10 principios del ejercicio filosófico
1. Jugar el juego
Para cualquier juego, como para toda práctica o ejercicio, se han de establecer unas reglas, reglas que impliquen constricciones y exigencias específicas para lo cual apelan a competencias particulares. Un juego no es un simple desahogo, sino que pone un desafío a través de reglas. Reglas que hay que formular, proponer, definir, hacer entender, utilizar, imponer, sin olvidar su revisión constante. De hecho, las reglas valen lo que valen, no cumplen más que lo que cumplen, nada más. Por tanto, dependiendo de las circunstancias, de las personas o de las exigencias del momento, dependiendo de su desgaste, y de otros parámetros, las reglas serán preferiblemente revisadas, renovadas, adaptadas, corregidas, ampliadas, suspendidas, etc. Además, las reglas pueden – o deben – ser parte integrante del diálogo: serán periódicamente objeto de debate, un debate sobre el debate, un elemento esencial de la perspectiva reflexiva y dialéctica, al que queremos darle un lugar privilegiado. No sólo las reglas varían, sino que de un «facilitador» a otro, ya sea profesor o alumno, normas similares adoptan un tono diferente, ya sea por el rigor de su aplicación o por el énfasis que se da a ciertos aspectos más que otros.
No olvidemos que las normas tienen un contenido: sirven de guía para el funcionamiento del estudiante y su pensamiento en un sentido más que en otro, en su intento de superar una dificultad más que otra. Por lo tanto, si los estudiantes tienen dificultades para expresarse, por timidez, debido a un ambiente difícil en clase, o por cualquier discapacidad en el lenguaje, habrá que poner más énfasis en la simple operación de articular ideas que sobre la capacidad de abstracción o explicación. Daremos preferencia a la afirmación sobre el cuestionamiento y por ello el enseñante se reservará, por defecto, el rol de interrogador. Pasará lo mismo con la conceptualización o la problematización: dependiendo de las circunstancias, el profesor se verá obligado a realizar él mismo, en la medida en que lo considere oportuno, el trabajo sobre los discursos individuales. A veces, se verá obligado a trabajar principalmente sobre el vocabulario, o sobre el orden lógico de la frase, porque las palabras y frases utilizadas tengan importantes lagunas para su comprensión y utilización. En ocasiones la mayor parte del trabajo consistirá en establecer los principios elementales de comportamiento, tales como que respeten el turno de palabra, especialmente al comienzo del curso. Pero como se trata de tomar a los niños en dónde se encuentren, como son, esto no supone un problema en sí mismo, a menos que se quiera acelerar demasiado rápidamente la maniobra, por razones de expectativas personales o administrativas, expectativas que fácilmente obstaculizan el funcionamiento del taller.
No obstante, no olvidemos que estas reglas básicas, en lugar de ser percibidas como una tarea y un puro formalismo disciplinario pueden muy bien ser presentadas como un juego y de ese modo ganan mucho. Si al comienzo estos requisitos formales encuentran resistencia, ésta se va atenuando, en proporción a la capacidad de asimilación y de puesta en práctica de las constricciones, y según vaya apareciendo la disposición a tomar como un juego estas limitaciones. Como pasa con el ajedrez o las cartas, hay que pasar por una etapa árida para adueñarse de las reglas del juego con el fin de ser capaz de jugar realmente. Para la mayoría de los niños, tal restricción no presenta un gran problema en sí mismo, incluso si tales reglas representan un desafío: el instinto del juego les mueve, más que a los adultos, aún no creen demasiado en lo que hacen, su funcionamiento no está todavía demasiado cargado por el deseo de apariencia o por temores existenciales: aún saben confiar. Lo que sí plantearía un problema real sería un conjunto de reglas inapropiadas, que apuntaran a competencias demasiado extrañas para ellos. Se trata pues de mantener una tensión permanente entre la exigencia y la imposibilidad: situarse un paso por delante, y no demasiado lejos. Este es el famoso principio que Lev Vygotski denomina «zona de desarrollo próximo». En este sentido, la construcción y utilización de reglas de funcionamiento como herramienta primordial de la enseñanza es ya un arte en sí mismo, para el que el profesor no necesariamente va a estar preparado, iniciado o incluso dispuesto. Arte que jamás se resume en recetas, sino que necesariamente es el resultado de la continuidad de una práctica.
