Saber lo que se dice
Saber lo que se dice
Uno de los obstáculos recurrentes que impiden comprender la naturaleza y los desafíos del ejercicio filosófico cuando adopta la forma de la discusión consiste en creer que filosofar equivale a expresarse, a comunicarse con otro o a defender una tesis. Aunque es posible mantener un intercambio filosófico de muchas maneras, incluyendo las que acabamos de mencionar, nosotros proponemos desarrollar la idea del discurso filosófico como un tipo de discurso que se entiende a sí mismo, se contempla a sí mismo y se elabora de manera consciente y determinada.
Partimos del principio de que filosofar no consiste simplemente en pensar, sino más bien en «pensar el pensamiento», es decir, en pensar nuestros propios pensamientos. Filosofar significa convocar las ideas, intentado ser conscientes de la naturaleza, fragilidad e implicaciones de las ideas que expresamos, tanto de las nuestras como de las de nuestros interlocutores. Es entonces cuando la palabra se convierte en apelación al ser.
El principio al que nos referimos no pretende disminuir el papel de la intuición —de la palabra espontánea— ni tampoco el de la comprensión más o menos aproximada que preside numerosos debates. Simplemente deseamos llamar la atención del lector sobre los límites visibles de ciertos tipos de intercambios orales que, por complacencia o ignorancia, se mantienen en un nivel muy pobre de exigencia filosófica. De manera general, el problema con el que nos enfrentamos es un tipo de funcionamiento mental que se puede denominar como «pensamiento asociativo». El pensamiento asociativo funciona dentro del esquema general de «Esto me recuerda a esto otro», sobre el modelo del «Me gustaría añadir», tan popular en los debates televisivos, o incluso sobre el lema de «Me gustaría completar lo dicho por fulano con…» o el de «Me gustaría matizar lo dicho anteriormente por mengano con…». Expresiones todas que en el fondo no significan demasiado; frecuentemente expresan lo que no dicen o quieren decir algo que de ningún modo sugieren.
En clase esta disposición se manifiesta por una clara tendencia del profesor de primaria o secundaria a privilegiar la expresión de las ideas de sus alumnos —por muy vagas que sean— por encima de cualquier otra consideración: «¡Qué bien! ¡El alumno se ha expresado!». Esta preocupación se privilegia hasta el punto de que el susodicho profesor está dispuesto a terminar las frases de sus alumnos, a adjudicarles sus propias palabras, con el pretexto de reformular lo que han dicho, y así poder decir:
«¡Ha dicho algo!», «¡Por fin ha hablado!». Y aunque este tipo de preocupación o comportamiento puede ser legítimo en algún tipo de ejercicios de lengua, puede plantear problemas en el trabajo filosófico. Para justificar nuestra hipótesis, vamos a describir algunas competencias específicas vinculadas a la discusión que nos parecen esenciales en el trabajo filosófico.
Hablar cuando toca
Algunos considerarán desde un principio que la exigencia de hablar sólo cuando toca no es más que una preocupación superficial, desprovista de sentido. Y ello por dos razones. En primer lugar, porque esta regla se concibe como un simple acto de cortesía: por ejemplo, no interrumpiendo a quien está hablando en ese momento. Y en segundo lugar, porque no tiene más que una función práctica: hablar al mismo tiempo que otro impide escucharle y comprenderle. Pero esta postura olvida el interés primordial del acto de filosofar: la relación con nuestro propio discurso. De hecho, el simple acto de movilizar deliberadamente el discurso propio, no con motivo de un encadenamiento fortuito e incontrolado, sino por un acto voluntario y consciente de sí mismo, modifica en profundidad la relación entre uno mismo y su pensamiento. Además, si la idea en cuestión no se convierte en un objeto para dialogar consigo mismo, es muy posible que el autor de esta idea, al surgir de manera imprevista, no la comprenda realmente o ni siquiera la escuche. Para entender el problema que estamos analizando no hay más que pedirle al niño —o al adulto— que acaba de dar su opinión espontáneamente en un taller de filosofía que repita lo que acaba de decir: muchas veces no será capaz de hacerlo.
