida en que cualquier debate, cualquier reflexión atraerá nuestra mirada hacia caminos anexos, hacia conexiones asociativas, digresiones más o menos legítimas y útiles, así como hacia asuntos de métaréflexion que habría que evaluar sin por ello abandonar el tema original. Tarea ardua teniendo en cuenta que nuestros ejercicios de diálogo se realizan a múltiples y cruzadas voces cuyo entrelazamiento propicia innumerables ocasiones de derivar y perderse en vías paralelas, caminos liosos y callejones sin salida y sin retorno. La escucha del otro, que nosotros recomendamos vivamente y llegamos a imponer como regla, nos ofrece la permanente tentación de olvidar el tema a tratar, para limitarnos a la pura reacción a las diversas palabras que escuchamos. Para caracterizar el problema general planteado aquí con respecto al ejercicio de pensamiento, retomemos la idea de Platón que nos invita a tomar simultáneamente el todo y la parte, siendo que cada idea particular, tomada aisladamente, puede hacer caer al pensamiento en una trampa de parcialidad inadecuada. Seguir un tema implica, por lo tanto, actos y funcionalidades que son a veces contradictorios. Echemos un vistazo a algunos, antes de ver seguidamente en qué medida esta diversidad conflictiva participa de la construcción del pensamiento.

Antes que nada se trata de poder contemplar una idea antes de intentar establecer su utilidad, y sobre todo antes de preguntar si estamos de acuerdo o no con ella. Esta última respuesta, en particular, a menudo asimilable a un simple reflejo, encarna el primer obstáculo para la comprensión de muchas de las palabras emitidas y de muchos textos. Ya que la toma de posición, o reacción, precede generalmente en rapidez operativa a la comprensión, resultando esta última distorsionada por la primera. Seguir un tema es pues en primer lugar, según el requerimiento cartesiano, suspender el propio juicio, retener por un momento su aprobación o su rechazo, mantener a distancia la subjetividad, con el fin de dar cabida a la idea con un mente relativamente abierta. También se trata de invitar a los participantes a que eviten, en un primer momento, cualquier declaración del tipo «Estoy de acuerdo con esta frase» o «Esta idea es incorrecta» o » Esta idea no me gusta». Porque se trata sobre todo de sopesar la idea, examinarla, comprenderla.

Si se trata de una pregunta, es crucial pararse a apreciarla inicialmente como pregunta, sin contaminarla del automatismo de una respuesta. Debemos guardarnos de este reflejo, que, como cualquier otro reflejo del pensamiento, conecta dos conceptos o ideas, los desplaza o los acopla, incluso los hace chocar, sin tomarse el tiempo de mirarlos por separado y ver lo que contienen en sí mismos. Responder a una pregunta, es reducirla a casi nada, es eliminar su potencial interrogativo, es fijar su acepción a un resultado único, en lugar de considerar la magnitud del problema y considerar el potencial interrogativo de este problema. Puesto que una pregunta plantea por definición un problema ¿por qué no invitar a los participantes a contemplar el problema por sí mismo? Momento estético, como en el museo, cuando nos dejamos interpelar por una obra, en lugar de apresurarnos a la carrera sobre la siguiente, en lugar de mirar el reloj y preguntarse qué es lo que queda por ver para completar la visita.

No es que esté prohibido responder a la pregunta, muy al contrario, y como veremos más adelante, tampoco lo está objetar o estar de acuerdo con una idea en particular, pero a nosotros nos parece simplemente útil descomponer artificialmente el movimiento, con el fin de capturar los momentos y quitarle el encadenamiento compulsivo y sistemático. Las competencias son diversas, y puesto que se trata de un juego, justifiquemos esta exigencia explicando que su dinámica se instala y se estructura en momentos en los que las acciones, roles y funciones difieren. La mayoría de los deportes tienen que ver con diferentes estrategias, y el entrenamiento consiste en parte en trabajar por separado las destrezas, las sutilezas y las técnicas que les corresponden.

Es recomendable tomarse un tiempo para la contemplación de las ideas, siendo que las ideas son a la vez el objeto y el propósito de nuestro ejercicio. Recordemos que hubo un tiempo, antes de la aparición del reinado de la utilidad y de la subjetividad, en el que era muy recomendable contemplar las ideas, en la antigua Grecia por ejemplo, especialmente aquellas que parecían valer la pena, aquellas que justamente constituían la arquitectura de pensamiento en sí mismo, por ejemplo los conceptos «grandes», o trascendentales, tales como la verdad, la belleza y el bien. El concepto de trascendental, como Kant explica, refiriéndose a lo que condiciona y permite al pensamiento su constitución.

Pero la regla que consiste en exigir la contemplación de las ideas es difícil de plantear. Porque si el alumno ofrece resistencia a esa ralentización del movimiento del pensamiento ¿qué ocurre con el enseñante? ¿Consigue respetar esa regla? ¿Acaso no está acostumbrado a hacer avanzar el intercambio cueste lo que cueste?

Por su preocupación, por la eficacia. Por temor al aburrimiento o a ofender a los estudiantes. Por inseguridad con respecto al valor de las ideas en cuestión. Porque espera unas ideas concretas que le interesan en exclusiva. Por horror al vacío. Por simple impaciencia o manera de ser. Pausar el pensamiento, respirar, interrumpir el proceso que está teniendo lugar, instalar artificialmente vacíos en el diálogo, son algunos de los obstáculos corrientes y comprensibles que retienen al maestro. Sin embargo, si pensamos en todos esos niños y adultos, que viven en la febrilidad del mundo, en el zapping permanente y la preocupación por ahorrar tiempo, si no es en la escuela el lugar donde aprender a tomarse un tiempo para pensar, para darle valor a las ideas en sí ¿cuándo y por qué milagro lo van a aprender?

De manera más activa, detenerse sobre una idea, es explicarla, sin comentarios anexos, es reformularla, es pedir recordarla enunciándola, es repetirla como una especie de mantra para que entre en la mente. Si un participante quiere cuestionar una idea o dirigirle una objeción, pidámosle en primer lugar que repita esa idea a la cual pretende ponerle condiciones. Si un participante quiere responder a una pregunta, pidámosle que repita la pregunta a la que pretende responder. Especialmente cuando una vez contestada, nos damos cuenta por su respuesta que, visiblemente, no recuerda mucho de la pregunta en cuestión. Si un interlocutor cree haber comprendido la idea de un compañero, invitémosle a comprobar lo que entiende con respecto al autor de la idea, a riesgo de que éste no sepa decir si es que se ha expresado mal o si no ha sido escuchado. En otras palabras, antes de continuar, comprobar si el punto de partida o de anclaje es claro y presente. Estas simples peticiones son a menudo un ejercicio en sí mismo, lleva a tomar conciencia de los malos hábitos que conservamos en nuestra higiene del pensamiento: queremos decir algo, pero ignoramos de qué estamos hablando, aquello a lo que estamos respondiendo.

No olvidemos, sin embargo, que si el juego consiste a veces en quedarse en una idea para tomarse el tiempo de apreciarla, también es movimiento, puesto que invita a los participantes a ir a través de varias etapas. Y es entonces cuando se pone a prueba la capacidad de seguir esos pasos, de satisfacer las diferentes exigencias y de saber cómo cambiar de rol.

 

5. Rehabilitar el problema

 

Ya nos hemos referido al concepto de problema, pero nos parece que hay que retomarlo como un principio en sí mismo, constitutivo del ejercicio filosófico. Se trata de rehabilitar el problema, de considerarlo como una parte integrante de la enseñanza y el aprendizaje, y no como un obstáculo, un lamentable obstáculo que sería cuestión de eliminar a toda costa cuando no de ocultar. La dificultad se basa en la mala prensa que atrae el problema sobre sí: el problema como un problema. «No hay problema», dice el maestro, con sus palabras, con sus actos, con sus silencios. Él está tranquilo. Para el estudiante sí que hay uno. Puede que el peor de los problemas: cuando el alumno no comprende y no sabe expresar ni siquiera la naturaleza del problema. Si lo supiera hacer, el problema empezaría a disolverse. Por el momento, sólo siente un dolor que le hace decir «no me gusta esta materia» cuando no es «no me gusta este profesor». Acto reflejo que no puede ser más apropiado, la defensa de la integridad territorial del ser: el otro nos causa dolor, es normal que se perciba como un enemigo. Cuanto menos sea capaz el estudiante de expresar el problema, mayor será el dolor, y más viva será la reacción, ya sea por la confrontación o por la ausencia.

Frente a esto, ¿para qué sirve hablar? En cualquier diálogo, hablar sirve sobre todo para problematizar, para variar las perspectivas. La problematización no es sólo inventar un problema, es también articular un problema muy presente, articulación que no necesariamente resuelve el problema, pero, al menos permite la identificación y su tratamiento. Un problema no necesariamente tiene que ser resuelto, aunque pueda serlo. Un problema debe sobre todo ser percibido, ser visto, ser manipulado, hacerse substancial. Como práctica, la pintura siempre será un problema para el pintor, como las matemáticas para un matemático y la filosofía para un filósofo. La ilusión más catastrófica es la que sugiere que no pasa nada, aquella que hace creer que el profesor es un mago en el sentido tradicional del término, que tiene poderes especiales, en lugar de mostrar que él no es más que un ilusionista, alguien que sabe tirar de los hilos porque está viendo cómo están entrelazados entre sí, cómo se organizan.

Pero para hacer esto, ante todo, hay que rehabilitar el concepto de problema. «¡No hay ningún problema!», «¡No tengo ningún problema!» El orgullo o el deseo de tranquilidad nos llevan a renegar de la idea misma de problema. El problema es eso que nos impide actuar, es un obstáculo, un freno, un retardador de velocidad. ¡Y si, precisamente, en este efecto aparentemente perverso se dieran tanto su substancia como su interés! Teniendo en cuenta que estamos tan tentados de reducir la materia y su aprendizaje a un conjunto de datos y unas cuantas operaciones, elementos pedagógicos cuantificables, verificables, evaluables. No obstante ¿qué pasa con el espíritu, el de la materia enseñada entre otros? Ciertamente, el espíritu se filtra a través de las distintas actividades propuestas, pero ¿por qué habríamos de abandonarlo a la triste suerte de factor aleatorio, accidental y secundario? Sobre todo porque este conocimiento intuitivo no lo tienen todos los alumnos. Si algunos están preparados para recibirlo por razones y circunstancias que no reclaman la labor del maestro, los otros, los que chocan contra lo extraño del proceso, se sitúan precisamente en su campo de acción. Para ello es necesario que la materia sea para el profesor un problema, que no esté cuidadosamente guardada en la estantería de los objetos domésticos, ese orden que el alumno con dificultades vendría a perturbar.

Las dificultades del alumno sirven a un propósito muy específico: repensar la materia enseñada, su naturaleza, su eficacia, su verdad y su interés. Si todo se da por sentado las dificultades se convierten en un simple obstáculo que deben ser eliminadas de forma rápida con el fin de avanzar. Es entonces cuando el programa del curso se convierte en la coartada por excelencia, el refugio del temor y la inseguridad. Tenemos tantas cosas que aprender, ¿cómo vamos a tener tiempo para trabajar el espíritu? El espíritu de la materia y el espíritu del sujeto pensante. Tenemos que centrarnos en la materia. Olvidamos demasiado rápido la lección de los antiguos, y nos encontramos con una materia sin alma, reducida a aprendizaje y rendimiento. Sin duda útiles, pero tan reductores.

Se trata, en primer lugar de ser capaz de decir: «Tengo una dificultad», «Esta tarea específica es un problema para mí «, que también puede ser expresada en la forma de «yo no sé», «no puedo contestar», o simplemente «no entiendo». Estas palabras, que por su relativa falta de contenido o respuesta pueden parecer no significar nada y no aportar nada a la discusión, simple reconocimiento de una dificultad, que puede parecerse a un escape o a una forma ritual de cortesía, son por el contrario algo que tiene muchas consecuencias. Para empezar plantea de manera abierta la existencia de un problema, lo que abre la puerta a una sucesión de acontecimientos. Reconociendo ese estatuto productivo, extraemos el problema de su envoltorio de culpa y mala conciencia, que en general impide la palabra al que sufre con la opacidad de un conocimiento o de una práctica. Esa «dolorosa» constatación se convierte, al contrario, en factor de reflexión. Porque el problema de uno se vuelve el problema de todos, en primer lugar por una buena razón: ha sido verbalizado. Para continuar, porque bien puede ser que ese problema singular sea compartido por otras personas, que no han sabido o no han podido admitirlo o reconocerlo. Pero también está el problema de aquellos que piensan que no tienen dificultad con el problema en cuestión, y van a tener que demostrar públicamente su capacidad para tratarlo. Porque una vez que el problema de uno es el problema de todos, todo el mundo está invitado a ocuparse de él a partir de una frase aparentemente anodina pronunciada por el autor del problema: «No entiendo y pido ayuda». A partir de ahí, los que piensan que son capaces de articular o lidiar con el problema se explicarán, por turno de palabra, o por cualquier procedimiento de selección. Hasta que el que había expresado la dificultad se vea satisfecho o hasta el cierre de la cuestión después de algunos intentos fracasados y ante una imposibilidad temporal de resolución.