Para facilitar la apropiación de las reglas de funcionamiento, es importante insistir en su dimensión lúdica y cuestionable. Son lúdicas en la medida en que no constituyen una especie de verdad o de bien absoluto. Representan únicamente un medio para jugar. Son cuestionables en tanto tienen una razón de ser, así como muchas razones para no ser, es decir, para ser eliminadas o reemplazadas por otras normas, algo de la cual es posible discutir con calma. Bajo esta perspectiva tiene interés hablar de conocimiento y comprensión de las reglas. Porque no son el producto de un poder soberano, el de un maestro con poderes misteriosos, sino el producto de la razón, de una razón o de un arreglo contractual y cuestionable, o sea arbitrario. A partir de ahí pueden ser objeto de reflexión en lugar de reclamar adhesión o provocar rechazo. ¿Qué es un juego? Un ejercicio colectivo (o individual) que permite enfrentarse al otro y a uno mismo, a través de un procedimiento de cualquier tipo que suponga la aplicación de habilidades específicas. Resulta, pues, que la ley no es un fin en sí mismo, no es la dura lex sed lex, que toma su sustancia y legitimidad de su dureza, sino una simple manera de existir, porque ofrece una posibilidad al ser de hacer y de ser. Tal perspectiva invita a la generosidad, más que a la dureza punitiva de la simple disciplina.
Jugar el juego remite a otro desafío: la construcción del conocimiento. En efecto, si el conocimiento no es constituido a priori, ¿de dónde proviene? ¿Cómo surge? Jugar el juego implica que el conocimiento es una práctica, un saber-hacer, y no un cuerpo de conocimientos teóricos establecidos a priori, que hubiera que reproducir. Los conocimientos resultan de un saber-hacer, en lugar de ser percibidos como la condición previa de este saber-hacer. Es fácil olvidar que el conocimiento nace del pensamiento. Por supuesto, toda puesta en práctica presupone un cierto saber, aunque sólo sea el de un lenguaje mínimo para el ejercicio de lo que nos concierne. Pero más que preocuparnos de que los alumnos adquieran formalmente esos prerrequisitos -cosa que se puede hacer en otro momento- lancémosles de lleno al ejercicio. Esta apuesta dinámica permitirá a todos, enseñantes y estudiantes, en un primer momento evaluar las competencias y las debilidades de cada uno, y en un segundo momento determinar lo que conviene hacer.
Se trata de andar un camino. El procedimiento invita a los miembros del grupo a apelar a lo que ya saben, a utilizar ese conocimiento, a comprender sus límites, a identificar las necesidades, y según el caso, a resolver los problemas y obstáculos que se presentan en la movilización de nuevas ideas y nuevos conceptos. Incluso si el participante se queda en la mera percepción del problema, el trabajo estaría hecho, ya que consiste en crear una necesidad de conocimiento, en crear una llamada para el pensamiento. Ese estado de la mente induce una motivación adicional y produce nuevas perspectivas que serán útiles para que el profesor pueda, posteriormente, explicar cualquier principio importante basado en una experiencia concreta. Esta génesis del conocimiento, un conocimiento que afirma y demuestra su necesidad, debería ayudar por un lado a esos estudiantes que viven el trabajo en clase y el aprendizaje como un castigo que consiste en ingerir cosas extrañas, y por otro también a aquellos que tienen éxito precisamente porque han entendido el sistema y saben cómo reproducir lo que les es inculcado, en detrimento a veces de un pensamiento vivo y auténtico. Jugar, sin excluir el rigor -sin él ya no sería un juego, sino el recreo-, es hacer operativo y dinámico el pensamiento, es devolverle su aliento.
2. El maestro del juego
Idealmente la función de control no necesita ser encarnada por una persona en particular, el grupo podría ser auto-suficiente tan pronto como la responsabilidad fuera asumida por cada miembro, pero no es así como ocurre en el funcionamiento cotidiano. En particular, si el grupo es grande y si el juego presenta retos importantes o alguna dificultad particular. En cualquier caso, cuanto más se pueda minimizar el rol del profesor más podremos considerar el juego un éxito. No habría que sucumbir, por razones prácticas, a la tentación de minimizar el juego, aunque siempre es posible cambiar a otras opciones de funcionamiento, siempre y cuando clarifiquemos la naturaleza, implicaciones y consecuencias de esta nueva opción.
Todo banquete, como todo barco, necesita un capitán, nos recomienda Platón. La navegación, como toda tarea compleja, se hace entre muchos, y habrá que designar una persona que en última instancia, y al hilo de los acontecimientos, tome las decisiones finales que le parezcan justas, a riesgo de cometer errores e injusticias. No se trata de un poder por derecho divino, sino únicamente un acuerdo tácito establecido por razones prácticas. Este rol puede ser asignado a diferentes personas, alternándolas. Se trata de un papel político que, de nuevo según Platón, consiste en tejer la diversidad en una obra única. Si bien el enseñante, más hecho a la práctica que intenta introducir, puede asumir inicialmente esa función, se recomienda delegar funciones en los alumnos, dependiendo de las circunstancias. Las dificultades que se presenten en esos momentos serán parte integral del ejercicio, evitando así las dos trampas de la práctica filosófica, el autoritarismo y la demagogia.