Existe una razón importante para este olvido: este comportamiento tan torpe y desmañado refleja una minusvaloración de uno mismo. «Mis propias ideas no tienen ninguna importancia, ¿por qué tengo que exponerlas?, ¿por qué debo cuidar su forma y su apariencia?, ¿por qué tengo que hablar para que me comprendan? Además, ¿cómo puedo saber el momento adecuado para exponer mis ideas? Mis palabras surgen a pesar de mí mismo, incluso contra mi propia voluntad, y ni siquiera me pertenecen». Así, cuando se le pide a un individuo que hable en el «momento oportuno» se le está exigiendo un gran esfuerzo, pero es un esfuerzo necesario. Requiere un trabajo en profundidad sobre sí mismo que es absolutamente vital, aunque no siempre es fácil.
El problema es idéntico cuando imponemos que se levante la mano para hablar, tarea que suele resultar bastante ardua, especialmente para los más pequeños. ¿Por qué no convertir esta exigencia en un ejercicio en sí mismo? Quizás esto sea un poco frustrante para el profesor, quien por encima de todo desea mostrar a los demás —y a sí mismo— que «sus» niños tienen ideas. Sin embargo, puede que simplemente repitan lo que oyen en casa o en la escuela (y por ello nos agrade tanto oírlo), mientras que, por el contrario, el hecho de hablar en el momento oportuno nos muestra que el niño sabe hacer lo que debe hacer y que se ha comprometido en un diálogo consigo mismo. Esta práctica, con algunas modificaciones, sirve también para los adultos: para aprender a distanciarse de sí mismo, a separar su discurso de su ser, como acto constitutivo del ser.
Desarrollar las ideas
Tal como sugerimos anteriormente, resulta muy tentador terminar las frases de nuestro interlocutor, sea éste un niño o un adulto. Pero si reflexionamos un momento, ¿qué motivos pueden inducir este tipo de comportamiento, salvo una impaciencia que se disfraza con los bellos ropajes de una empatía superficial y complaciente? Si un niño se cae, ¿es necesario precipitarse sobre él para ayudarle a que se levante o es mejor que si llora le demos la oportunidad de recomponerse y tenga la ocasión de aprender a levantarse por sí mismo sin ayuda de nadie? Puede que las palabras o los finales de las frases que este profesor o aquel vecino nos proporcionan obligatoriamente como supuesta ayuda estén muy alejadas de lo que nosotros estábamos a punto de articular. Igual que la persona que se ahoga y se precipita sin apenas reflexionar sobre el objeto que alguien le lanza (aunque puede que el objeto no le sirva para nada), quien está buscando las palabras apropiadas a menudo se aferra instintivamente a lo que se le dice sin analizar su contenido, sin tomarse el tiempo necesario para comprobar su eficacia o pertinencia.
Indudablemente, cuando se pretende ayudar a otra persona lo que estamos buscando es satisfacer sobre todo nuestro propio placer, cediendo sin vergüenza a nuestras pulsiones. Por el contrario, quien se esfuerza en terminar su obra desarrolla un trabajo importante sobre sí mismo y su pensamiento. Esto no significa que tenga que esforzarse sin ninguna ayuda, sino que la primera ayuda que se le debe proporcionar es dejarle el tiempo suficiente para que pueda encontrarse a sí mismo sin sufrir la presión del grupo o de la autoridad del lugar que, con el pretexto de ayudarle, no hacen más que meterle prisa. Lo que sí podemos hacer es mostrarle los mecanismos que le ayuden a salir del callejón sin salida en el que se encuentra. ¿Cómo? Enseñándole, por ejemplo, a decir frases como «No lo consigo», «Estoy bloqueado» o «¿Alguien puede ayudarme?». Es en ese momento cuando el problema se identifica y en ese sentido el sujeto permanece libre y autónomo, puesto que ahora es consciente del problema y ha sido capaz de articularlo con palabras.