Es cierto que se trata de un proceso lento, que requiere de la habilidad de dar pequeños pasos sobre un aspecto específico y reducido de la andadura, puede que incluso sea un aspecto aledaño, pero no es cuestión de disimular, de pasar por encima como si no pasara nada porque andamos «faltos de tiempo». Si dejamos mínimamente filtrarse o expresarse la impresión de que el problema a tratar impide «avanzar» al proceso, es decir que damos a entender que tenemos mejores cosas que hacer, entonces todo el trabajo de rehabilitación de lo que significa el problema y la declaración de ignorancia serán reducidos a cenizas. Esto no significa que haya que enredarse durante toda una sesión en una sola y única dificultad; un procedimiento que ofrece garantía es el que propone limitar toda tentativa de solución de un problema a tres intentos consecutivos. Ello permite salir de un asunto espinoso sin haberlo ignorado.

Así pues no habría, por un lado, problemas dignos de ese nombre, intelectualizados y bautizados con el pomposo nombre de problemática, y, por otro, lo problemas «tontos», aquellos que emanan de la falta, de la ignorancia y de la incomprensión. Tal distinción llevaría a alentar la negación de la dimensión real, profunda y existencial del problema, inconfesable, para no expresar más que los problemas que son el resultado de elucubraciones de espíritus sutiles. El profesor mismo no se atrevería a tener problemas, ni siquiera los inconfesables… ¿por qué, entonces, se lanzaría a desarrollar procedimientos arriesgados, en los que no es posible predecir ni los peligros, ni la culminación del ejercicio? Un ejercicio como el de la reflexión en común, tomado en todo su rigor, impone a cada participante una mínima humildad, y en todo caso una capacidad para admitir abiertamente la dificultad y el error, un rechazo de la omnipotencia, y la aceptación de la dependencia de los demás. De ese modo las ideas podrán vivir.

 

6. Articular las elecciones

 

Como hemos explicado en parte, el taller arranca con una actitud arriesgada, por parte del estudiante y por parte del facilitador, riesgo por tener que elegir y emitir juicios, algo que se extenderá a lo largo del ejercicio. Reflexionando sobre su elección, articulándola, sabiendo que la tendrá que argumentar o justificar, con el fin de profundizar su tenor y verificar su contenido, el estudiante asume un riesgo que no debe ser subestimado. Algunos, por cierto, no consiguen hacerlo. Asumir el riesgo de expresar lo que se piensa, el riesgo de tener que hablar delante de los compañeros, el riesgo de hablar ante el maestro, el riesgo de no ser capaz de justificar su elección, el temor a «hacerlo mal», etc. Para el profesor, lo de asumir riesgos consiste en escuchar elecciones y argumentos que podrán parecerle aberrantes, inquietantes, o erróneos, sin por ello mostrar desaprobación o inquietud. Mientras prosigue con el proceso de cuestionamiento, con ese estudiante o con otro. Ciertos profesores confiesan su impaciencia frente a ese tipo de situación, que revela una cierta inquietud: prefieren «corregir».

En general, el taller comienza con una pregunta. Una pregunta que incita a pensar, a juzgar, que no apela mucho a conocimientos específicos que pudieran dar pié a una autoridad a validar o invalidar la respuesta como buena o mala, verdadera o falsa. Se trata de producir un pensamiento, y no de proporcionar la buena o la verdadera respuesta: se le pide ser claro y pertinente. Exigencia que puede sorprender al estudiante, que no está acostumbrado a ese tipo de solicitud. Porque si la exigencia de veracidad no es fácil que se dé, hay otras que no son menos exigentes: ¿Responde la respuesta a la pregunta? ¿La esquiva? ¿Responde la respuesta a otra pregunta? ¿La respuesta es clara? ¿Está mínimamente justificada? Para empezar se trata de producir necesariamente frases, y no simplemente manifestar un asentimiento o pronunciar alguna palabra aislada. Se trata de construir pensamiento y no de verificar el aprendizaje de una lección.

La incertidumbre frente a la falta de validación inmediata y asegurada molestará a menudo a los alumnos demasiado «escolares». Tendrán la impresión de haber sido entregados al vacío, a la nada. Preguntarán y preguntarán por lo que hay que hacer, incrédulos, les costará creer que se les pide únicamente pensar, sin expectativas de respuestas específicas, validadas de antemano. Cuando se trate de un diálogo con el conjunto de la clase, esos alumnos aplicados y estudiosos se sentirán abandonados por el profesor, traición que les priva de una presencia tranquilizadora, de la garantía habitual y reconfortante de un juicio certificado como conforme. Hasta los «gamberros» se sentirán inquietos con este tipo de procedimiento que les saca, a ellos también, de su estatus específico en el cual están instalados, voluntariamente o no. Cada alumno habrá de medirse ante el juicio del conjunto de la clase, juicio cambiante e inesperado, imprevisible y desestabilizante, ante el cual está llamado a confrontarse. Confrontación ésta con más peligro que la de la incuestionable autoridad del maestro, incluso si en ella la palabra tiene una apariencia más libre y espontánea. Lo que podría parecer aparentemente muy fácil se revela al contrario, arduo, muy arduo para algunos.

No obstante, como hemos dicho anteriormente, presentamos el ejercicio como un juego, a fin de desdramatizar la asunción de riesgo por parte de los alumnos. Hay que recordar ese aspecto lúdico de vez en cuando, alternándolo con momentos más serios. Para los niños que tienen dificultad para expresar sus opiniones, hay que ser paciente, y dirigirse a ellos de vez en cuando para que no se sientan excluidos, aun cuando no consigan verbalizar fácilmente, o lo hagan muy poco, así como tranquilizar a los tímidos ofreciéndoles hablar más adelante si se bloquean. El profesor debe velar por que todos puedan expresarse un mínimo, asegurándose que los más locuaces no aplasten a los otros, peligro recurrente en cualquier discusión. Sobre todo porque aquellos que producen discurso oral de manera más laboriosa no son necesariamente los menos interesantes o los menos profundos.

Responder a preguntas de conocimiento presupone un aprendizaje específico: una lección aprendida, información retenida. Articular un pensamiento implica a la totalidad del ser. En este sentido el discurso no se refiere a simples cuestiones de conocimiento teórico y formal, sino a un saber hacer, también a un saber ser, a la capacidad para determinar un posicionamiento existencial. Ya que cuando se trata de una elección el pensamiento entero es convocado. De ahí el interés de arriesgarse a articular una elección, concebida ésta como acto inaugural del pensamiento. Luego hay que justificar la proposición inicial movilizando los conocimientos adquiridos, elaborando los argumentos y los razonamientos posibles, intentando responder, en un segundo momento, a las preguntas y objeciones. Quizás a costa de revisar el juicio inicial, decisión fundamental, puesto que así se manifiesta una cierta libertad de pensamiento y una relación honesta y valiente con respecto a los otros, así como lo que podríamos llamar una búsqueda de la verdad.

Último punto importante acerca del juicio: corresponde a una realidad existencial en la medida en que los conocimientos son generalmente los que nos permiten efectuar una elección, día tras día. Esta práctica permite pues hacer de la propia realidad algo cercano a la enseñanza, ya que no se refiere sólo a la clase, a las buenas y malas notas y a la sucesión previsible de cursos, sino a lo que constituye la relación entre un sujeto y el mundo que le rodea, el mundo en que vive. Se trata por tanto de trabajar con tenacidad la tendencia esquizofrénica de la doble vida, doble lenguaje, entre la escuela y la calle, entre los libros y la casa, entre el aula y el patio de recreo, fisura que debilita enormemente -o directamente estropea del todo- el trabajo del maestro y el proceso educativo, en el que se supone que participa el niño. En el curso del ejercicio filosófico que proponemos, al estudiante se le pedirá tomar decisiones para responder a las preguntas, analizar sus propias decisiones y los de sus compañeros, justificar su elección, determinar el grado de validez de los argumentos utilizados, e incluso a hacer juicios acerca de los comportamientos que presiden los discursos, las reacciones y las respuestas de cada uno. Muchas decisiones, cruciales, que deben ser construidas y examinadas lentamente, y que son apéndices del funcionamiento cotidiano, sino que constituyen su sustancia y su crisol. Y cuando se trate de reflexionar, debatir y trabajar más directamente la materia específicamente escolar, la apropiación de esa materia se verá facilitada al verse el alumno invitado a hacerla operativa, a tomar posición en relación con ella, práctica que impide una especie de exterioridad formal al trabajo de la clase. Nadie puede, por tanto, limitarse a una posición exterior, puesto que la regla del juego presenta como requisito previo situarse en relación con la materia estudiada. La vida es devuelta a la materia, la materia es devuelta a la vida.

 

7. Preguntar, argumentar, profundizar

 

Si hay un principio fundamental que en nuestra caso queremos inculcar es el reflejo del cuestionamiento, cuestionar al otro, cuestionarse a uno mismo, cuestionar todo lo que es enunciado. Y hay un acceso privilegiado al cuestionamiento: el «¿por qué?», elemento dinámico y detonante, fundador del pensamiento y el discurso, que proporcionará al pensamiento y al discurso su sustancia, pidiéndoles un fundamento y una profundidad. El «¿por qué? «, al que un «porque» hace eco, se corresponde con diversos tipos de pregunta: «¿Qué es lo que te hace decir eso? «, «¿Con qué derecho dices eso?», «¿Cómo se puede explicar que así sea? «, «¿Para qué dices eso? «, «¿Qué significa lo que dices?», «¿Qué implica lo que dices?”. Se cuestiona a la vez el sentido de las palabras, la razón de ser de su objeto, la legitimidad de su autor, etc. Este proceso multifacético provocado por un potente adverbio interrogativo invita al discurso a salir de su plana e inmediata evidencia, para desentrañar en él sus misterios, para arrojar luz sobre su génesis, para entrever implicaciones y consecuencias. «Palabra mágica» les diremos a los más jóvenes, para sugerirles la fuerza y las innumerables posibilidades de cuestionamiento contenida en el «¿por qué?» «. Si hay un término que ayuda a mostrar el poder de las palabras, es este que, lanzado al interlocutor, le deja a menudo inquietado, cuando en realidad el autor del discurso sólo tendría que dar cuenta de sus propias palabras.

Los estudiantes captan bien el alcance del «¿por qué?», vemos que una vez iniciados a su uso, cuando tienen que plantear una pregunta, se apresuran a utilizarlo sin parar, a diestro y siniestro, como una solución fácil:»¿por qué dices eso? «. Porque si los «¿Cuánto?», «¿Cuándo?», «¿Cómo?», «¿Dónde?», «¿A quién?», «¿Cuál?», «¿Qué?» o «¿Es esto x?» requieren para utilizarlos de la comprensión de las circunstancias específicas y la elaboración de una frase apropiada, el «¿Por qué?» siempre se puede colocar de manera sencilla, sin gran esfuerzo de imaginación. Hasta el punto de que a veces será útil suspender temporalmente su uso, en el caso de abuso sistemático que impida el progreso del trabajo. Porque si esta pregunta resulta fácil de plantear, es sin embargo la más difícil de responder; y el que pregunta debe también realizar un verdadero trabajo, uno que permita hacer emerger nuevas ideas, planteando problemas específicos al interlocutor, y no usando un «truco» que puede usarse para todo.

El cuestionamiento impone pues al estudiante la justificación de su propuesta, proporcionar argumentos, pruebas, razonamientos, proposiciones nuevas que sostengan a las iniciales y profundicen su tenor. Desde esta perspectiva, habrá que señalar la invalidez de un cierto número de argumentos clásicos que, si no son usados abiertamente, sin embargo actúan como ley, especialmente en la clase: el argumento de autoridad, por ejemplo. Ya que en el ejercicio filosófico, no es cuestión de referirse al maestro, a los padres o a cualquier libro para determinar el valor de una idea. Nada más lejos de nuestra intención que invalidar de oficio esas fuentes «primarias» del conocimiento, de hecho es difícil y vano pretender abstenerse de ellas, pero van a encontrar su lugar sólo en el marco de una construcción intelectual, es decir en la disposición de las proposiciones que haga el alumno. En ese sentido éste se convierte en el autor de su propio discurso, aún cuando una cierta influencia deje su huella de manera evidente.

Platón llama a ese proceso en el cual se compromete cada participante a través del cuestionamiento, el principio anagógico. Se trata de reconstruir un pensamiento particular en dirección a su origen, a fin de verificar su tenor, ya que es en ese origen donde se encuentra el verdadero sentido de una idea y no en su aparente evidencia. Además, el proceso de ascenso en el ser de la idea, devuelve al pensamiento su vigor, lo que permite pasar de la fase de la opinión pública a la idea. De hecho, la distinción entre la opinión y la idea se reduce al trabajo que la genera y la rodea. Una misma proposición puede considerarse por tanto una opinión o una idea, según el modo de lectura o de análisis utilizados, dependiendo del grado de intensidad de la interpretación. Finalmente, esta investigación sobre la causalidad de una idea ofrece también con el tiempo una serie de ideas anexas, correlatos de la idea inicial, que arrojan luz sobre ésta. Ciertas contradicciones o incoherencias que emergen se prestan al estudio y la crítica. Esta confrontación entre las diferentes perspectivas se convierte así, a través de un esfuerzo de coherencia que se puede asemejar a una búsqueda de la verdad, en la ocasión para identificar y volver a trabajar diversos postulados que hasta ahora habían permanecido inconscientes en la mente de su autor. Enfrentado a una multiplicidad de proposiciones, el intelecto debe descubrir la unidad fundadora y causal, o al menos entender las contradicciones entre ellas.