¿Cuál es aquí el papel del maestro, dado que ya no es el responsable de «decir la verdad”? Ante todo, él es un legislador: establece la ley, la enuncia, recuerda los términos de vez en cuando, modifica los artículos. Como ya hemos dicho, las reglas están sujetas a debate, pero hay que delimitar el lugar de este debate, especificar el momento adecuado y decidir cuándo se debe terminar para que el ejercicio no sea un permanente debate sobre el debate, trampa en la que es fácil caer. Estaría bien, por ejemplo, consultar la opinión del grupo al final o al arrancar. Hay varias maneras de implementar este proceso; la que nos parece más eficaz es acordar durante el ejercicio plenos poderes al animador designado y al final reservar un espacio de discusión con el fin de realizar la evaluación del trabajo realizado. El animador es también un árbitro, con su función judicial, en la medida en que debe asegurarse que las reglas en cuestión, tanto las suyas como las establecidas al inicio, son respetadas. Sin embargo, por lo que respecta a las decisiones parece preferible remitirlas al grupo, por medio de una votación a mano alzada, por ejemplo. Su papel como árbitro consistirá entonces en poner de relieve lo que aparezca como problema, buscar la opinión de algunas personas y, a continuación, producir una decisión, directa o indirecta. El arbitraje no ha de ser concebido como una actividad complementaria, sino como una parte intrínseca del ejercicio, ya que la elaboración de juicios, la formulación de argumentos, se encuentra en el corazón mismo de la actividad filosófica. A menudo, las preguntas más interesantes durante una discusión surgirán en estos debates de arbitraje, que resultan a menudo delicados, y no es de extrañar, ya que requiere pensar acerca de la forma, de la lógica y de las relaciones de sentido, dicho de otro modo: pensar en el nivel del meta debate y no del simple intercambio de opiniones. Se trata pues de ir más allá de los acuerdos o desacuerdos sobre el contenido, que remiten principalmente a la subjetividad, por muy argumentados que estén. Pensar en el cumplimiento de las normas, es trabajar la exigencia de la verdad, que no es más que la conformidad con algo, por muy arbitrario que ese algo sea: otra idea, un principio, la lógica, la eficiencia, etc.
El maestro del juego tiene como tercera función la de facilitador, o función ejecutiva. A menudo, el papel del ejecutivo es percibido sólo a través de su poder discrecional, como una prerrogativa de la que se abusa sin el menor escrúpulo, lo que provoca cierta desconfianza, en lugar de su opuesto, la confianza, sin la cual ningún grupo puede funcionar de manera tranquila y serena. En nuestro ejercicio, se trata de establecer una relación de confianza mutua entre el facilitador del momento, ya sea el maestro, otro adulto o un estudiante, y los que participan en el juego. Porque si el juego no puede darse sin él, él no puede presidir la sesión sin la ayuda de los otros, sin cada uno de los participantes. No por razones meramente formales, sino debido a que si a algún participante se le mete en la cabeza interrumpir el juego con conductas no deseadas, puede hacerlo. De igual modo que cualquiera de los participantes puede ofrecer una idea fecunda y producir el avance de todo el grupo. No olvidemos que no es el facilitador el que proporciona las ideas, sino los participantes, lo que le coloca en una relación de dependencia psicológica y cognitiva, bastante perturbadora para algunos maestros a quienes les resulta difícil confiar en sus estudiantes.
