Filosofar en primaria
Filosofar en primaria
¿Qué papel desempeña la filosofía en la escuela primaria? Tanto desde un punto de vista favorable como crítico, la mayoría de las personas que oyen hablar de esta iniciativa se sorprenden muchísimo y se plantean la siguiente pregunta: ¿cómo se puede filosofar con niños de tres a once años? Máxime cuando los jóvenes de bachillerato (cuyos resultados en esta asignatura no son especialmente buenos) suelen tener problemas con esta extraña asignatura de reputación más que dudosa. Aunque también podemos plantearnos la pregunta de otra forma: ¿No es demasiado tarde para comenzar a filosofar cuando uno tiene diecisiete o dieciocho años? ¡Cuántos profesores de filosofía constatan una y otra vez su impotencia al intentar estimular sin demasiado éxito el espíritu crítico de sus alumnos! Porque aunque algunos alummos demuestran cierta facilidad intelectual para la reflexión filosófica (por causas generalmente relacionadas con un entorno familiar favorable a este tipo de actividad), esta circunstancia no suele darse con el resto de los alumnos, para quienes el uso del pensamiento crítico y el desarrollo de la palabra como instrumentos de reflexión constituyen prácticas extrañas e inusuales.
Y no es que la iniciación al pensamiento crítico tenga efectos milagrosos y resuelva de un golpe todos los problemas pedagó- gicos, pero si consideramos que esta necesidad realmente existe, ¿no podríamos evitar parcialmente la consideración de la disci- plina como algo artificial, tardío y extraño (la de un solo y único año que supuestamente constituye la culminación del bachillerato), acostumbrando progresivamente a los niños a este tipo de actividad mental en función de su desarrollo cognitivo y emocional? Evidentemente (y aquí es donde se encuentra la clave del asunto), deberíamos eliminar de la filosofía esos elementos espe- cialmente culturales y eruditos que forman su excipiente, y concebirla más bien como un instrumento para ponernos a prueba a nosotros mismos o como la constitución de una individualidad que se construye desde la más tierna infancia mediante el desarrollo del pensamiento. Es en este giro copernicano donde realmente se encuentra la verdadera dificultad, pues nos exigiría cambiar un buen número de conceptos educativos.
Como vemos, nos referimos a un filosofar que se define como una práctica pedagógica y no como una asignatura específica. En primer lugar, intentemos comprender en qué medida podría ser filosófica una discusión1 con niños. Porque la práctica filosófica a menudo se manifiesta gracias al diálogo, especialmente si se trata de confrontar diferentes perspectivas o trabajamos con alumnos pequeños, quienes aún no son capaces de trabajar con soltura por escrito. Algunos nos preguntarán si esto no es más que una propedéutica a la filosofía, una simple preparación al trabajo filosófico. Pero desde el punto de vista de la tradición socrática, ¿no es toda actividad filosófica en esencia una propedéutica, una preparación que nunca termina? ¿No consiste básicamente en un incesante proceso de interrogación? ¿No es toda idea particular una simple hipótesis, un momento efímero del proceso de reflexión?
Entonces ¿se filosofa menos cuando se esboza un filosofar que durante una teorización profunda y compleja?, ¿filosofa más un erudito que un niño de infantil? No es que no estemos segu- ros, es que la pregunta no tiene sentido. Si filosofar consiste en poner a prueba al individuo, deberíamos admitir que el despertar del espíritu crítico representa una transformación personal más importante que los análisis más brillantes de cualquier filósofo de moda. En este sentido, esta práctica debería comenzar cuanto antes, si no queremos que el niño conciba su vida intelectual como una actividad periférica, como algo exterior a su existencia, fenómeno por otra parte muy frecuente en la institución filosófica y en la educación en general.