De este modo, el trabajo que consiste al principio en proporcionar argumentos para responder a las preguntas y como justificación de la palabra inicial, se transforma rápidamente en un trabajo de profundización. La argumentación puede prácticamente reducirse a un mero pretexto, el de una exploración o examen más detallado. Esto nos autoriza a evaluar la legitimidad de una idea no por algún canon establecido a priori, o por la pertenencia a un texto oficial, sino gracias a la relación que una idea específica mantiene con su entorno intelectual. Pero para realizar un proyecto así, es necesario aprender a hacer preguntas, ejercicio que constituye un arte en sí mismo. Porque si algunas de las preguntas, percutientes, facilitan el trabajo y dan lugar a una profundización, otras, al contrario, se dan contra un muro o no invitan en absoluto a la producción de conceptos.

El trabajo de cuestionamiento oscila entre dos escollos. Por un lado, la pregunta que parece un curso, difícil de entender, con un largo preámbulo, que a menudo ya contiene las respuestas esperadas: esas que dejan al interlocutor a cuadros, sea por incomprensión sea porque siente claramente que no esperamos de él otra cosa que la aquiescencia. Por otro lado, la pregunta vaga que no pide nada específico: las de «dime más» o «¿puedes desarrollarlo mejor?» poco inspiradoras, no invitan a nada. Sobre este aspecto del trabajo, más incluso que en otros aspectos, el profesor va a aprender de los alumnos, es decir de la multiplicidad, porque es difícil predecir qué tipo de pregunta será más operativa en un caso particular: sólo gracias a la experiencia, «en el tajo», se va a mejorar esta práctica. Porque si es más fácil que el maestro pueda entrever un punto ciego o una contradicción en una palabra dada, no va a ser tan fácil encontrar las palabras que den en la diana, haciendo tomar conciencia a su interlocutor del problema interno que incuba su discurso. Por ello toda la clase está invitada a volcarse sobre las proposiciones de un «autor», y a tomar conciencia de que el verdadero trabajo no consiste en dar «su» respuesta sino de forjar las preguntas adecuadas. Especialmente porque una verdadera pregunta exige retirar las ideas propias, lo que implica un trabajo doble: tomar conciencia de las ideas que le habitan a uno y conseguir acallar los propios conceptos y convicciones, ponerlas de lado para dirigirse a alguien con el fin de saber lo que piensa, sin intentar comunicarle el «pensamiento correcto» o inferir un contenido. Es la crítica interna, como dice Hegel, crítica que cuestiona desde dentro una tesis, a diferenciar de la crítica externa que consiste en dar argumentos y conceptos para objetar. Preguntar, es ayudar a dar a luz, lo que significa que las ideas deben emerger en la persona que es interrogada y no ser ofrecidas ya hechas por el que interroga. Preguntar es crear un espacio para respirar y no taponar un agujero.

 

8. La singularidad del discurso

 

La singularidad del discurso presupone un tipo de originalidad que constituye su especificidad. Sin embargo, difícilmente podría decirse que todo lo que oímos en un diálogo en clase tiene ese carácter de original. Así es que, sin excluir el lado a veces inesperado de ciertas respuestas cuando menos sorprendentes, propongamos la hipótesis de que la forma primera de la singularidad es más bien la del compromiso. Comprometerse con una idea, tomar opciones sobre una idea, es hacerla única, o personal, por un fenómeno de apropiación. Por tanto, de manera regular en el transcurso del ejercicio, el alumno tendrá que tomar partido, ya sea en la producción de una idea o en relación con las ideas de los demás. No sólo sobre el hecho de estar de acuerdo o no, sino también sobre la naturaleza misma del discurso, su coherencia, su lógica o su precisión, la del suyo o la de otro. Determinación que, como hemos visto, deberá en la medida de lo posible ser explicada, argumentada, justificada, etc.

La idea de determinar la propia posición en relación a una cuestión dada, sea cual sea el grado de abstracción, implica un acto de reflexión, una toma de conciencia, que exige un esfuerzo a los alumnos, a algunos más que a otros. Porque se hace necesario plantearse conscientemente la cuestión de la elección personal, algo que, sobre todo, en las clases de los más pequeños no hay que dar por adquirido. Para que este acto se efectúe primero hay que tener cuidado con una primera trampa: el acto reflejo de la repetición, muy corriente en esa edad. Decir lo mismo que ha dicho otro, sea alumno o maestro, es la tentación y la solución fácil, el reflejo fusional tan común en los niños. Fusión con el grupo, porque eso alivia el miedo, porque unos se siente menos solo o porque hay que hacer lo mismo que los otros. Fusión con el maestro, porque es un adulto, porque es el que sabe, porque debe tener razón. Más tarde, esto se convertirá en un temor al error que, como dirá Hegel, es el «primer error».

Por esta razón, en el transcurso de nuestro ejercicio, es crucial que el enseñante no manifieste ni acuerdo ni desacuerdo, al menos sobre el contenido, incluso sobre la forma, lo que no impedirá que pueda volver sobre un problema señalado en algún momento que le parezca que él mismo debe abordar. En cuanto a la relación entre iguales, con el fin de asegurar que no hay repeticiones mecánicas, una de las reglas del juego consiste en prohibir volver a decir lo que ya se ha dicho por otro o por uno mismo, a riesgo de ser simbólicamente penalizado o eliminado temporalmente.

Observamos que a veces ciertos alumnos proponen diferentes formulaciones de una misma respuesta para retomar una idea antes expresada, queriendo a la vez no ser sancionados por la regla que prohíbe la repetición, lo que en sí es un mecanismo interesante. Ya que todos habrán de preguntarse si esta «nueva» respuesta es idéntica o no a la precedente, o si en ella hay alguna novedad conceptual. El animador de la sesión podrá en todo momento preguntar a la clase: «¿Esto ha sido ya dicho antes? ». Y para que la proposición pueda ser rechazada, un alumno al menos habrá de reconocer que se trata de una respuesta idéntica a la de algún participante: deberá explicar en qué se parecen las dos respuestas y preferentemente tendrá que nombrar el autor de la respuesta inicial. En caso de duda o disensión, el animador podrá proponer un debate y provocar un voto sobre la cuestión, voto a través del cual cada uno decidirá sobre el litigio.

No repetir. Asegurar que una respuesta responde a la pregunta. Determinar si la pregunta es una pregunta, si está planteada sobre el objeto al que se supone que cuestiona. Detectar incoherencias en una propuesta. Son algunas reglas entre otras, exigencias diversas que invitan a cada participante a arbitrar el diálogo haciendo uso de su juicio. Un funcionamiento así presenta la ventaja siguiente: obliga a cada persona a escuchar y a acordarse de lo que dicen los otros, puesto que en todo momento el alumno puede ser interpelado con el fin de evaluar la legitimidad de lo que ha dicho. Todo análisis, toda lectura particular y personal de las ideas expuestas podrá producir una inflexión en el diálogo en un sentido u otro, puesto que los discursos se elaboran en reciprocidad y no son impermeables los unos con respecto a los otros: se validan o se invalidan mutuamente, se profundizan o se problematizan entre sí. Esto nos conduce a otro aspecto de la singularización: el principio de responsabilidad subyacente al ejercicio.

Ciertamente, cualquier diálogo requiere de un cierto sentido de la responsabilidad, aunque sólo sea con respecto a las ideas que uno presenta. Pero en la medida en que se prohíbe saltar de un tema a otro, para impedir el paso de una idea a otra a capricho, sin establecer relación alguna, y por el hecho de que todo el grupo se mantiene sobre la misma idea antes de pasar a otra, cada uno se hace implícitamente responsable de las ideas de los otros. Sea cuestionándola, a fin de hacerle decir lo que todavía no ha dicho, haciendo sobre ella juicios de forma, o provocando problemas de fondo, una gran responsabilidad recae sobre nosotros y con respecto al autor de la idea y la clase entera. El hecho de ocuparse de forma prioritaria de las ideas de un compañero ofrece paradójicamente un grado aumentado de singularización, a través de la asunción de responsabilidad. Distanciarse de sí mismo significa, en efecto, hacerse responsable, escuchar como nunca a los demás, y asegurar que les respondemos. Sin embargo, vemos una fisura en el seno de esta responsabilidad: la tensión entre uno mismo y el otro, entre lo singular y lo colectivo.

Otro aspecto crucial del carácter singular de la idea: la justificación o explicación. Puesto que si una idea dada puede tener un sentido común y obvio, es decir una significación aparentemente objetiva, también puede encontrar en la mente y las palabras de su intérprete un contenido muy particular. Por muy incongruente que ésta sea, no es cuestión de apartarla de un manotazo. Sobre todo cuando ciertas proposiciones aparentemente absurdas o con giros extraños, tomarán realmente cuerpo inopinadamente después de alguna explicación o modificación. Algunas palabras específicas conocerán igualmente esta deriva, utilizadas con extrañas acepciones, a veces instaladas directamente en el contrasentido en relación a su definición clásica. En todos estos casos diversos, sea paralogismo, incomprensión o inadecuación, el papel del profesor no será el de «rectificar» una palabra que no le pertenece, sino de confiar en el autor y en el grupo, llamando la atención de todos y solicitando su opinión sobre un punto particular u otro, evitando, claro, hacer una proyección de un «buen» pensamiento teledirigido. Confiará en el grupo, y notará que un buen número de «errores de tiro» se rectificarán por sí mismos; procedimiento más gratificante, pedagógico y coherente que si corrigiera él, aunque es claramente más lento.

Por otra parte, ninguna persona podrá, sin recabar acuerdo, modificar en lo más mínimo la proposición de otro participante. Porque cualquier proposición o idea que figura en la pizarra está firmada, lo que singulariza de oficio el pensamiento. El impersonal «se» no tiene aquí carta de naturaleza. Toda sugerencia de modificación o de explicación por un compañero deberá pues ser aceptada por el autor para poder terminar escrita en la pizarra. Pero el grupo puede sancionar globalmente a través de un voto mayoritario una proposición que le parece inadecuada: por ejemplo una proposición que se sale del tema, contradictoria o confusa. Es por cierto el único papel del grupo en tanto que grupo: hacer de jurado, para aprobar o sancionar una hipótesis o un análisis, puesto que el animador del diálogo no tiene ese derecho. Es de todos modos útil especificar que esta función de arbitraje es de orden puramente pragmático, explicando que el grupo puede equivocarse, en la medida en que es posible que una persona en solitario pueda tener razón contra todos. Pero digamos que en clase, en general, el grupo resulta, en sus juicios, relativamente pertinente, en todo caso de manera suficiente para permitir que se haga uso de él como referente, aunque solo sea por razones prácticas. Quedemos, sin embargo, abiertos a los giros significativos que puedan darse en las situaciones, y para ello es aconsejable no borrar las proposiciones rechazadas, y dejarlas a la vista aunque las tachemos.

 

9. El vínculo sustancial

 

Retomamos esta expresión de Leibniz que especifica para nosotros de manera precisa lo que distingue el diálogo «ordinario» del diálogo «filosófico». Para este autor, la realidad o substancia de las cosas no reside tanto en su ser distinto sino en su relación con lo que no son. Lo que distingue una entidad apela más bien a una definición, relativamente estática, de un objeto fijo y aislado, mientras que entender una entidad en su relación con un uno o varios otros invita a la problematización, postura intelectual más viva y dinámica. No porque la definición esté excluida, sino porque se ve subordinada a un conjunto de situaciones cuyo carácter cambiante modifica y trabaja el sentido que ya no puede ser definido a priori. El trabajo del pensamiento consiste entonces en experimentar la resistencia de una idea o de un concepto, frotándolos con aquello que le parece en primera instancia extraño, revelando así los límites constitutivos de su ser. Para ser coherente con nosotros mismos, propongamos el principio de que la relación entre diálogo «ordinario» y diálogo «filosófico» consiste precisamente en la explicitación de la relación, relación constitutiva y determinante, ya que la explicitación de la relación modifica aclarando, y por tanto modificando los elementos mismos de la relación.

Para ser más concreto y visible, tomemos el primer grado de esa relación, tal y como la integramos en nuestra práctica: la reformulación, utilizada como útil de verificación de la escucha.

¿Cómo podríamos pretender llevar adelante un diálogo y a fortiori un diálogo filosófico, si los interlocutores no se escuchan? Sobre todo cuando una de las características del intercambio filosófico podría consistir en la contigüidad y el acercamiento entre los argumentos para hacer emerger los elementos esenciales de la arquitectura. «¡Quítate la camisa, y tengamos un cuerpo a cuerpo!» ordena Platón. No un cuerpo a cuerpo destinado a saber quién gana, sino con el fin de poner a prueba las ideas y las relaciones que sostienen en sí mismas y entre ellas. No es nunca la presencia de las palabras o su existencia lo que podemos cuestionar sino únicamente su utilización o su función, es decir el vínculo ocasional que tienen con otras palabras y la finalidad a la cual están teóricamente sujetos.