El poder no tiene por qué ser algo negativo, o suscitar temor, así como tampoco resultar incontestable. Es un arte y una responsabilidad, una práctica en la que ejercitarse como cualquier otra. Esta práctica remite al funcionamiento ciudadano, a la separación de tareas. Enseña a confiar en los demás, tanto como en uno mismo, y por ello mejora al individuo a través de este pacto entre iguales. También nos enseña a aceptar la dimensión de lo arbitrario de la vida en sociedad, y de la existencia en general, no como algo que sólo puede ser padecido, induciéndonos a la pasividad y al resentimiento, sino como uno de los aspectos constitutivos del desarrollo de un grupo, aunque sea necesario tomar distancia y regular las cosas con el tiempo, permaneciendo consciente del problema general que se presente. Esta capacidad de aceptar lo arbitrario requiere de una conciencia despierta, implica un distanciamiento de uno mismo, una capacidad de minimización de uno mismo en favor del grupo, y aprender a hacer el duelo de los propios deseos y pretensiones. Un funcionamiento así comporta una innegable asunción de riesgo, especialmente para el que habitualmente y a priori detenta el poder pero también para aquellos que sólo lo ejercen en algún momento puntual. La alternancia de la presidencia y el tiempo reservado para llevar a cabo el debate sobre el debate, donde cada uno evalúa su propio funcionamiento y el de los demás, forjan la solidez del pacto, precisamente porque está abierto a la crítica y es revocable. En cualquier momento ciertamente, pero en general se conviene dejar que el presidente de la sesión lo haga hasta el final de la misma, salvo fuerza mayor. El ejercicio de la ciudadanía requiere también de la protección del que instituye el juego. Esto significa, entre otras cosas, una garantía para que aquel que debe asegurar el correcto desarrollo del juego pueda trabajar con toda tranquilidad. Para algunos participantes, especialmente para los que la desconfianza y la reactividad es una forma de ser, tal perspectiva implica una revolución psicológica e identitaria, pero también un alivio. Podemos llamar a esto «aprendizaje del principio de responsabilidad. «
3. Pedir la palabra
La mayoría de los estudiantes saben que la regla para pedir la palabra consiste en levantar la mano antes de hablar, pero no es seguro que lo pongan en práctica de manera rigurosa, y sobre todo que capten el sentido que tiene. En general, las dos concepciones más comunes, relativamente inconscientes, son por un lado la que otorga al enseñante la facultad discrecional de conceder o denegar la palabra, y por otro la que ve este acto como un ritual, más o menos obligatorio, que da automáticamente la palabra, como ocurre con el gesto de cortesía que garantiza la satisfacción de una demanda o la legitimación un gesto, como cuando decimos «por favor» o «perdón». El primer caso no se da muy frecuentemente en la escuela primaria, se establece más adelante, el segundo es respetado en grados muy diversos: se ve en muchas de las clases que los alumnos empiezan a hablar tan pronto como levantan la mano sin esperar ningún tipo de autorización.
De nuevo, queremos insistir en la idea de la comprensión de las reglas, de su naturaleza discutible, comprensión y debate que no excluyen el hecho de imponer estas reglas, o la de considerar su aspecto arbitrario. El problema que surge aquí es el de «¿Por qué hablamos?». ¿Es porque la palabra empuja dentro de nosotros y debe salir a toda costa? En otras palabras, ¿es para sacar algo afuera por algún tipo de presión como cuando sale el jugo de un limón al exprimirlo? Algunas discusiones pueden hacer esta función, instaurando en el aula el espacio para un discurso libre y sin restricciones. Pero si es para filosofar, es decir, «pensar sobre el pensamiento», entonces intervienen otras determinaciones. Para empezar, y este no es el menor de los criterios, por la escucha. En efecto, ¿para qué sirve hablar en medio del estruendo, mientras que otros hablan o cuando no hay nadie escuchando? La idea es hablar cuando esté asegurada una buena escucha con el fin de maximizar el impacto de las palabras y garantizar la mejor respuesta posible. Pero ¿qué hay del enseñante? ¿Qué ejemplo da? Sea por cansancio, desaliento, o por sordera, ¿se ha acostumbrado a hablar en el vacío o el caos? O ¿quizás considera normal, no por lo que dice sino por lo que hace, que si bien su palabra de autoridad exige silencio, la del estudiante puede arreglárselas en medio del ruido?
Presentemos algunos retos sobre este asunto. En primer lugar, como hemos dicho, levantar la mano antes de hablar viene a confirmar que la escucha es activa antes de pronunciarse sobre lo que sea, en lugar de soltar palabras por puro desahogo. No ha lugar a ponerse hablar si otra persona está hablando. En segundo lugar, se trata del estatus del estudiante, y el respeto mutuo contribuye activamente a la definición de este estatus. De igual modo que no se le debe cortar la palabra al maestro, no se debe interrumpir a un estudiante que está elaborando su pensamiento, por mucho que nos parezca que está siendo lento en articularlo, o que resulta incongruente o incomprensible: el error o la falta de comprensión son parte integrante del proceso de aprendizaje, no puede ser un motivo para la desvalorización del individuo, teniendo en cuenta que el estudiante en el curso de su intervención puede rectificar poco a poco su propuesta. La excepción podría ser que estemos ante una longitud excesiva de la intervención o una palabra que definitivamente anda perdiéndose en su propia confusión.