Sin embargo, admitimos que al intentar iniciar una práctica filosófica con niños pequeños se corre el peligro de chocar con los límites de la propia filosofía. ¿No corremos el riesgo de enseñar simplemente el aprendizaje de la lengua o de practicar algún tipo de arte minimalista de la discusión? ¿No se encuen- tra el ingrediente filosófico diluido de tal forma que emplear ese término para definir este tipo de práctica pedagógica constituye en realidad una tomadura de pelo? Consideremos el problema desde otro ángulo: preguntémonos si el hecho de encontrarnos ante una situación límite (en la que se pone a prueba la idea de filosofar y su misma posibilidad) no nos coloca en la obligación de reconsiderar al máximo la definición de este tipo de actividad y articular de forma mínima —y por lo tanto, esencial— su unidad constitutiva y sus límites. O dicho de otro modo: ¿la aparición del filosofar no será por casualidad la sustancia misma de ese filosofar? A esta cuestión parece hacer referencia Sócrates, quien a todas horas (fenómeno incomprensible para bastantes estudiosos modernos) se ponía a filosofar con el primero que veía, incluyendo también a los supuestos enemigos de la filosofía, los eruditos sofistas, para desafiarnos y mostrarnos lo que puede lograrse. Esta banalización extrema de la filosofía se con- vierte quizás en el elemento revelador por excelencia: la dramatización de esa actividad misteriosa que —igual que el senti- miento amoroso— se les escapa a quienes intentan convertirla en su objeto.
Las tres dimensiones del filosofar
Como punto de partida vamos a establecer tres dimensiones de exigencia filosófica, que servirán para desarrollar la discusión filosófica y que la diferencian del trabajo sobre las capacidades orales y escritas que pueden desarrollar otros profesores2 de primaria. En concreto, nos referimos a las dimensiones intelectuales, existenciales y sociales que intentan transmitir las capacidades de pensar por uno mismo, ser uno mismo y ser dentro del grupo.
Dimensión intelectual: pensar por uno mismo
- Proponer conceptos e hipótesis.
- Articular sus ideas, clarificarlas y estructurarlas.
- Comprender las ideas de los otros y las suyas.
- Reformular una idea o modificarla.
- Trabajar la relación entre el ejemplo y la idea.
- Formular preguntas y objeciones.
- Iniciación a la lógica: relacionar los conceptos, la cohe- rencia de las ideas y su legitimidad.
- Desarrollar el juicio.
- Utilizar instrumentos conceptuales y crearlos: error, menti- ra, verdad, absurdo, identidad, contrarios, categorías,
- Verificar que se ha comprendido una idea.
Dimensión existencial: ser uno mismo
- Singularizar el pensamiento y universalizarlo.
- Expresar su identidad personal por medio de sus juicios y sus elecciones y asumirla.
- Tomar conciencia de sí mismo, tanto de sus ideas como de su comportamiento.
- Controlar sus reacciones.
- Trabajar su manera de ser y su pensamiento.
- Interrogarse, descubrir el error y la incoherencia en sí mismo y reconocerlo.
- Ver sus propios límites, aceptarlos, verbalizarlos y trabajar sobre ellos.
- Tomar distancia con uno mismo, con sus ideas y su forma de ser.
Dimensión social: ser y pensar con los otros
- Escuchar al otro, darle su espacio, respetarlo y comprenderlo.
- Interesarse por el pensamiento del otro: descentrarse por medio de la reformulación, las preguntas y el diálogo.
- Asumir riesgos e integrarse en un grupo.
- Comprender, aceptar y aplicar las reglas de funcionamiento.
- Discutir las reglas de funcionamiento.
- Responsabilizarse: modificación del estatus del alumno frente al estatus del maestro y el del grupo.
- Pensar con los otros en lugar de competir: aprendizaje de la confrontación de ideas y la emulación.
Pensar por uno mismo
Una de las formas posibles de resumir la actividad que describimos en esta obra es el principio de pensar por uno mismo, una idea muy apreciada por la tradición filosófica y que Platón, Descartes o Kant consideraron como nuestra primera obligación (y la más importante). Puede que algunos esbocen una sonrisa irónica al insinuar nosotros que los niños de primaria o infantil puedan pensar por sí mismos. Trataremos más adelante este tipo de reticencias, por el momento basta con afirmar que si desarrollamos esta línea de pensamiento hasta sus últimas consecuencias llegaremos a la conclusión de que es corriente que los alumnos de bachillerato —y los de universidad— no tengan nada interesante que decir. Esto, por otra parte, tampoco es extraño, puesto que la ignorancia y el desinterés por uno mismo —y por los demás— abundan de manera más o menos consciente y explícita.