La reformulación, que remite a la aprobación de las partes presentes en cuanto al objeto de su discusión o a la naturaleza de sus diferencias, condición de un diálogo real, parece representar la primera etapa del «vínculo» que intentamos establecer como principio. Vínculo a la vez intelectual, como acabamos de definirlo, pero también psicológico: instaurar un mínimo de empatía con el interlocutor. En efecto, reformular pausadamente, solicitando el acuerdo del compañero sobre el resumen de sus proposiciones, exige no interpretar de manera reduccionista, impide la caricatura y obliga sobre todo a distinguir la comprensión de argumentos oídos y los diferentes matices, rectificaciones u objeciones que surgen y que nos disponemos a proponer como reacción a lo que ha sido oído.

En cuanto a aquel que oye su palabra reformulada ha de hacer la difícil experiencia de restringirse a lo que su interlocutor a entendido, difícil porque escuchar nuestras propias ideas o palabras de boca de otro puede ser doloroso. Aunque solo sea porque nos obliga a repensar nuestro discurso, de manera distante, con toda la dimensión crítica que este desdoblamiento supone. A menudo sentiremos una cierta irritación hacia ese que nos hace de espejo, que aviva de ese modo nuestra ansiedad. Por otro lado, nuestro interlocutor no es una grabadora: traduce con las palabras que le son propias, resume como puede. Nos hace falta por tanto distinguir lo esencial de lo accesorio, hacer el duelo de la “amplitud” de nuestro pensamiento y de todo lo que querríamos decir o añadir, para ser capaces de admitir que sus palabras ajenas, son sin embargo las nuestras. Un juicio como ese, que debe evaluar la adecuación entre dos formulaciones, es algo delicado: sin una cierta libertad de pensamiento, acompañada de rigor, se hace imposible. Si aceptamos jugar el juego, la reformulación permitirá entrever mejor lo que contienen nuestras ideas, de ver en ellas sus debilidades y sus límites. El vínculo substancial, ya lo estamos viendo, es también la unidad del discurso, unidad trascendente, no necesariamente expresada, que contiene de manera condensada el contenido, resumen o intención de nuestro pensamiento, proposición reducida cuya forma y fondo a menudo se nos escapan. Una vez formulada, esta unidad subyacente puede darnos una sorpresa o un disgusto. Es el principio unificador o generador de nuestros ejemplos, causa antecedente del famoso “es como cuando…” tan popular en los niños, y los adultos. El establecimiento explícito de este vínculo requiere hacerse con palabras-clave, o conceptos, términos escogidos que hacen operatorio el discurso extrayendo la intimidad del sentido. Para conseguir eso se hace necesario trabajar el arte de la brevedad en la elocuencia. De ese modo podremos pedir a uno de los oradores que articule una proposición simple, una única frase que le parezca capturar lo esencial de lo que intenta dar a entender a través de una multiplicidad de frases cuya maraña a menudo tiene como función oscurecer el sentido más que hacerlo manifiesto. Será esta frase la que escribiremos en la pizarra, para servir de testimonio exclusivo de un pensamiento dado. Empero no debe extrañarnos si un alumno no consigue superar ese reto, y que necesite la ayuda de sus compañeros para hacer la tarea. A veces será necesario transformar algunos aspectos cruciales de la palabra inicial para lograrlo: a partir del momento en que nuestro discurso se hace explícito, nos vemos a menudo obligados a modificar sus términos. El vínculo substancial es pues la unidad de un discurso, pero es también la unidad de dos o más discursos: la condición de posibilidad del diálogo. Naturalmente, en la medida en que las palabras provienen de orígenes diferentes, podemos esperar que comporten una dimensión contradictoria o conflictual. Contrariamente a la palabra única que obliga a una coherencia. La multiplicidad de autores no obliga a ningún consenso. En cualquier caso la exigencia de la discusión implica de todos modos una unidad: la del objeto. Se trata pues en primer lugar de identificar, a pesar de la variedad de formas de expresión, los ángulos de ataque de la palabra o de la diversidad de perspectivas, alguna comunidad de sentido sin la cual nos sumergimos en el absurdo, el solipsismo y el diálogo de sordos. Al mismo tiempo que esta comunidad de objeto, y gracias a ella, descubriremos las diferencias conceptuales, acompañadas de visiones del mundo que las sobreentienden, diferencias que nos permitirán estimar y pronunciar los retos de la discusión. “Dialéctica de lo mismo y lo otro”, propone Platón: ¿De qué modo el objeto del diálogo es lo mismo y otro? La frase simple, proposición única que nos parece siempre tan necesaria tomará de manera natural la forma de una problemática. Proposición que plantea un problema bajo la forma de una pregunta, una contradicción o una paradoja. Nos encontramos nuevamente con la demanda de brevedad. A menudo, con el fin de situar en perspectiva dos proposiciones, tenemos que descubrir una o dos antinomias cuyos términos no han sido expresados, de manera consciente, en las proposiciones iniciales. Así como hemos tenido que profundizar en un discurso único para captar el sentido y la intención, produciendo nuevos conceptos y una proposición simple, hay que efectuar un cierto trabajo de profundización para capturar y mostrar de manera visible lo que opone dos discursos. A menudo descubriremos con sorpresa que términos considerados contradictorios no lo son, y que parafrasean con toda alegría, arguyendo sólo sobre alguna cuestión semántica u otra sutileza poco sustancial mientras que los que pretendían “ir en el mismo sentido” presentan una ilusión fusional desprovista de toda justificación

 

10. Pensar el pensamiento

 

En la Crítica de la razón pura, Kant distingue dos tipos de conceptos: los conceptos empíricos, sacados de la experiencia, y los conceptos puros, productos derivados de la razón. De modo que el concepto “hombre” proviene en buena parte de la experiencia, pero el de “contradicción” es engendrado por la razón. Porque si puedo percibir por los órganos sensoriales a los hombres concretos, no puedo percibir las contradicciones mediante esos mismos órganos, ese concepto nos remite únicamente a un problema inteligible y no sensible, por tanto a un trabajo de análisis y síntesis. Nos parece que el trabajo filosófico debe tender a la producción de conceptos, cierto que empíricos, pero también puros conceptos de razón. Proceso de abstracción que ya hemos abordado. Pero queremos regresar sobre la producción de conceptos puros a través de los cuales se forja un pensamiento consciente de sí mismo y de su funcionamiento. Un pensamiento que puede, y debe, de vez en cuando abstraerse de sí mismo para entrar en proceso de meta reflexión. El aspecto más evidente de ese proceso se da muy pronto en el plano intuitivo, en lo que llamamos intuición lógica. Puesto que si la infancia se caracteriza por una visión mágica del mundo, un mundo en el que todo puede pasar sin que nada sorprenda, poco a poco la mente se inicia al “orden de las cosas”. Por un proceso asociativo, preludio de la andadura de la razón, objetos, seres y fenómenos se verán conectados. Diferentes vínculos se verán establecidos, que lentamente irán estructurando el espacio, el tiempo, la causalidad, la lógica, el lenguaje, la existencia, con todo el peso y la rigidez que cierta visión solidificada del mundo implica, ciertamente, pero que se revelan también como la condición necesaria del advenimiento de la razón. Razonar consiste en conocer o reconocer la realidad de las cosas, comprenderla y por tanto prever, puesto que si nada es previsible, si nada es reconocible, nuestra razón se hace caduca. Lo que explica nuestro estupor cuando un acontecimiento supera los límites de nuestra razón y sus expectativas. La transformación de la que hablamos es la de una mente para la cual todo es posible, que poco a poco distingue lo posible y lo imposible, así como lo composible: lo que es posible en relación con una condición dada, fundamento mismo del pensamiento lógico: “si esto, entonces eso”, o bien “si de un lado esto, por otro lado eso”, base del muy clásico silogismo. El ejercicio filosófico, por medio del diálogo u otro medio, consiste pues en invitar a que la razón efectúe un doble trabajo sobre sí misma. Por un lado, ir “hasta el final” de sus interrogantes, de sus problemas, de sus análisis. Por otro lado, verse funcionar, detectar los mecanismos, a la vez aquellos que operan y producen pensamiento y aquellos que lo frenan, desvían o interrumpen el proceso de reflexión. Estos dos aspectos del trabajo se nutren mutuamente, puesto que la percepción de los límites permite captar la naturaleza precisa de un proceso, y la identificación de un proceso permite volver a trabajar o superar los límites. De este modo el trabajo de meta reflexión permite al pensamiento progresar. Ese es precisamente el problema que subrayan los enseñantes cuando nos dicen “No sé que responder a las preguntas de los alumnos” o bien “Entramos en bucle, no veo como hacer que el diálogo avance”: cómo hacer progresar el pensamiento. La solución no está en proveer de respuestas hechas, sobre las cuales los alumnos se precipitarán, ni en proponer simplemente una pista que “saque de apuros” al grupo sino de invitar a unos y otros a observar su propio funcionamiento, sus ideas, sus contradicciones, sus deslizamientos de sentido, etc., simplemente con la ayuda de algunas pequeñas reglas metodológicas que especifiquen el papel o la finalidad de cada momento de reflexión.

El primer aspecto de ese proceso consiste en ser consciente de la naturaleza de nuestra palabra, así como de nuestros actos y con ese fin, saber categorizar nuestro discurso, saber nombrar la forma o la finalidad de nuestra palabra. ¿Estamos planteando una pregunta, proponiendo una nueva idea, respondiendo a una objeción o proponiéndola, demostrando o probando una idea, argumentando o problematizando, dando un ejemplo o conceptualizando una ilustración, reportando hechos o interpretándolos? Se trata de salir del “Quiero decir una cosa… Eso me lleva a pensar en… Querría añadir…” o el simple compulsivo y recurrente “si pero…”. Tantos deseos expresados de “comentar”, “matizar”, “completar”, “reaccionar” o “precisar” que una vez comprobados no significan gran cosa, son vagos o quedan lejos de lo que dicen. El tipo de análisis que nos proponemos remite en primer lugar a la intención de la palabra, que se trata de identificar, ya que para su autor ésta es vivida exclusivamente como una “pulsión de la palabra” algo que nos viene a la mente y pide salir, lo más rápido posible, opiniones de origen principalmente asociativo, cuya naturaleza y función ignoramos. Ignorancia que explica un cierto número de dificultades de articulación, balbuceos, correcciones y contradicciones. Tomar conciencia de lo que se quiere decir significa también trabajar esa palabra en función de una finalidad ordenadora que permita estructurar mejor el pensamiento. Aunque en el momento de los primeros intentos, el hecho de categorizar o definir parece que hace que nuestra palabra sea más confusa aún. Hacer y verse hacer, como acción simultánea, puede ser experimentado inicialmente como un factor para un desdoblamiento que lastra la tarea, pero con cierta rapidez, en la medida en que se desarrolla la capacidad de estar a la vez “dentro” y “fuera”, ese proceso facilita el trabajo del pensamiento y de la expresión clarificando la comprensión. Decir las palabras, es pensar, nos dice Hegel, afirmando que sería ilusorio creer pensar sin forjar mediante conceptos este pensamiento. La intención, lo sentido, la impresión, la intuición, formas inadecuadas, engañosas del pensamiento, un pensamiento no consciente de sí mismo. Ciertamente este presupuesto, como todo presupuesto, tiene sus límites, pero también su utilidad. Saber lo que se dice es anunciar la propia intención, es definir la forma, es articular la relación con lo que ya ha sido dicho. No obstante, como en general en todo el ejercicio, no se trata de hacer una trabajo de vocabulario sobre los términos “hipótesis”, “objeción”, “abstracto”, “esencial” u otros, por mucho que en otro momento no lo excluyamos. No saber sino saber hacer; no conocer, sino utilizar. Nuestro interés es sobre todo que el alumno se entrene en pensar su pensamiento, es decir que intente especificar la naturaleza de su discurso. De algún modo poco importa las palabras que utilice, aquellas que le son más propias al principio, aproximativas y poco comunes, o las que adquirirá en el transcurso de la práctica, más precisas y convencionales. Lo importante es sobre todo despegarse de la inmediatez que le liga a su palabra, de abrir un intersticio, de instalar una respiración, para pasar de lo implícito a lo explícito, con el fin de que el sujeto se despegue de sí mismo y que el pensamiento se convierta en objeto para sí mismo. Nuestras opiniones son verdades, nos indica Pascal, a condición de escuchar lo que dicen, y la verdad de nuestras opiniones no está siempre ahí dónde creemos. Intentemos acercarnos a ella.

Filosofar en primaria

Filosofar en primaria

¿Qué papel desempeña la filosofía en la escuela primaria? Tanto desde un punto de vista favorable como crítico, la mayoría de las personas que oyen hablar de esta iniciativa se sorprenden muchísimo y se plantean la siguiente pregunta: ¿cómo se puede filosofar con niños de tres a once años? Máxime cuando los jóvenes de bachillerato (cuyos resultados en esta asignatura no son especialmente buenos) suelen tener problemas con esta extraña asignatura de reputación más que dudosa. Aunque también podemos plantearnos la pregunta de otra forma: ¿No es demasiado tarde para comenzar a filosofar cuando uno tiene diecisiete o dieciocho años? ¡Cuántos profesores de filosofía constatan una y otra vez su impotencia al intentar estimular sin demasiado éxito el espíritu crítico de sus alumnos! Porque aunque algunos alummos demuestran cierta facilidad intelectual para la reflexión filosófica (por causas generalmente relacionadas con un entorno familiar favorable a este tipo de actividad), esta circunstancia no suele darse con el resto de los alumnos, para quienes el uso del pensamiento crítico y el desarrollo de la palabra como instrumentos de reflexión constituyen prácticas extrañas e inusuales.