Pedir a un estudiante que escuche a su compañero es garantizarle que, a cambio, él será escuchado también. Sin olvidar, además, que si el maestro es capaz de seguir el hilo de sus ideas cuando es interrumpido por un alumno, al alumno le es más difícil mantener la concentración si otra persona está hablando. Y todavía es peor cuando se trata de alumnos tímidos o confusos. De hecho, con el fin de garantizar una escucha mejor y dejar patente que ésta se está llevando a cabo, lo mejor será proponer no levantar la mano mientras un compañero está hablando: equivale a decirle que se active o que se calle. En cualquier caso no escuchamos mejor con el brazo levantado…
En tercer lugar: acostumbrar al estudiante a articular su propio pensamiento, a reconocer en éste sus límites y poder así tomar conciencia de sus dificultades. Es en este sentido hay una práctica que se da a menudo en los profesores, potencialmente nefasta, que consiste en acabar las frases de los alumnos o reformularlas de manera abusiva. Bien es verdad que no siempre es posible, dependiendo del contexto, tener todo el tiempo necesario para que todos se expresen, a tal punto que el acto reflejo natural del profesor termina siendo hablar en lugar del estudiante, pero hay que reconocer los límites de este tipo de comportamiento. Y por ello, es importante reservar algunos momentos de la vida de la clase a esta «pérdida de tiempo», momentos que llamamos de diálogo filosófico, porque damos a los estudiantes tiempo para pensar sus propios pensamientos, incluidos fallos, errores y faltas de entendimiento, ya que son la realidad del pensamiento, realidad que sería inapropiado borrar. Y con más razón por cuanto que el estudiante se puede acostumbrar al auxilio, artificial y no solicitado, por facilidad y comodidad. Lo que no impide que el profesor, como veremos más adelante, pueda ayudar activamente a un estudiante ofreciéndole ideas que él no consigue expresar, aunque es preferible que sean los demás estudiantes los que desarrollen esta función.
En cuarto lugar, el interés del ritual de levantar la mano remite a la habilidad del estudiante a distanciarse de sí mismo, a posponer en el tiempo, a no estar en el impulso y el automatismo. A menudo, el estudiante que suelta las palabras tan pronto como las «siente», no se toma el tiempo necesario para construir su discurso, y a menudo ni recuerda lo que acaba de decir: basta con pedirle que lo repita para comprobarlo. Aunque cabe que no ose hacerlo por temor, timidez, por tener que asumir de nuevo esas mismas palabras ante los oídos de los demás. Cuesta muchas veces repetirse, porque la duda y la vergüenza se imponen de manera natural. Todos tenemos la experiencia del alumno que mientras hay ruido en la clase lanza ideas, ideas que no se atreverá a repetir una vez que los demás escuchan con atención.
Esto nos lleva al quinto punto: la singularización de la palabra. Atreverse a hablar de una manera singular, en tanto que individuo que habla a sus compañeros, al conjunto de la «ciudadanía», con toda la dimensión de riesgo que esto conlleva. Hay en ello una práctica que no es natural para todo el mundo, y que requiere un cierto trabajo, una cierta experiencia, que el maestro debe facilitar. Se trata nada menos que de aprender a asumir una singularidad explícita y articulada, asumir la toma de poder temporal que representa, arriesgándose a ser escuchado, a la mirada de los otros y a que nos devuelvan una imagen de nosotros mismos. Es asumir el riesgo de existir abierta y plenamente frente al mundo.
La forma más simple para pedir la palabra es la comúnmente utilizada de la mano o el dedo levantado. Pero hay otras técnicas para invitar al estudiante a distanciarse de su propia palabra, para enseñarle a aplazar y tomarse un tiempo, para retrasar su acción, a la espera de una ocasión propicia, para dar una mejor forma a la idea antes de expresarla, para salir de lo inmediato y salir de sí con el fin de tener en cuenta el grupo, a la vez que se distancia de él. Se puede utilizar un «bastón de la palabra», a modo de micrófono, que circula en el grupo, y que hay que sostener en la mano si quieres hacerte oír. O bien que el que acaba de hablar invite a alguien a tomar la palabra designándolo por su nombre. Lo importante, como hemos dicho, es volver a dar un significado a los gestos, como un medio para establecer una relación con la comunidad, para devolverle su valor simbólico, y quitarle a la regla el envoltorio reductor de simple autoridad, para que pueda desempeñar plenamente su papel educativo.