Pensar por sí mismo significa sobre todo comprender que el pensamiento y el conocimiento no caen del cielo completamente acabados, sino que son los individuos quienes los producen al detenerse sobre algunas ideas, expresarlas, examinarlas y reelaborarlas. El pensamiento es una práctica, no una revelación. De modo que si acostumbramos a los niños desde pequeños a creer que el pensamiento y el conocimiento consisten fundamental- mente en el aprendizaje y la repetición de las ideas de los adultos —ideas totalmente hechas—, es muy poco probable que algún día aprendan a pensar por sí mismos, salvo por casualidad. Si actuamos así estaremos propiciando en el niño una conducta heterónoma e impediremos el desarrollo de su autonomía. Pero aún nos queda una dificultad por resolver: ¿Cómo puede el profesor animar a los niños a que piensen por sí mismos?
En primer lugar, debemos convencernos de que, a pesar de todo, el pensamiento se define como un acto natural, como una capacidad que todo ser humano posee en diversos grados desde la más tierna infancia. Ahora bien, si queremos que esa capacidad natural se desarrolle, será necesario que los padres y los profesores realicen un trabajo considerable. Cualquier ejercicio en este sentido debería consistir, antes que nada, en solicitar al alumno que articule los pensamientos más o menos conscientes que revolotean por su mente. Esta articulación del pensamiento constituye el primer elemento de la práctica de pensar por uno mismo y es el más importante. Por un lado, porque la verbaliza- ción permite una mayor consciencia de las ideas y del pensamiento que las genera. Por otro lado, porque las dificultades que encuentra el sujeto mientras desarrolla sus ideas son las mismas dificultades con las que tropieza el pensamiento consigo mismo: imprecisiones, paralogismos, incoherencias, etc. No se trata simplemente de conseguir que el niño hable o se exprese, sino más bien de invitarle a que domine mejor su pensamiento y su palabra. Aunque la comprensión, el aprendizaje y la recapitulación de un tema también pueden favorecer la capacidad de aprender a pensar por uno mismo, el modelo tradicional de enseñanza induce un tipo de aprendizaje que propicia el psitacismo, el formalismo, la palabra desencarnada y sobre todo el doble lenguaje: se instaura una ruptura radical entre expresar lo que se piensa y mantener el discurso que la autoridad espera de nosotros. Ruptura de consecuencias catastróficas, no sólo en el ámbito intelectual, sino también en el plano social y existencial.
En resumen, la capacidad de pensar por uno mismo se com- pone de bastantes elementos. En primer lugar, pensar por uno mismo significa expresar lo que pensamos sobre algún tema (y eso implica que se nos está exigiendo que hablemos) y precisar nuestro pensamiento para que nos comprendan. En segundo lugar, pensar por uno mismo significa ser conscientes de lo que pensamos, toma de conciencia que nos remite parcialmente a las implicaciones y consecuencias de estos pensamientos, apenas un esbozo forzado de razonamiento. En tercer lugar, pensar por uno mismo significa trabajar sobre estos pensamientos y estas palabras para satisfacer las exigencias de claridad y coherencia. En cuarto lugar, significa enfrentarse al otro, ese otro que nos pregunta y nos contradice, y cuyo pensamiento y palabra debemos asumir para reformular el nuestro. Ninguna clase teórica puede reemplazar esta práctica, igual que ningún discurso sobre la natación podrá jamás sustituir el momento de zambullirse en el agua y ponerse a nadar.
Ser uno mismo
Para el sujeto existente y pensante que es el niño, asistir a la escuela es una actividad alienante, por muy chocante que esta afirmación le parezca a algunas personas. Una vez dicho esto, y para tranquilizar un poco a los padres y a los profesores, añadire- mos que toda actividad educativa es alienante en cierta medida, puesto que pretende despojar al niño de su estado de naturaleza e introducirlo en la comunidad humana. Por ello, debemos ser conscientes de las pretensiones paradójicas de la empresa educativa. Sobre todo si tenemos en cuenta que la educación francesa, de por sí bastante tradicional, es uno de los sistemas educativos occidentales que más insiste en esa dimensión alienante que implica todo proceso educativo, a pesar de algunos tímidos cam- bios que se observan en la educación primaria durante estas últi- mas décadas. Porque el problema consiste en saber si optamos por una visión naturalista de la educación o por una visión clásica. En la primera se concede libertad al niño para que exprese sus tendencias «naturales», mientras que la segunda descansa principalmente en la transmisión de un conjunto de valores, conocimientos o verdades. No existe una solución perfecta capaz de garantizar el éxito de esta empresa, aunque lo importante es que seamos conscientes de la tensión sobre la que se aplica toda acción educativa, único parapeto entre Escila y Caribdis.