Y no es que la iniciación al pensamiento crítico tenga efectos milagrosos y resuelva de un golpe todos los problemas pedagó- gicos, pero si consideramos que esta necesidad realmente existe, ¿no podríamos evitar parcialmente la consideración de la disci- plina como algo artificial, tardío y extraño (la de un solo y único año que supuestamente constituye la culminación del bachillerato), acostumbrando progresivamente a los niños a este tipo de actividad mental en función de su desarrollo cognitivo y emocional? Evidentemente (y aquí es donde se encuentra la clave del asunto), deberíamos eliminar de la filosofía esos elementos espe- cialmente culturales y eruditos que forman su excipiente, y concebirla más bien como un instrumento para ponernos a prueba a nosotros mismos o como la constitución de una individualidad que se construye desde la más tierna infancia mediante el desarrollo del pensamiento. Es en este giro copernicano donde realmente se encuentra la verdadera dificultad, pues nos exigiría cambiar un buen número de conceptos educativos.

Como vemos, nos referimos a un filosofar que se define como una práctica pedagógica y no como una asignatura específica. En primer lugar, intentemos comprender en qué medida podría ser filosófica una discusión1 con niños. Porque la práctica filosófica a menudo se manifiesta gracias al diálogo, especialmente si se trata de confrontar diferentes perspectivas o trabajamos con alumnos pequeños, quienes aún no son capaces de trabajar con soltura por escrito. Algunos nos preguntarán si esto no es más que una propedéutica a la filosofía, una simple preparación al trabajo filosófico. Pero desde el punto de vista de la tradición socrática, ¿no es toda actividad filosófica en esencia una propedéutica, una preparación que nunca termina? ¿No consiste básicamente en un incesante proceso de interrogación? ¿No es toda idea particular una simple hipótesis, un momento efímero del proceso de reflexión?

Entonces ¿se filosofa menos cuando se esboza un filosofar que durante una teorización profunda y compleja?, ¿filosofa más un erudito que un niño de infantil? No es que no estemos segu- ros, es que la pregunta no tiene sentido. Si filosofar consiste en poner a prueba al individuo, deberíamos admitir que el despertar del espíritu crítico representa una transformación personal más importante que los análisis más brillantes de cualquier filósofo de moda. En este sentido, esta práctica debería comenzar cuanto antes, si no queremos que el niño conciba su vida intelectual como una actividad periférica, como algo exterior a su existencia, fenómeno por otra parte muy frecuente en la institución filosófica y en la educación en general.

Sin embargo, admitimos que al intentar iniciar una práctica filosófica con niños pequeños se corre el peligro de chocar con los límites de la propia filosofía. ¿No corremos el riesgo de enseñar simplemente el aprendizaje de la lengua o de practicar algún tipo de arte minimalista de la discusión? ¿No se encuen- tra el ingrediente filosófico diluido de tal forma que emplear ese término para definir este tipo de práctica pedagógica constituye en realidad una tomadura de pelo? Consideremos el problema desde otro ángulo: preguntémonos si el hecho de encontrarnos ante una situación límite (en la que se pone a prueba la idea de filosofar y su misma posibilidad) no nos coloca en la obligación de reconsiderar al máximo la definición de este tipo de actividad y articular de forma mínima —y por lo tanto, esencial— su unidad constitutiva y sus límites. O dicho de otro modo: ¿la aparición del filosofar no será por casualidad la sustancia misma de ese filosofar? A esta cuestión parece hacer referencia Sócrates, quien a todas horas (fenómeno incomprensible para bastantes estudiosos modernos) se ponía a filosofar con el primero que veía, incluyendo también a los supuestos enemigos de la filosofía, los eruditos sofistas, para desafiarnos y mostrarnos lo que puede lograrse. Esta banalización extrema de la filosofía se con- vierte quizás en el elemento revelador por excelencia: la dramatización de esa actividad misteriosa que —igual que el senti- miento amoroso— se les escapa a quienes intentan convertirla en su objeto.

Las tres dimensiones del filosofar

Como punto de partida vamos a establecer tres dimensiones de exigencia filosófica, que servirán para desarrollar la discusión filosófica y que la diferencian del trabajo sobre las capacidades orales y escritas que pueden desarrollar otros profesores2 de primaria. En concreto, nos referimos a las dimensiones intelectuales, existenciales y sociales que intentan transmitir las capacidades de pensar por uno mismo, ser uno mismo y ser dentro del grupo.

  Dimensión intelectual: pensar por uno mismo
  • Proponer conceptos e hipótesis.
  • Articular sus ideas, clarificarlas y estructurarlas.
  • Comprender las ideas de los otros y las suyas.
  • Reformular una idea o modificarla.
  • Trabajar la relación entre el ejemplo y la idea.
  • Formular preguntas y objeciones.
  • Iniciación a la lógica: relacionar los conceptos, la cohe- rencia de las ideas y su legitimidad.
  • Desarrollar el juicio.
  • Utilizar instrumentos conceptuales y crearlos: error, menti- ra, verdad, absurdo, identidad, contrarios, categorías,
  • Verificar que se ha comprendido una idea.
    Dimensión existencial: ser uno mismo
  • Singularizar el pensamiento y universalizarlo.
  • Expresar su identidad personal por medio de sus juicios y sus elecciones y asumirla.
  • Tomar conciencia de sí mismo, tanto de sus ideas como de su comportamiento.
  • Controlar sus reacciones.
  • Trabajar su manera de ser y su pensamiento.
  • Interrogarse, descubrir el error y la incoherencia en sí mismo y reconocerlo.
  • Ver sus propios límites, aceptarlos, verbalizarlos y trabajar sobre ellos.
  • Tomar distancia con uno mismo, con sus ideas y su forma de ser.
Dimensión social: ser y pensar con los otros
  • Escuchar al otro, darle su espacio, respetarlo y comprenderlo.
  • Interesarse por el pensamiento del otro: descentrarse por medio de la reformulación, las preguntas y el diálogo.
  • Asumir riesgos e integrarse en un grupo.
  • Comprender, aceptar y aplicar las reglas de funcionamiento.
  • Discutir las reglas de funcionamiento.
  • Responsabilizarse: modificación del estatus del alumno frente al estatus del maestro y el del grupo.
  • Pensar con los otros en lugar de competir: aprendizaje de la confrontación de ideas y la emulación.

Pensar por uno mismo

Una de las formas posibles de resumir la actividad que describimos en esta obra es el principio de pensar por uno mismo, una idea muy apreciada por la tradición filosófica y que Platón, Descartes o Kant consideraron como nuestra primera obligación (y la más importante). Puede que algunos esbocen una sonrisa irónica al insinuar nosotros que los niños de primaria o infantil puedan pensar por sí mismos. Trataremos más adelante este tipo de reticencias, por el momento basta con afirmar que si desarrollamos esta línea de pensamiento hasta sus últimas consecuencias llegaremos a la conclusión de que es corriente que los alumnos de bachillerato —y los de universidad— no tengan nada interesante que decir. Esto, por otra parte, tampoco es extraño, puesto que la ignorancia y el desinterés por uno mismo —y por los demás— abundan de manera más o menos consciente y explícita.

Pensar por sí mismo significa sobre todo comprender que el pensamiento y el conocimiento no caen del cielo completamente acabados, sino que son los individuos quienes los producen al detenerse sobre algunas ideas, expresarlas, examinarlas y reelaborarlas. El pensamiento es una práctica, no una revelación. De modo que si acostumbramos a los niños desde pequeños a creer que el pensamiento y el conocimiento consisten fundamental- mente en el aprendizaje y la repetición de las ideas de los adultos —ideas totalmente hechas—, es muy poco probable que algún día aprendan a pensar por sí mismos, salvo por casualidad. Si actuamos así estaremos propiciando en el niño una conducta heterónoma e impediremos el desarrollo de su autonomía. Pero aún nos queda una dificultad por resolver: ¿Cómo puede el profesor animar a los niños a que piensen por sí mismos?

En primer lugar, debemos convencernos de que, a pesar de todo, el pensamiento se define como un acto natural, como una capacidad que todo ser humano posee en diversos grados desde la más tierna infancia. Ahora bien, si queremos que esa capacidad natural se desarrolle, será necesario que los padres y los profesores realicen un trabajo considerable. Cualquier ejercicio en este sentido debería consistir, antes que nada, en solicitar al alumno que articule los pensamientos más o menos conscientes que revolotean por su mente. Esta articulación del pensamiento constituye el primer elemento de la práctica de pensar por uno mismo y es el más importante. Por un lado, porque la verbaliza- ción permite una mayor consciencia de las ideas y del pensamiento que las genera. Por otro lado, porque las dificultades que encuentra el sujeto mientras desarrolla sus ideas son las mismas dificultades con las que tropieza el pensamiento consigo mismo: imprecisiones, paralogismos, incoherencias, etc. No se trata simplemente de conseguir que el niño hable o se exprese, sino más bien de invitarle a que domine mejor su pensamiento y su palabra. Aunque la comprensión, el aprendizaje y la recapitulación de un tema también pueden favorecer la capacidad de aprender a pensar por uno mismo, el modelo tradicional de enseñanza induce un tipo de aprendizaje que propicia el psitacismo, el formalismo, la palabra desencarnada y sobre todo el doble lenguaje: se instaura una ruptura radical entre expresar lo que se piensa y mantener el discurso que la autoridad espera de nosotros. Ruptura de consecuencias catastróficas, no sólo en el ámbito intelectual, sino también en el plano social y existencial.

En resumen, la capacidad de pensar por uno mismo se com- pone de bastantes elementos. En primer lugar, pensar por uno mismo significa expresar lo que pensamos sobre algún tema (y eso implica que se nos está exigiendo que hablemos) y precisar nuestro pensamiento para que nos comprendan. En segundo lugar, pensar por uno mismo significa ser conscientes de lo que pensamos, toma de conciencia que nos remite parcialmente a las implicaciones y consecuencias de estos pensamientos, apenas un esbozo forzado de razonamiento. En tercer lugar, pensar por uno mismo significa trabajar sobre estos pensamientos y estas palabras para satisfacer las exigencias de claridad y coherencia. En cuarto lugar, significa enfrentarse al otro, ese otro que nos pregunta y nos contradice, y cuyo pensamiento y palabra debemos asumir para reformular el nuestro. Ninguna clase teórica puede reemplazar esta práctica, igual que ningún discurso sobre la natación podrá jamás sustituir el momento de zambullirse en el agua y ponerse a nadar.

Ser uno mismo

Para el sujeto existente y pensante que es el niño, asistir a la escuela es una actividad alienante, por muy chocante que esta afirmación le parezca a algunas personas. Una vez dicho esto, y para tranquilizar un poco a los padres y a los profesores, añadire- mos que toda actividad educativa es alienante en cierta medida, puesto que pretende despojar al niño de su estado de naturaleza e introducirlo en la comunidad humana. Por ello, debemos ser conscientes de las pretensiones paradójicas de la empresa educativa. Sobre todo si tenemos en cuenta que la educación francesa, de por sí bastante tradicional, es uno de los sistemas educativos occidentales que más insiste en esa dimensión alienante que implica todo proceso educativo, a pesar de algunos tímidos cam- bios que se observan en la educación primaria durante estas últi- mas décadas. Porque el problema consiste en saber si optamos por una visión naturalista de la educación o por una visión clásica. En la primera se concede libertad al niño para que exprese sus tendencias «naturales», mientras que la segunda descansa principalmente en la transmisión de un conjunto de valores, conocimientos o verdades. No existe una solución perfecta capaz de garantizar el éxito de esta empresa, aunque lo importante es que seamos conscientes de la tensión sobre la que se aplica toda acción educativa, único parapeto entre Escila y Caribdis.

Para ser más precisos, describiremos dos tipos de resistencia a la actividad filosófica en clase, tanto en primaria como en secundaria. En primer lugar, nos encontramos con el síndrome del buen alumno: ése que no se arriesga salvo que esté seguro de saber la respuesta correcta. Sabe que si el profesor le hace una pregunta es porque anteriormente le ha proporcionado el modo de encontrar la respuesta «correcta». Si a este tipo de alumno le preguntamos alguna cosa sin que pueda adivinar cuál es la res- puesta que esperamos de él, se sentirá confuso y permanecerá en silencio, evitando así darnos una respuesta «incorrecta», inadecuada o impropia. El alumno aplicado a menudo es un experto en adivinar las expectativas del adulto y es capaz de reproducirlas sin ningún problema, puesto que confía más en ese adulto que en sí mismo. Normalmente nos encontramos con unos alumnos que no crean problemas y que tienen un comportamiento muy grati- ficante para el profesor. En general es un alumno con un perfil muy escolar, que admira fuertemente el orden establecido, lo que le dificulta un poco ser creativo: apenas valora lo individual, especialmente si la autoridad está presente. En este sentido, no se permite ser él mismo, puesto que toda su identidad se fundamenta en la aprobación de la institución: no es capaz de afirmarse frente a la presión exterior.