4. Demorarse sobre una idea
Esta regla es, en el plano cognitivo, sin duda una de las más fundamentales, requiere mantener la mirada sobre una cuestión dada, permanecer y concentrarse en una idea precisa, para poder discutirla, profundizarla, analizarla, con el fin de ilustrarla y problematizarla. Es clave para todo ejercicio intelectual, a la vez su hilo de Ariadna y su sustancia, que el tema objeto de reflexión esté constantemente presente en la mente de todos. Esto no siempre es fácil, en la medida en que cualquier debate, cualquier reflexión atraerá nuestra mirada hacia caminos anexos, hacia conexiones asociativas, digresiones más o menos legítimas y útiles, así como hacia asuntos de métaréflexion que habría que evaluar sin por ello abandonar el tema original. Tarea ardua teniendo en cuenta que nuestros ejercicios de diálogo se realizan a múltiples y cruzadas voces cuyo entrelazamiento propicia innumerables ocasiones de derivar y perderse en vías paralelas, caminos liosos y callejones sin salida y sin retorno. La escucha del otro, que nosotros recomendamos vivamente y llegamos a imponer como regla, nos ofrece la permanente tentación de olvidar el tema a tratar, para limitarnos a la pura reacción a las diversas palabras que escuchamos. Para caracterizar el problema general planteado aquí con respecto al ejercicio de pensamiento, retomemos la idea de Platón que nos invita a tomar simultáneamente el todo y la parte, siendo que cada idea particular, tomada aisladamente, puede hacer caer al pensamiento en una trampa de parcialidad inadecuada. Seguir un tema implica, por lo tanto, actos y funcionalidades que son a veces contradictorios. Echemos un vistazo a algunos, antes de ver seguidamente en qué medida esta diversidad conflictiva participa de la construcción del pensamiento.
Antes que nada se trata de poder contemplar una idea antes de intentar establecer su utilidad, y sobre todo antes de preguntar si estamos de acuerdo o no con ella. Esta última respuesta, en particular, a menudo asimilable a un simple reflejo, encarna el primer obstáculo para la comprensión de muchas de las palabras emitidas y de muchos textos. Ya que la toma de posición, o reacción, precede generalmente en rapidez operativa a la comprensión, resultando esta última distorsionada por la primera. Seguir un tema es pues en primer lugar, según el requerimiento cartesiano, suspender el propio juicio, retener por un momento su aprobación o su rechazo, mantener a distancia la subjetividad, con el fin de dar cabida a la idea con un mente relativamente abierta. También se trata de invitar a los participantes a que eviten, en un primer momento, cualquier declaración del tipo «Estoy de acuerdo con esta frase» o «Esta idea es incorrecta» o » Esta idea no me gusta». Porque se trata sobre todo de sopesar la idea, examinarla, comprenderla.
Si se trata de una pregunta, es crucial pararse a apreciarla inicialmente como pregunta, sin contaminarla del automatismo de una respuesta. Debemos guardarnos de este reflejo, que, como cualquier otro reflejo del pensamiento, conecta dos conceptos o ideas, los desplaza o los acopla, incluso los hace chocar, sin tomarse el tiempo de mirarlos por separado y ver lo que contienen en sí mismos. Responder a una pregunta, es reducirla a casi nada, es eliminar su potencial interrogativo, es fijar su acepción a un resultado único, en lugar de considerar la magnitud del problema y considerar el potencial interrogativo de este problema. Puesto que una pregunta plantea por definición un problema ¿por qué no invitar a los participantes a contemplar el problema por sí mismo? Momento estético, como en el museo, cuando nos dejamos interpelar por una obra, en lugar de apresurarnos a la carrera sobre la siguiente, en lugar de mirar el reloj y preguntarse qué es lo que queda por ver para completar la visita.
No es que esté prohibido responder a la pregunta, muy al contrario, y como veremos más adelante, tampoco lo está objetar o estar de acuerdo con una idea en particular, pero a nosotros nos parece simplemente útil descomponer artificialmente el movimiento, con el fin de capturar los momentos y quitarle el encadenamiento compulsivo y sistemático. Las competencias son diversas, y puesto que se trata de un juego, justifiquemos esta exigencia explicando que su dinámica se instala y se estructura en momentos en los que las acciones, roles y funciones difieren. La mayoría de los deportes tienen que ver con diferentes estrategias, y el entrenamiento consiste en parte en trabajar por separado las destrezas, las sutilezas y las técnicas que les corresponden.
Es recomendable tomarse un tiempo para la contemplación de las ideas, siendo que las ideas son a la vez el objeto y el propósito de nuestro ejercicio. Recordemos que hubo un tiempo, antes de la aparición del reinado de la utilidad y de la subjetividad, en el que era muy recomendable contemplar las ideas, en la antigua Grecia por ejemplo, especialmente aquellas que parecían valer la pena, aquellas que justamente constituían la arquitectura de pensamiento en sí mismo, por ejemplo los conceptos «grandes», o trascendentales, tales como la verdad, la belleza y el bien. El concepto de trascendental, como Kant explica, refiriéndose a lo que condiciona y permite al pensamiento su constitución.