Para ser más precisos, describiremos dos tipos de resistencia a la actividad filosófica en clase, tanto en primaria como en secundaria. En primer lugar, nos encontramos con el síndrome del buen alumno: ése que no se arriesga salvo que esté seguro de saber la respuesta correcta. Sabe que si el profesor le hace una pregunta es porque anteriormente le ha proporcionado el modo de encontrar la respuesta «correcta». Si a este tipo de alumno le preguntamos alguna cosa sin que pueda adivinar cuál es la res- puesta que esperamos de él, se sentirá confuso y permanecerá en silencio, evitando así darnos una respuesta «incorrecta», inadecuada o impropia. El alumno aplicado a menudo es un experto en adivinar las expectativas del adulto y es capaz de reproducirlas sin ningún problema, puesto que confía más en ese adulto que en sí mismo. Normalmente nos encontramos con unos alumnos que no crean problemas y que tienen un comportamiento muy grati- ficante para el profesor. En general es un alumno con un perfil muy escolar, que admira fuertemente el orden establecido, lo que le dificulta un poco ser creativo: apenas valora lo individual, especialmente si la autoridad está presente. En este sentido, no se permite ser él mismo, puesto que toda su identidad se fundamenta en la aprobación de la institución: no es capaz de afirmarse frente a la presión exterior.
Después tenemos al denominado mal alumno, esa imagen especular del buen alumno que, como toda imagen invertida, conserva lo esencial de aquello a lo que se opone. El primero es la versión astuta del segundo: igual de consciente que el segun- do de los mecanismos institucionales que se ponen en marcha en la escuela, pero mucho más cínico. No se trata de que no se sien- ta capaz de jugar al juego o de que no tenga ganas de hacerlo. Él sabe «jugar» a su manera, engañando con plena conciencia de ello: debe permanecer en clase y a pesar de que en ese momento preferiría encontrarse en otro lugar, sabe cómo ausentarse del aula aunque se encuentre físicamente presente. Conoce muy bien los límites que puede traspasar y cuando decide transgredirlos es consciente de lo que está haciendo. Sabe lo que debe hacer y por eso mismo no lo hace: no tiene ninguna confianza en el adulto o confía muy poco, pero sabe conseguir lo que quiere, por muy destructores que puedan ser a veces sus «deseos».
¿Por qué nos extendemos sobre estas «caricaturas» de los alumnos? Para mostrar en negativo lo que esperamos de esta dimensión del ejercicio filosófico: atreverse a emitir juicios sin que sepamos con certeza o seguridad si son la respuesta correc- ta; atreverse a confrontarse con los demás sin saber jamás quién tiene razón; aceptar que el otro —nuestro semejante— pueda tener algo que enseñarnos sin que ninguna institución le haya otorgado a priori ninguna autoridad al respecto. De este modo se difumina un poco la jerarquía entre el profesor y sus alumnos, y eso puede ser un problema para algunos alumnos, que ya no saben a quién tienen que obedecer, mientras que otros ya no saben a quién deben oponerse. No queda más que implicarse y comprometerse en el juego, no tener miedo a equivocarse, ser uno mismo y ser consciente de nuestras limitaciones, evitando tanto la complacencia de la glorificación de uno mismo como el desprecio personal.