La función de las ideas
Leibniz introdujo la temeraria hipótesis de que la sustancia viva no se encuentra en la cosa en sí misma, sino en su relación con el resto de las cosas. Aprovechándonos de esta intuición, anunciamos el principio de que aquello que distingue el pensamiento filosófico del pensamiento en general es precisamente esta relación articulada entre las ideas. Una idea en sí misma no es más que una idea; una palabra en sí misma no es más que una palabra. Únicamente en su articulación gramatical, sintáctica y lógica puede la palabra acceder a la categoría de concepto (y convertirse en un instrumento funcional) y la idea participar en el desarrollo del pensamiento, pues al asociarse con otras ideas permite que el pensamiento pueda tomar forma y construirse. Lo que buscamos no son ideas, por muy brillantes y agudas que sean. Si así fuera, una discusión filosófica se parecería más bien a una simple lista de la compra o a un vulgar debate de opi- niones y produciría un pensamiento global incompleto y desordenado. No: lo esencial son las relaciones entre las ideas, que a su vez implican el dominio de esos conectores generalmente tan mal entendidos y utilizados (comenzando por ese «pero…» que proviene de la expresión «Sí, pero…») y una comprensión más aguda de las correlaciones entre las proposiciones. ¡Cuántos diálogos intercambian opiniones conflictivas sin comprender mínimamente su naturaleza contradictoria ni evaluar su potencial problemático! ¡Cuántos discursos afirman su desacuerdo sin precisar o percibir el carácter específico de este desacuerdo, mien- tras que las proposiciones en disputa no hacen referencia al mismo objeto o afirman la misma idea simplemente cambiando las palabras! Por eso, en lugar de precipitarse sobre otras ideas (o mejor dicho, sobre otras intuiciones) y optar por acumular más y más palabras, ¿por qué no tomarse cierto tiempo para evaluar la relación entre los conceptos y las ideas para ser así más conscientes de la naturaleza de nuestro discurso? Pero aquí todavía reina la impaciencia: este trabajo es demasiado laborioso y aparentemente es menos glorioso y más frustrante que el anterior. Y, sin embargo, ¿no es más consecuente?
El ejercicio en cuestión es muy simple: pedimos a la persona que va a hablar que anuncie en primer lugar el propósito de su intervención, es decir, que articule la relación entre su intención y lo que se acaba de decir: que califique su discurso. Si no lo consigue, que lo reconozca y que intente realizar este trabajo una vez que haya pronunciado su discurso. Si tampoco lo consigue, podrá solicitar a sus compañeros que le ayuden (si quieren y pueden). Para ello es necesario que los compañeros se interesen por el discurso de la otra persona y que no piensen únicamente en lo que desean decir, aunque consideren que «lo suyo es lo mejor». Debemos fijarnos un objetivo, consagrarnos a él y concentrarnos todo lo que podamos, sin dejarnos desbordar por la agitación interior que se produce cuando las ideas se agolpan en nuestra boca, como si ésta fuese una salida de metro en hora punta. Hegel denomina a este estado de confusión con el término de Schwarmereï: el zumbido de un enjambre de avispas donde apenas se distingue nada.
La clave del ejercicio no consiste en decir muchas cosas, sino en determinar deliberadamente lo que queremos decir y saber lo que decimos. Si no lo conseguimos, puede que la discusión sea muy amistosa y entretenida, pero ¿será filosófica? Lo que califica un discurso de filosófico no es la sinceridad ni la profundidad de sus palabras. Tanto la una como la otra caen en la trampa de la evidencia, pues es posible desarrollar una idea o repetir lo que hemos oído sin saber lo que hemos dicho, sin comprender el contenido, las implicaciones y las consecuencias. ¿Cuáles son las palabras clave de nuestro discurso, lo que podríamos denominar como conceptos? ¿Cuál es la proposición principal que sostiene a las demás? ¿Cómo resumir nuestro discurso? ¿Cuál es la idea fuerte que nadie ha dicho y que, sin embargo, está presente? ¿Qué nos autoriza a afirmar lo que afirmamos? ¿Cuáles son las proposiciones y cómo se articulan entre sí? ¿Cuál es el potencial contradictorio de nuestro discurso? ¿Sobre qué ignorancia se apoya?
Está claro que el filosofar, en tanto que actitud, se erige sobre un acto de fe fundamental: todo discurso está limitado, distorsionado, es contradictorio, incompleto o falso frente a diversas exigencias, como la verdad, la realidad, la eficacia, la transparencia, la intención, etc. La oposición no se sitúa entonces entre los que poseen un discurso perfecto y los que sufren diversas imperfecciones, sino entre quienes son conscientes de sus propias carencias y los que prefieren ignorarlas.
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