Pero la regla que consiste en exigir la contemplación de las ideas es difícil de plantear. Porque si el alumno ofrece resistencia a esa ralentización del movimiento del pensamiento ¿qué ocurre con el enseñante? ¿Consigue respetar esa regla? ¿Acaso no está acostumbrado a hacer avanzar el intercambio cueste lo que cueste?
Por su preocupación, por la eficacia. Por temor al aburrimiento o a ofender a los estudiantes. Por inseguridad con respecto al valor de las ideas en cuestión. Porque espera unas ideas concretas que le interesan en exclusiva. Por horror al vacío. Por simple impaciencia o manera de ser. Pausar el pensamiento, respirar, interrumpir el proceso que está teniendo lugar, instalar artificialmente vacíos en el diálogo, son algunos de los obstáculos corrientes y comprensibles que retienen al maestro. Sin embargo, si pensamos en todos esos niños y adultos, que viven en la febrilidad del mundo, en el zapping permanente y la preocupación por ahorrar tiempo, si no es en la escuela el lugar donde aprender a tomarse un tiempo para pensar, para darle valor a las ideas en sí ¿cuándo y por qué milagro lo van a aprender?
De manera más activa, detenerse sobre una idea, es explicarla, sin comentarios anexos, es reformularla, es pedir recordarla enunciándola, es repetirla como una especie de mantra para que entre en la mente. Si un participante quiere cuestionar una idea o dirigirle una objeción, pidámosle en primer lugar que repita esa idea a la cual pretende ponerle condiciones. Si un participante quiere responder a una pregunta, pidámosle que repita la pregunta a la que pretende responder. Especialmente cuando una vez contestada, nos damos cuenta por su respuesta que, visiblemente, no recuerda mucho de la pregunta en cuestión. Si un interlocutor cree haber comprendido la idea de un compañero, invitémosle a comprobar lo que entiende con respecto al autor de la idea, a riesgo de que éste no sepa decir si es que se ha expresado mal o si no ha sido escuchado. En otras palabras, antes de continuar, comprobar si el punto de partida o de anclaje es claro y presente. Estas simples peticiones son a menudo un ejercicio en sí mismo, lleva a tomar conciencia de los malos hábitos que conservamos en nuestra higiene del pensamiento: queremos decir algo, pero ignoramos de qué estamos hablando, aquello a lo que estamos respondiendo.
No olvidemos, sin embargo, que si el juego consiste a veces en quedarse en una idea para tomarse el tiempo de apreciarla, también es movimiento, puesto que invita a los participantes a ir a través de varias etapas. Y es entonces cuando se pone a prueba la capacidad de seguir esos pasos, de satisfacer las diferentes exigencias y de saber cómo cambiar de rol.
5. Rehabilitar el problema
Ya nos hemos referido al concepto de problema, pero nos parece que hay que retomarlo como un principio en sí mismo, constitutivo del ejercicio filosófico. Se trata de rehabilitar el problema, de considerarlo como una parte integrante de la enseñanza y el aprendizaje, y no como un obstáculo, un lamentable obstáculo que sería cuestión de eliminar a toda costa cuando no de ocultar. La dificultad se basa en la mala prensa que atrae el problema sobre sí: el problema como un problema. «No hay problema», dice el maestro, con sus palabras, con sus actos, con sus silencios. Él está tranquilo. Para el estudiante sí que hay uno. Puede que el peor de los problemas: cuando el alumno no comprende y no sabe expresar ni siquiera la naturaleza del problema. Si lo supiera hacer, el problema empezaría a disolverse. Por el momento, sólo siente un dolor que le hace decir «no me gusta esta materia» cuando no es «no me gusta este profesor». Acto reflejo que no puede ser más apropiado, la defensa de la integridad territorial del ser: el otro nos causa dolor, es normal que se perciba como un enemigo. Cuanto menos sea capaz el estudiante de expresar el problema, mayor será el dolor, y más viva será la reacción, ya sea por la confrontación o por la ausencia.
Frente a esto, ¿para qué sirve hablar? En cualquier diálogo, hablar sirve sobre todo para problematizar, para variar las perspectivas. La problematización no es sólo inventar un problema, es también articular un problema muy presente, articulación que no necesariamente resuelve el problema, pero, al menos permite la identificación y su tratamiento. Un problema no necesariamente tiene que ser resuelto, aunque pueda serlo. Un problema debe sobre todo ser percibido, ser visto, ser manipulado, hacerse substancial. Como práctica, la pintura siempre será un problema para el pintor, como las matemáticas para un matemático y la filosofía para un filósofo. La ilusión más catastrófica es la que sugiere que no pasa nada, aquella que hace creer que el profesor es un mago en el sentido tradicional del término, que tiene poderes especiales, en lugar de mostrar que él no es más que un ilusionista, alguien que sabe tirar de los hilos porque está viendo cómo están entrelazados entre sí, cómo se organizan.