Ser y pensar con los otros
Una buena parte del ejercicio de la discusión filosófica se refleja en la relación que tiene el niño con el mundo que habita, con eso que podríamos llamar el proceso de socialización. Podríamos incluso afirmar que este proceso específico no se dife- rencia en nada del ejercicio que nosotros describimos aquí, puesto que toda actividad escolar en grupo implica una dimensión de socialización. Por otro lado, podemos interrogarnos acerca de la relación entre esta socialización y la filosofía. Partimos de la idea de que la dramatización fortalece la relación con otras personas, elemento que ocupa un papel central en el funcionamiento de nuestro ejercicio y que nos permite crear una situación en la que esa relación puede ser también objeto de análisis. Explicaremos desde diversas perspectivas qué estamos queriendo decir. En primer lugar, las reglas que se establezcan exigen de cada participante que se distinga de los demás. En segundo lugar, las reglas entrañan conocer a los otros participantes: saber qué es lo que han dicho. En tercer lugar, las reglas invitan a participar en un diálogo e incluso en una confrontación con los otros. En cuarto lugar, las reglas implican que podemos cambiar al otro y que podemos ser cambiados por él. En quinto lugar, implican verbalizar estas relaciones, considerar como parte de la discusión aquello que habitualmente permanece en la oscuridad de lo no dicho o que, como máximo, se limita a la simple alternancia entre la reprimen- da y la recompensa. Convertir el problema o la dificultad en un objeto que pueda manipularse, en materia de reflexión: ésta es, sin duda, una de las características específicas de la actividad filosófica y que a veces se denomina problematización. Problematización que implica trabajar el pensamiento allí dónde se encuentre, considerarlo tal como es y trabajar a partir de esta realidad, más que desde una realidad teórica definida a priori.
Podríamos comparar nuestra actividad con la práctica del deporte en equipo, que representa un factor importante de socia- lización en los niños, puesto que les permite conocer a los otros, saber qué hacen, actuar sobre ellos y confrontarse con ellos. Este tipo de actividad se distingue de la actividad intelectual clásica, que generalmente se produce en soledad, incluso cuando uno se encuentra en un grupo. Tendencia intelectual individualista que la escuela promueve de forma natural, muchas veces sin que los profesores sean plenamente conscientes, y que suele exacerbarse con los años, ocasionando numerosos problemas y amplificando la vertiente competitiva del proceso «yo gano, tú pierdes».
Por el contrario, la práctica que nosotros describimos aquí promueve la dimensión de «pensar junto con los otros». Pretende introducir la idea de que pensamos, no contra el otro o para defendernos del otro (porque nos produce temor o porque com- petimos contra él), sino gracias al otro y a través del otro. Por una parte, porque la reflexión general evoluciona gracias a las contri- buciones de los alumnos a la discusión. El profesor deberá reca- pitular periódicamente las contribuciones más importantes que dan forma a la discusión. Por otra parte, porque discutiendo aprendemos a enriquecernos con las aportaciones de los demás, debatiendo con ellos, cambiando de opinión y colaborando para modificar las suyas en lugar de aferrarnos desesperadamente —o con rabia— a nuestro miedo y a nosotros mismos. Asimismo, el hecho de que las dificultades de asumir los proble- mas planteados por un compañero o por el profesor formen parte de la discusión ayuda a desdramatizar la crispación individual e invita al niño a razonar en lugar de a tener razón. Mencionamos de pasada que este tipo de temor, si no se trata adecuadamente, puede provocar dificultades mayores, cada vez más visibles con los años de escolaridad, por no hablar de las repercusiones en la edad adulta. Si desde los primeros años acostumbramos a los niños a pensar en común, aprenderán al mismo tiempo a asumir su pensamiento singular, a expresarlo, a ponerlo a prueba con el pensamiento de los demás, a enriquecerse con él y a conseguir que ellos se enriquezcan con el suyo. En consecuencia, la dimen- sión filosófica de este ejercicio consiste en que los niños tomen conciencia de sus procesos mentales individuales y colectivos, de los obstáculos epistemológicos que dificultan la reflexión y su expresión, y que sean capaces de verbalizar estos frenos y obstáculos, proponiéndolos también como posible tema de discusión. Un último argumento a favor de este proceso intensivo de socialización a través del pensamiento es que la desigualdad de oportunidades entre los niños aparece muy pronto, incluso durante la educación infantil, donde ya es visible cómo algunos niños carecen por completo del hábito de la discusión. Independientemente de la relativa facilidad o dificultad individual para discutir, el profesor constata que existen niños a los que no les sorprende demasiado que se quiera debatir con ellos, mientras que otros parecen no comprender en absoluto qué se espera de ellos cuan- do se les invita a hablar, comportamientos que con toda seguridad están influidos por el contexto familiar. Es así como la palabra, que debería ser fuente de integración y socialización, se convierte en un factor de segregación y exclusión.
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