Después tenemos al denominado mal alumno, esa imagen especular del buen alumno que, como toda imagen invertida, conserva lo esencial de aquello a lo que se opone. El primero es la versión astuta del segundo: igual de consciente que el segun- do de los mecanismos institucionales que se ponen en marcha en la escuela, pero mucho más cínico. No se trata de que no se sien- ta capaz de jugar al juego o de que no tenga ganas de hacerlo. Él sabe «jugar» a su manera, engañando con plena conciencia de ello: debe permanecer en clase y a pesar de que en ese momento preferiría encontrarse en otro lugar, sabe cómo ausentarse del aula aunque se encuentre físicamente presente. Conoce muy bien los límites que puede traspasar y cuando decide transgredirlos es consciente de lo que está haciendo. Sabe lo que debe hacer y por eso mismo no lo hace: no tiene ninguna confianza en el adulto o confía muy poco, pero sabe conseguir lo que quiere, por muy destructores que puedan ser a veces sus «deseos».

¿Por qué nos extendemos sobre estas «caricaturas» de los alumnos? Para mostrar en negativo lo que esperamos de esta dimensión del ejercicio filosófico: atreverse a emitir juicios sin que sepamos con certeza o seguridad si son la respuesta correc- ta; atreverse a confrontarse con los demás sin saber jamás quién tiene razón; aceptar que el otro —nuestro semejante— pueda tener algo que enseñarnos sin que ninguna institución le haya otorgado a priori ninguna autoridad al respecto. De este modo se difumina un poco la jerarquía entre el profesor y sus alumnos, y eso puede ser un problema para algunos alumnos, que ya no saben a quién tienen que obedecer, mientras que otros ya no saben a quién deben oponerse. No queda más que implicarse y comprometerse en el juego, no tener miedo a equivocarse, ser uno mismo y ser consciente de nuestras limitaciones, evitando tanto la complacencia de la glorificación de uno mismo como el desprecio personal.

Ser y pensar con los otros

Una buena parte del ejercicio de la discusión filosófica se refleja en la relación que tiene el niño con el mundo que habita, con eso que podríamos llamar el proceso de socialización. Podríamos incluso afirmar que este proceso específico no se dife- rencia en nada del ejercicio que nosotros describimos aquí, puesto que toda actividad escolar en grupo implica una dimensión de socialización. Por otro lado, podemos interrogarnos acerca de la relación entre esta socialización y la filosofía. Partimos de la idea de que la dramatización fortalece la relación con otras personas, elemento que ocupa un papel central en el funcionamiento de nuestro ejercicio y que nos permite crear una situación en la que esa relación puede ser también objeto de análisis. Explicaremos desde diversas perspectivas qué estamos queriendo decir. En primer lugar, las reglas que se establezcan exigen de cada participante que se distinga de los demás. En segundo lugar, las reglas entrañan conocer a los otros participantes: saber qué es lo que han dicho. En tercer lugar, las reglas invitan a participar en un diálogo e incluso en una confrontación con los otros. En cuarto lugar, las reglas implican que podemos cambiar al otro y que podemos ser cambiados por él. En quinto lugar, implican verbalizar estas relaciones, considerar como parte de la discusión aquello que habitualmente permanece en la oscuridad de lo no dicho o que, como máximo, se limita a la simple alternancia entre la reprimen- da y la recompensa. Convertir el problema o la dificultad en un objeto que pueda manipularse, en materia de reflexión: ésta es, sin duda, una de las características específicas de la actividad filosófica y que a veces se denomina problematización. Problematización que implica trabajar el pensamiento allí dónde se encuentre, considerarlo tal como es y trabajar a partir de esta realidad, más que desde una realidad teórica definida a priori.

Podríamos comparar nuestra actividad con la práctica del deporte en equipo, que representa un factor importante de socia- lización en los niños, puesto que les permite conocer a los otros, saber qué hacen, actuar sobre ellos y confrontarse con ellos. Este tipo de actividad se distingue de la actividad intelectual clásica, que generalmente se produce en soledad, incluso cuando uno se encuentra en un grupo. Tendencia intelectual individualista que la escuela promueve de forma natural, muchas veces sin que los profesores sean plenamente conscientes, y que suele exacerbarse con los años, ocasionando numerosos problemas y amplificando la vertiente competitiva del proceso «yo gano, tú pierdes».

Por el contrario, la práctica que nosotros describimos aquí promueve la dimensión de «pensar junto con los otros». Pretende introducir la idea de que pensamos, no contra el otro o para defendernos del otro (porque nos produce temor o porque com- petimos contra él), sino gracias al otro y a través del otro. Por una parte, porque la reflexión general evoluciona gracias a las contri- buciones de los alumnos a la discusión. El profesor deberá reca- pitular periódicamente las contribuciones más importantes que dan forma a la discusión. Por otra parte, porque discutiendo aprendemos a enriquecernos con las aportaciones de los demás, debatiendo con ellos, cambiando de opinión y colaborando para modificar las suyas en lugar de aferrarnos desesperadamente —o con rabia— a nuestro miedo y a nosotros mismos. Asimismo, el hecho de que las dificultades de asumir los proble- mas planteados por un compañero o por el profesor formen parte de la discusión ayuda a desdramatizar la crispación individual e invita al niño a razonar en lugar de a tener razón. Mencionamos de pasada que este tipo de temor, si no se trata adecuadamente, puede provocar dificultades mayores, cada vez más visibles con los años de escolaridad, por no hablar de las repercusiones en la edad adulta. Si desde los primeros años acostumbramos a los niños a pensar en común, aprenderán al mismo tiempo a asumir su pensamiento singular, a expresarlo, a ponerlo a prueba con el pensamiento de los demás, a enriquecerse con él y a conseguir que ellos se enriquezcan con el suyo. En consecuencia, la dimen- sión filosófica de este ejercicio consiste en que los niños tomen conciencia de sus procesos mentales individuales y colectivos, de los obstáculos epistemológicos que dificultan la reflexión y su expresión, y que sean capaces de verbalizar estos frenos y obstáculos, proponiéndolos también como posible tema de discusión. Un último argumento a favor de este proceso intensivo de socialización a través del pensamiento es que la desigualdad de oportunidades entre los niños aparece muy pronto, incluso durante la educación infantil, donde ya es visible cómo algunos niños carecen por completo del hábito de la discusión. Independientemente de la relativa facilidad o dificultad individual para discutir, el profesor constata que existen niños a los que no les sorprende demasiado que se quiera debatir con ellos, mientras que otros parecen no comprender en absoluto qué se espera de ellos cuan- do se les invita a hablar, comportamientos que con toda seguridad están influidos por el contexto familiar. Es así como la palabra, que debería ser fuente de integración y socialización, se convierte en un factor de segregación y exclusión.

 

Los conceptos espantapájaros

Los conceptos espantapájaros

Desde hace mucho, de manera más o menos explícita, hemos ido conduciendo consultas filosóficas, informales, relativamente estructuradas. Con el tiempo hemos formalizado esta práctica. Sin embargo, desde la decisión de “oficializarla”, tuvimos que descubrir que se da una cualidad específica en las consultas que se anuncian como tales, sin duda debido al tono teatral del contexto, a la marcada puesta en escena que incluye el gesto que representa el intercambio financiero y lo que eso supone. Lo aprenderíamos descubriendo, en una de nuestras primeras sesiones “oficiales”, un principio crucial que se reveló enseguida muy útil. Algunos años más tarde, denominamos ese principio: el “concepto espantapájaros”, “concepto fantasma” y también “agujero negro del pensamiento”.

 

Todo para ser feliz

 Una de esas primeras consultas formales fue la visita de un hombre que planteó la pregunta siguiente “Tengo todo para ser feliz, ¿Por qué no lo soy?”. Este hombre, de unos sesenta años, era médico y se describía, en efecto, como teniéndolo todo para ser feliz: “Una existencia sin demasiadas preocupaciones, una familia feliz, una vida profesional y social de éxito, viviendo con desahogo material y llevando incluso una actividad artística gratificante…” Sin embargo, no llegaba a encontrar la felicidad, llegaba incluso a sentirse de vez en cuando muy desgraciado. Esto no le impedía funcionar, ni siquiera le obsesionaba de manera enfermiza: cuando hablaba, tenía incluso un cierto desapego en la observación de esta contradicción relativa a su funcionamiento psíquico. Deseaba, de todos modos, comprender la naturaleza de este hecho, deseo que le perseguía de algún modo. Como le pregunté por aquello que en su existencia le hacía más feliz, me respondió que la música. Le pedí que precisara y me explicó que tocaba la flauta travesera, que hacía parte de un conjunto de música de cámara y que participaba de vez en cuando en algún concierto. Cuando tocaba la flauta, me confesó, le parecía encontrar en sí mismo una paz, desprovista de toda sombra, que no encontraba en nada más. Puesto que ahí se encontraba el secreto de la felicidad de este hombre, decidí profundizar en la naturaleza de aquello que le hacía tan feliz. “¿Qué es lo que le hace tan feliz cuando toca la flauta?” le pregunté. Su respuesta fue un poco sorprendente. “Lo que más me gusta, es el tecleo, el movimiento de los dedos sobre las teclas, y la sensación de fragilidad de la columna de aire en el corazón de la flauta que se hace palpable como un ser vivo”. Había notado desde el inicio de la conversación, el marcado empleo que hacía de diversas expresiones de tipo material u orgánico para expresarse o responder a mis preguntas, pero en este momento, me resultó más chocante. La descripción de la música como una actividad exclusivamente física, pues así describía el hecho de tocar aquel instrumento, resultaba un tanto sorprendente. Le pregunté que qué música tocaba, puesto que no hablaba de ello, contentándose con describir su relación con un objeto material erigido en ser viviente. “¿Qué le gusta tocar principalmente?”. Sin dudar, me respondió “Mozart”.

 

Entonces ¿Mozart se resume a un tecleo y a una columna de aire? Me miró de una manera extraña, casi incrédula ante una pregunta tan descabellada, y aceptó de todos modos responderla. “No, ¡Mozart, es mucho más que eso! Mozart….” No terminó la frase y se quedó pensativo. Le animé: “No ha terminado su frase, ¿Qué es Mozart?” Hizo como si saliera de una profunda ensoñación, esbozó un gesto con la mano para darse ánimo o sostener sus propias palabras, diciendo “Mozart, es…” Pero no terminó su frase, el gesto se interrumpió, su mano se paralizó en el aire, y la dejó caer pesadamente ya que las palabras no le venían. El color de su cara cambió, sus rasgos estaban un poco descompuestos, y su cuerpo se hundió lentamente en el asiento. Aquel hombre no era el mismo, había visto algo, algo cuya naturaleza exacta yo ignoraba, algo que podía solo presentir. Ciertamente no me había respondido, y evidentemente no podía responder en su lugar, podía vagamente imaginar de lo que se trataba. Pero él había percibido el “problema”, verdadero pozo sin fondo en su pensamiento: la ausencia de respuesta es a veces una respuesta tan consistente como una “verdadera” respuesta: la ausencia se debe a menudo a una presencia todavía más plena y más formidable que la presencia efectiva. Lo vacío dice a menudo más que lo lleno, tanto para las palabras como para las personas.

 

Tuve que replantear la pregunta, varias veces, sin obtener respuesta. Pero lo importante era que para ese hombre la toma de conciencia, estaba ahí, aunque no estuviera todavía preparado para nombrar el objeto o el fenómeno en cuestión. Replantee varias veces la pregunta en el transcurso de la conversación que siguió, de diferentes maneras: “¿Qué hay en Mozart, más allá del tecleo y la columna de aire?” A veces la esquivó completamente, habló de otra cosa, como si no hubiera escuchado, otras veces me miró y no respondió nada. Aquel hombre reposado que al principio de la entrevista respondía a todas mis preguntas sin demasiado problema, no estaba del todo allí. Más tarde, dada de la experiencia, tuve que aprender a alejarme de una pregunta demasiado cargada para luego poder volver, muy naturalmente, pero por otro lado. En este caso, quise demasiado una respuesta, de manera demasiado directa. Aunque visto en general, no constituía un problema: él había visto lo que ahora denomino en esos casos “su fantasma”, la realidad que le era problemática. Simplemente, con un abordaje sutil o preciso, habría podido llegar a nombrarla, lo que le habría sin duda permitido reconciliarse con ella. Aunque todavía hoy dudo de la posibilidad de ese resultado, ya que aquél hombre había tenido que hacer tanto para negar esa realidad que le era muy difícil convocarla de una manera tan directa.

 

Tentativa de explicación

 Hoy en día analizo la situación del siguiente modo: había sido formado como médico, lo vivo tenía que ser para él un concepto importante, incluso antes de sus estudios, como para decidir consagrar a ello su vida. Escuchándole, utilizaba muy naturalmente metáforas y explicaciones orgánicas, más incluso que lo que su formación pudiera explicar. Otras veces me he encontrado con médicos que aunque tenían esa tendencia no la manifestaban de una manera tan marcada. Por otro lado, vehiculaba una visión médica más bien organicista, es decir material, en la que la visión primera es la de los órganos, que funcionan o no funcionan, es decir una medicina de lo visible, clásicamente francesa, casi mecánica, en la que prima la materialidad y no el proceso o lo psicológico.

 

Seguimos un principio de Spinoza, muy útil en el trabajo de consulta filosófica, de que toda afirmación es una negación, que elegir algo es rehusar otra cosa, elegir un concepto o una explicación, es rehusar otro concepto o una explicación, por mucho que no les plazca a los adeptos contemporáneos del pensamiento inclusivo, al que habría que llamar pensamiento todopoderoso: el de los que piensan que todo está en todo, y también lo contrario. Ya que en su finitud, en su parcialidad y su imperfección, el hombre hace elecciones y aquello que no elige dice tanto o más de sí mismo que lo que escoge, siendo como es el abanico más amplio.

 

De modo que este médico, haciendo primar en su vida lo orgánico y lo material, intentaba aparcar en el olvido una realidad otra, que podríamos denominar según las circunstancias, las personas y las culturas: metafísica, espiritual, mental, divina u otra. Ya que los conceptos tienen en general varios contrarios u opuestos, que cuando los pronunciamos implican una elección que viene a clarificar el término inicial. De este modo si nuestro hombre hubiera optado “abiertamente” por esta “otra” realidad, calificándola o determinándola, nombrándola habríamos sabido de manera más precisa cual era esa realidad que rechazaba, pero también habríamos precisado la naturaleza de la realidad en la que se había afianzado, por imagen especular interpuesta. Pero no habiéndolo hecho no tenemos nada más que una noción aproximada aunque sustancial de lo que rehuía.

 

Ahora bien si volvemos a la pregunta inicial que el planteó “Tengo todo para ser feliz, ¿Por qué no lo soy?” ¿Qué podemos concluir? Intentemos una interpretación “salvaje” del asunto. Sobre el plano material, en los dos sentidos del término, financiero y práctico, tengo todo lo que me hace falta, estoy colmado, reconocido, no tengo nada que pedir. Sin embargo tengo necesidad de otra cosa, de algo “otro”, otra cosa que prefiero ignorar, cuya existencia no quiero conocer, un deseo que no sabría reconocer si no es bajo algún disfraz, tanto por lo que se refiere a su articulación como por lo que respecta a su satisfacción. Y esa cosa que denominaremos “inmaterial”, puesto que no la reconocemos más que por su negación y no por la afirmación de su identidad, constituye la necesidad más acuciante, véase la única necesidad, puesto que el resto está satisfecho. Y es que el deseo es necesario para vivir, sin él estamos muertos, la vida es deseo y satisfacción de deseo. He ahí pues un hombre, apremiado por la vida, negando su propia vida puesto que niega su propio deseo y procura ignorarlo. De algún modo lo satisface, aunque sea de manera disimulada, pretendiendo que es otra cosa que lo que es: esconde lo inmaterial bajo el manto de la materialidad, puesto que así describe o explica su actividad musical. Y estando el objeto del deseo velado, escondido, negado, la satisfacción no puede ser sino frustrada. De todos modos, anunciada y clarificada, resultaría también frustrada, pero al menos habría una reconciliación de él consigo mismo, mientras que ahí, esta reconciliación es imposible y el rechazo de si produce un dolor que a veces puede resultar lacerante y penoso. Esto es comprensible, puesto que una parte entera de sí mismo es negada, amputada, lo que, de paso, no es buena cosa para un espíritu organicista para el cual el ser debe estar completo, integrado y reparado para estar realmente vivo.

Tenemos así una forma de suicidio parcial o de autodestrucción. Pero para que haya reconciliación, haría falta identificar los presupuestos sobre los cuales ha estado fundada la existencia, el compromiso existencial – en este caso, primacía y exclusividad de lo orgánico y lo material- y admitir el lado incompleto de esta exclusividad. ¿Pero cómo abordar eso para un hombre de sesenta años, que toda su vida se ha esforzado en concentrarse en una sola vertiente de su ser? Habiendo conseguido colmar de manera satisfactoria y con brío, las necesidades múltiples y diversas de esa parte de sí mismo erigida en ídolo, ahora tendría que admitir que habría sido una forma reducida y rígida. No se trata solo de la puesta en cuestión de sí mismo, si no del reconocimiento social, la gloria que se ha procurado a lo largo de los años, su estatus, su personalidad, la mirada del prójimo, su existencia entera, que se ha organizado, cristalizado alrededor de una negación.

 

Curación o no

No obstante, hay una diferencia entre una andadura de naturaleza psicológica y una andadura de naturaleza filosófica, si nos permitimos generalizar así. En nuestra perspectiva, no existe ir a mejor, no hay nada que curar, no hay ni siquiera un atenuar el sufrimiento, no porque esa dimensión terapéutica o paliativa esté excluida, si no simplemente porque no es la finalidad. Que haya problema, que haya sufrimiento, véase incluso patología, no lo negamos y esos términos son utilizados para caracterizar lo que pasa, pero no he de “curar”, no soy “terapeuta”, aunque la práctica filosófica pueda tener una dimensión terapéutica, y que periódicamente los clientes nos anuncien que han encontrado en nuestra práctica un cierto bienestar o una atenuación de su sufrimiento moral. Es cierto que una persona viene a vernos, en general, porque un problema le atenaza, es cierto que algunos colegas se llaman a sí mismos terapeutas; ciertamente el consuelo o la búsqueda de la felicidad son términos familiares de la cultura filosófica; pero también es verdad que no es así como concebimos la práctica. En esto estaríamos de acuerdo con Spinoza: no porque busque la felicidad la voy a encontrar. Podría decirse lo mismo del problema: no porque busque la “solución” éste será resuelto. Las soluciones son a menudo como los taparrabos, refugios para protegerse del problema. Resolver a toda costa el problema es, por otro lado, una visión reductora, que remite a una fobia hacia los problemas. Desde nuestro punto de vista, la filosofía es un arte de lo otro, es el lugar de la alteridad, de lo inesperado y de lo impensable. Para filosofar, en cierto modo, no hay que saber lo que se busca. Se puede ciertamente resolver un problema –no hay razón a priori para excluir esta posibilidad- pero se lo puede también aceptar, ignorar, percibir su naturaleza risible, aprender a amarlo, comprender en él la dimensión constitutiva del ser, se puede sublimar o trascender, todas son maneras de tratar un problema, pero para ello, para encontrar el camino apropiado, hay que abandonar toda veleidad específica, que subordinaría la reflexión a una finalidad predeterminada y nos impediría ver lo que pasa. Porque la palabra maestra, si hay una, es para nosotros la conciencia: ver, percibir, distinguir; en nuestra perspectiva es ahí donde se da el anclaje, lo no-negociable, incluso cuando el sujeto nos confiesa a fin de cuentas, explícitamente o no, que no desea ver. Y es que se da cuenta de que hay algo ahí que prefiere no ver. Ha visto, ha perdido esa virginidad facticia cuya naturaleza ignoraba, y si desea reencontrar lo originario, si añora el jardín del Edén y desea retornar, lo hará con conocimiento de causa, incluso si consigue más o menos olvidarlo en segunda instancia. Por eso Sócrates nos invita a buscar lo que buscamos sin saber qué es lo que buscamos: no debemos decidir de antemano lo que buscamos, la naturaleza del objeto buscado está por determinar. Debemos trazar nuevas pistas a partir de indicios, y descubrir poco a poco el objeto de la búsqueda, sabiendo que ese objeto no es un ídolo sino un icono; no constituye la sustancia, no representa lo incondicionado, es únicamente reflejo y circunstancias. Y si el médico de la sesión comentada no nombra esa dimensión que le habita, pero que rehúsa habitar, no estamos ante nada extraordinario. Para Schiller, el hombre es preso de la tensión entre lo finito y lo infinito, se encuentra en el cruce de dos dimensiones antinómicas, fractura del ser. Hay en eso una especificidad humana. Los animales no están nada más que en lo finito, los dioses solo conocen lo infinito, nos explica Platón, ni los unos ni los otros tienen necesidad de filosofar. Este choque entre la finitud y lo infinito se halla en el corazón de la historia humana, historia singular e historia colectiva, en el corazón del drama humano, drama singular y drama colectivo, y no veo como se podría escapar y curarse de él, no más que lo que sabríamos escapar de ser mortales o de ser humanos, dos enfermedades constitutivas de nuestra existencia. De manera irónica, podríamos decir que sólo las podemos curar por su cumplimiento. Como también se podría hablar de que la curación del cáncer se da porque llega al final de su proceso. El hombre es su propia enfermedad, nos indica la filosofía ¿Qué se pretendería curar?

 

¿Qué va a hacer nuestro médico al salir del despacho del filósofo? ¿Va a escapar del cuestionamiento? ¿Va a esquivar la toma de conciencia? No sé y no es mi preocupación, así parezca cruel e inhumano. No me interesa nada, o bien me interesa en un plano puramente anecdótico, pero no es objeto de preocupación por mi parte. Ha venido, ha visto, no ha dicho, pero ha percibido, ha reconocido: ¿Qué más hacer? Le hemos invitado a nombrar al fantasma, ha preferido no invocarlo.

¿No estaba preparado? ¿No está hecho para ello? ¿No lo desea? No tengo que saberlo en su lugar, no tengo que decidir por él, querer por él. Ha venido al baile, le hemos invitado a bailar, ha querido hacer solo unos pasos y ha abandonado, ha podido ser por miedo, o bien porque ha decidido que el baile no era actividad para él. El presupuesto de la entrevista filosófica es el libre consentimiento: tenemos ahí un individuo autónomo, del que podremos pensar lo que queramos, pero lo importante es únicamente lo que piense de sí mismo, lo que piense por sí mismo, lo que piense a partir de sí mismo, aunque sea que a través de mis preguntas le esté invitando a pensar un poco más lejos, a pensar al lado, a pensar de otro modo. Le invité a ver, y habrá visto lo que haya podido, habrá visto lo que haya querido ver. Se habrá desencadenado un proceso que durará lo que dure. Ni más ni menos.

 

Verse y escucharse

Dicho lo dicho tengo que confesar que en nuestra práctica no somos neutros: tengo en efecto un anhelo que no es totalmente indeterminado, sin el cual no habría práctica digna de ese nombre o su naturaleza sería inconsciente. Por otro lado tenemos cierto recelo hacia aquellos que no saben cómo operan, aquellos que bajo pretexto de libertad y de creatividad pretenden que según los casos trabajan de forma diferente, como si para cada persona todo cambiara. Simplemente no osan confesar o identificar sus anclajes filosóficos, tanto desde el punto de vista del contenido como desde el punto de vista metodológico. Esa imprecisión artística no es más que un pretexto para las peores aberraciones, para la inconsistencia y el narcisismo. Siendo que para nosotros el concepto maestro es la conciencia, y preocupado por ello nos hemos dado cuenta de que había un problema práctico. En el ánimo de que el sujeto que consulta vea lo que pasa, nos hemos dado cuenta de que durante la sesión no podía verlo, porque estaba concentrado en las preguntas y en las respuestas que debía producir. No se veía a sí mismo respondiendo, como tampoco me veía preguntándole. Atrapado en el paso a paso, no tenía una perspectiva general que le permitiera ir más allá en la andadura, o sea ver mejor. Y con más motivo hacia el final de una hora de sesión, momento en el cual el sujeto anda en un estado de disonancia cognitiva, un poco patas arriba, por haber transitado lugares extraños, y le resulta casi imposible recordar lo que ha pasado. Sin embargo deseamos para él, que pueda conocerse a sí mismo y sacar provecho de su trabajo filosófico, además de que vea como hemos hecho el trabajo, para que comprenda que no hay ningún juego de manos, y con el fin de que reconozca algunas operaciones de base del pensamiento que podrá él mismo reutilizar. Así fue como propuse al principio grabar la sesión, y más adelante, resueltos ciertos problemas técnicos, propuse su grabación en video para que pudieran ver más adelante el intercambio. Pero para mi sorpresa –la ingenuidad no tiene límites- me di cuenta de que la mayoría no quería escuchar o ver esas grabaciones, aunque solían confesarlo entre confusas excusas. Las diversas veces que he obtenido alguna explicación a este fenómeno, además de las de “no he tenido tiempo” o “lo haré pronto”, han girado en torno a un sentimiento de ineptitud personal ligado al ejercicio. Y eso me ha sido confirmado por varios clientes que han encontrado el valor –y el tiempo- de verse o de escucharse, que me han confesado encontrarse “idiota” o “incapaz de responder a las preguntas”. Y al mismo tiempo aquellos que habían invitado a una persona cercana a compartir ese momento han relatado que éste último no tenía la misma percepción, si no que a menudo encontraba el ejercicio revelador e interesante para la persona concernida. Lo que confirma una hipótesis muy útil para el trabajo en grupo: los otros son más conscientes que nosotros mismos de nuestros propios límites; tienen menos que perder y acceden mejor a verlos, además suelen estar habituados a ellos. Los otros nos conocen mejor que nosotros mismos, este es otro postulado que me distingue de numerosos terapeutas. Pero más recientemente, hemos comenzado a invitar a la persona a venir a analizar juntos el video de su consulta, de modo a superar ese primer paso, impresionado, vergonzoso o temeroso, para intentar descubrir juntos el sentido que ha emergido.

 

Rechazo de si

Dos incidentes son ilustrativos de ese rechazo de si de manera muy clara. La primera concierne a un hombre de unos treinta años, que vino a plantear una cuestión muy práctica ¿Debo volver a realizar estudios? Al cabo de un cuarto de hora de intercambio, el problema de fondo, el problema detrás del problema –o por lo menos un problema detrás del problema- apareció claramente, como siempre en boca del sujeto: con sus propias palabras. De hecho, deseaba ser amado y la vuelta a los estudios era una estrategia concebida como herramienta de éxito personal y social que le permitiría por fin ser amado, o mejor amado, o más amado. Cuando esta persona escuchó sus propias palabras, después de un instante de vacilación en el que se quedó parado, se levantó brutalmente, furioso y declaró que quería irse, que “ya tenía bastante”, expresión por lo demás muy interesante, que expresa tanto el fastidio como la saturación o la satisfacción. Para alguien que oye estas palabras “quiero ser amado” sin ser parte implicada del drama interno de esta persona ¿Qué podrían tener de extraordinario? Querer ser amado, desear ser más amado o mejor amado, ¡Lo más normal del mundo! Pero para esta persona, esta declaración era un verdadero drama. ¿Porqué? ¿Cuál era su historia? Una vez más pareceremos inhumano o cruel, pero la narración de lo vivido no es nuestro asunto, el origen histórico no nos interesa: diríamos incluso que es a menudo engañosa, o por lo menos que oculta la realidad presente del sujeto. Este hombre no soportaba oírse decir que quería ser amado, ese lado sentimental o emocional de si mismo era impensable, insostenible. Y es precisamente el lugar de la resistencia lo que nos interesa: cómo este hombre es antes que nada un ser vivo, con deseos, fragilidades, temores, que el hecho de filosofar intenta tratar, resolver u ocultar, transformar o anonadar, meter el dedo en la llaga de la resistencia, obtener una reacción, hacer visible la vida detrás de la palabra, el espíritu detrás de la letra, el sujeto detrás del objeto. Al igual que el médico da un ligero golpe de martillo en la rodilla para examinar la reacción y la vivacidad, el cuestionamiento intenta buscar los puntos neurálgicos del pensamiento y del ser. Ahí donde se resiste está el ser, el ser como patología, el ser como modo de ser, el ser como dinámica, el ser como razón de ser, el ser como ausencia de ser. Para este hombre, no es el hecho de que anhele ser amado lo que es interesante, sino el hecho de que no pueda admitirlo. ¿Qué va a poner en juego para no ver esa dimensión consistente de su ser? ¿La va a aceptar cuando sea capaz de verla o se encolerizará como ha hecho con nosotros?

 

El segundo incidente concierne a una mujer de sesenta años. Me conoce bien porque participa en talleres colectivos en una biblioteca municipal desde hace años, y tiene un problema práctico que le gustaría resolver. Su jefe, para el que trabaja desde hace años, quiere que se prejubile. Ella no lo desea pero se pregunta de todos modos si vale la pena negarse y pelearlo, lo que podría ser posible, o bien si no será mejor simplemente aceptar lo que le piden. Le hago algunas preguntas para comprender el contexto y me entero de los hechos siguientes: ha trabajado toda su vida para el mismo jefe, no tiene familia y se ha volcado mucho en su trabajo. Mientras andamos buscando identificar su principal motivación por el trabajo, caemos de forma natural y fácil en el temor de la muerte. De nuevo nada extraordinario. Hay algunos conceptos que llamo “conceptos espantapájaros” y cada uno de nosotros elije uno sin querer, que es por excelencia el concepto del que intentamos permanentemente huir o no ver. Estos conceptos giran en torno a la aniquilación del ser, encarnan la nada de maneras diferentes, la esclarecen bajo diferentes luces. En general nos encontramos casi siempre con los mismos conceptos: no ser amado, no ser útil, no ser reconocido, no ser libre, no tener nada, no ser nada, ser impotente, sufrir, y por supuesto, morir, lo que era el caso de esta persona. Podremos replicar ante esta lista que estas ideas “negativas” confluyen, que giran en torno a la misma cosa, y estaremos de acuerdo puesto que se trata siempre del no-ser, de cesación de ser, de ausencia de ser, de falta de ser. Y como indica Spinoza con su conatus, el ser desea siempre perseverar en el ser. Sin embargo si psicológicamente esas distinciones vienen a ser lo mismo, en el plano existencial no es en absoluto igual, ya que según los casos el sujeto buscará principalmente, el amor, la utilidad, el reconocimiento, la libertad, la posesión, la supervivencia, la potencia, el placer, la vida. Y aunque el sujeto podría querer varias o perseguir incluso todas, hay generalmente un concepto específico que es el concepto clave que nos lleva a lo que yo llamo el concepto espantapájaros, el que encarna particularmente para esta persona la nada. Ese temor o huida, constituirá la clave de su axiología existencial y conceptual. Bien entendido que a menudo hay que atravesar el batiburrillo conceptual y deshacer la madeja de ideas para identificar la piedra angular. Ya que a la manera del calamar, que lanza tinta para proteger su huida, el espíritu humano crea confusión para esconder a los otros y a sí mismo el punto neurálgico de su funcionamiento, esa perspectiva cuya simple evocación le hace temblar. Y cuando se cuestiona a un sujeto con el fin de desvelar este punto neurálgico, presenta a menudo las características de lo que llamamos el síndrome del ahogado. Se debate frenéticamente, proyecta su discurso en todas direcciones, protesta, se vuelve agresivo, salta de un tema a otro, todas las maniobras de distracción sin duda inconscientes que a veces son tan difíciles de contener o evitar, en la medida en que la razón no participa. A veces, hay que llegar a la conclusión de que simplemente la persona no está preparada para identificar ese agujero negro del pensamiento. Yo llamo a ese concepto “agujero negro” porque igual que el agujero negro astronómico, parece absorber toda la energía mental del sujeto, de tal modo que nada se manifesta en los alrededores de tal vacío creado. Es pues delicado aproximarse.

 

Para esta mujer a punto de la jubilación, como ya hemos indicado, el agujero negro, el concepto espantapájaros era la muerte, lo que constituye un clásico, encuadrado en la total sensatez. ¡Qué más natural para un ser vivo que rehusar la muerte, aunque esta se presente en forma de idea! Así durante la discusión se fue estableciendo claramente y sin demasiada resistencia que la huida o el temor de la muerte había sido la principal razón para que esta mujer se volcara en cuerpo y alma en el trabajo. Pero evidentemente, por principio de realidad, todo lo que había sido pospuesto ad calendas graecas en la vida activa aparecía de manera implacable al filo de la nueva situación. Esta cita mil veces aplazada se hacía ineludible. Debo sin embargo confesar mi sorpresa por la relativa facilidad con la cual había emergido tal concepto y había podido ser trabajado. Pero otra sorpresa me esperaba, muy memorable. Una vez hubo acabado la entrevista, me ausenté una decena de minutos para ir al ordenador a grabar la sesión en un cd. Cuando se lo fui a dar, se puso de pie haciendo aspavientos y diciendo: “¡No he sido yo la que ha hablado!” “¡No era yo!”. Le respondí tranquilamente que de todos modos la grabación le pertenecía, que la tomara e hiciera con ella lo que quisiera. Se llevó el cd, pero fue la última vez que la vi, nunca volvió a participar en un taller.

 

Fracaso o no

Esta ultima reacción, como otras del mismo temple, plantean la cuestión de la continuidad del trabajo filosófico así como su rentabilidad comercial, si, como vemos se trata de una práctica con riesgos reales. Sobre esto los filósofos prácticos no tienen la misma visión. Durante el congreso internacional de Sevilla, tuvimos una diferencia sobre este punto con Lou Marinoff, un célebre colega americano. En efecto, éste más bien orgulloso de su trabajo, contaba al auditorio sus éxitos hasta que nos confesó uno de sus fracasos. Se trataba de un cliente que no volvió a la consulta a resultas de una sesión en la que había descubierto algo perturbador. Como el incidente había sido descrito de manera negativa, yo mantuve al hilo de la discusión, la objeción de que, al contrario, aquello podría significar que algún punto crucial había sido alcanzado, lo cual me parecía que era el objetivo de la consulta filosófica. Irónicamente, aunque sin bromear, plantee la hipótesis de que era sin duda la sesión más lograda de todas las descritas aquel día, puesto que el sujeto en cuestión estimaba haber terminado lo que tenía que hacer junto con el filósofo, y que desde ese momento haría su trabajo en solitario. Y sin duda, o quizás a raíz de esta última, o única, consulta había reconocido el concepto espantapájaros que le habitaba y con eso ya había tenido suficiente. Una vez fuera del lugar de la sesión, el sujeto es quien decide si prefiere olvidar el concepto o hacerlo vivir, ya no es asunto del filósofo, en la medida en que, necesariamente, el consultante va a deliberar sólo sobre la cuestión. A él le toca ver a continuación si siente la necesidad de volver a consultar al filósofo, decidir si necesita una cierta asistencia en la medida en que se sienta superado por su propio pensamiento, o simplemente continuar su camino tras esa pausa filosófica.

Preceptos para el juicio racional y el diálogo

Preceptos para el juicio racional y el diálogo

1. Debe aplicarse el principio de razón suficiente: todo lo que es tiene alguna razón de ser, todo lo que no es tiene alguna razón para no ser. Así pues la realidad será abordada preferentemente en modo condicional, hipotético, problemático o dialéctico, más que en modo asertórico y categórico.

 

2. Todo lo que sucede tiene sentido, todos los fenómenos son significativos: no pueden ser tomados exclusivamente en sí mismos, como sucesos aislados, de alguna manera reflejan la naturaleza de la realidad. Por lo tanto, todo lo que hacemos sucede por razones, conscientes o inconscientes, que podemos conocer o ignorar, pero que hay que explorar.

 

3. Los accidentes son simplemente fenómenos cuyas causas, intenciones o condiciones no han sido identificadas, y parecen arbitrarios.

 

4. La indeterminación tiene que ver con el conocimiento, con su naturaleza, sus defectos o sus límites y no de una realidad objetiva tomada en sí misma. Cualquier acontecimiento debe justificarse por el argumento más probable, hasta que dicha exposición sea probada como falsa o insuficiente por sucesos subsiguientes.

 

5. La certeza no es necesaria para establecer una hipótesis válida, porque tal certeza es muy probablemente imposible. La probabilidad es suficiente, la mera posibilidad es insuficiente, excepto para presentar una objeción, cuando se trata de problematizar un enunciado.

 

6. Cualquier juicio es susceptible de revisión dado que la certeza total es una imposibilidad teórica. Todo enunciado es limitado en valor, contenido y aplicación, constreñido por paradigmas determinados y condiciones de posibilidad, incluyendo este enunciado.

 

7. Las excepciones pueden invalidar un juicio en la medida en que son significativas, en número o contenido, de lo contrario sólo confirman la regla. Los accidentes son sucesos que se producen de manera involuntaria e inesperada. Son insignificantes a menos que sean repetitivos, reproducibles o consecuentes, en cuyo caso nuevos principios habrán de hacerse cargo de ellos.

 

8. Para toda acción humana habría que presuponer intenciones y conocimientos, aunque permanezcan inconscientes, salvo prueba en contrario. La mente nunca es neutra: nuestros deseos, sentimientos, emociones y pensamientos conforman nuestra relación con el mundo y con nosotros mismos.

 

9. Todo conocimiento de sucesos y seres puede ser utilizado como acceso a lo real a través de la razón, ya que nada está privado a priori de sentido o significado. Cada ser o suceso particular revela potencialmente la totalidad de lo real.

 

10. La indeterminación sólo se produce en un contexto de determinación. De lo contrario, no tendría sentido, ya que negaría cualquier posibilidad de razón y conocimiento.

 

11. Creencias, opiniones, intuiciones y sentimientos forman el sustrato de nuestro ser y nuestro pensamiento, pero deben permanecer abiertos a cualquier argumento, razón o evidencia producidos, directa o indirectamente, por nuestras propias observaciones y pensamientos o por otras personas, en la medida en que estas contribuciones parezcan fundamentadas.

 

12. Nuestras visiones personales del mundo constituyen la base de nuestro propio pensamiento, pero esa perspectiva particular debe ser consciente de la alteridad, permanecer abierta al sentido común, a la realidad objetiva y a otras perspectivas singulares, para poder ser ampliada, revisada y mejorada. Nuestras visiones particulares de la realidad deben ser consideradas desde el punto de vista de sus propios límites, desde el exterior

Especulaciones

IMG_1373Calculan mucho para procurarse felicidad. A veces lo logran y están satisfechos. Desgraciadamente todas esas especulaciones les hacen infelices.

Héroes

IMG_1423Así pues los héroes sobrevivieron al diluvio. ¿Tenían el corazón puro o sabían nadar bien?

Sagrado

IMG_1323Soy el que soy. Pero no poses tu mirada en mí. Como todo lo que es sagrado, soy frágil.