Pero para hacer esto, ante todo, hay que rehabilitar el concepto de problema. «¡No hay ningún problema!», «¡No tengo ningún problema!» El orgullo o el deseo de tranquilidad nos llevan a renegar de la idea misma de problema. El problema es eso que nos impide actuar, es un obstáculo, un freno, un retardador de velocidad. ¡Y si, precisamente, en este efecto aparentemente perverso se dieran tanto su substancia como su interés! Teniendo en cuenta que estamos tan tentados de reducir la materia y su aprendizaje a un conjunto de datos y unas cuantas operaciones, elementos pedagógicos cuantificables, verificables, evaluables. No obstante ¿qué pasa con el espíritu, el de la materia enseñada entre otros? Ciertamente, el espíritu se filtra a través de las distintas actividades propuestas, pero ¿por qué habríamos de abandonarlo a la triste suerte de factor aleatorio, accidental y secundario? Sobre todo porque este conocimiento intuitivo no lo tienen todos los alumnos. Si algunos están preparados para recibirlo por razones y circunstancias que no reclaman la labor del maestro, los otros, los que chocan contra lo extraño del proceso, se sitúan precisamente en su campo de acción. Para ello es necesario que la materia sea para el profesor un problema, que no esté cuidadosamente guardada en la estantería de los objetos domésticos, ese orden que el alumno con dificultades vendría a perturbar.
Las dificultades del alumno sirven a un propósito muy específico: repensar la materia enseñada, su naturaleza, su eficacia, su verdad y su interés. Si todo se da por sentado las dificultades se convierten en un simple obstáculo que deben ser eliminadas de forma rápida con el fin de avanzar. Es entonces cuando el programa del curso se convierte en la coartada por excelencia, el refugio del temor y la inseguridad. Tenemos tantas cosas que aprender, ¿cómo vamos a tener tiempo para trabajar el espíritu? El espíritu de la materia y el espíritu del sujeto pensante. Tenemos que centrarnos en la materia. Olvidamos demasiado rápido la lección de los antiguos, y nos encontramos con una materia sin alma, reducida a aprendizaje y rendimiento. Sin duda útiles, pero tan reductores.
Se trata, en primer lugar de ser capaz de decir: «Tengo una dificultad», «Esta tarea específica es un problema para mí «, que también puede ser expresada en la forma de «yo no sé», «no puedo contestar», o simplemente «no entiendo». Estas palabras, que por su relativa falta de contenido o respuesta pueden parecer no significar nada y no aportar nada a la discusión, simple reconocimiento de una dificultad, que puede parecerse a un escape o a una forma ritual de cortesía, son por el contrario algo que tiene muchas consecuencias. Para empezar plantea de manera abierta la existencia de un problema, lo que abre la puerta a una sucesión de acontecimientos. Reconociendo ese estatuto productivo, extraemos el problema de su envoltorio de culpa y mala conciencia, que en general impide la palabra al que sufre con la opacidad de un conocimiento o de una práctica. Esa «dolorosa» constatación se convierte, al contrario, en factor de reflexión. Porque el problema de uno se vuelve el problema de todos, en primer lugar por una buena razón: ha sido verbalizado. Para continuar, porque bien puede ser que ese problema singular sea compartido por otras personas, que no han sabido o no han podido admitirlo o reconocerlo. Pero también está el problema de aquellos que piensan que no tienen dificultad con el problema en cuestión, y van a tener que demostrar públicamente su capacidad para tratarlo. Porque una vez que el problema de uno es el problema de todos, todo el mundo está invitado a ocuparse de él a partir de una frase aparentemente anodina pronunciada por el autor del problema: «No entiendo y pido ayuda». A partir de ahí, los que piensan que son capaces de articular o lidiar con el problema se explicarán, por turno de palabra, o por cualquier procedimiento de selección. Hasta que el que había expresado la dificultad se vea satisfecho o hasta el cierre de la cuestión después de algunos intentos fracasados y ante una imposibilidad temporal de resolución.
Es cierto que se trata de un proceso lento, que requiere de la habilidad de dar pequeños pasos sobre un aspecto específico y reducido de la andadura, puede que incluso sea un aspecto aledaño, pero no es cuestión de disimular, de pasar por encima como si no pasara nada porque andamos «faltos de tiempo». Si dejamos mínimamente filtrarse o expresarse la impresión de que el problema a tratar impide «avanzar» al proceso, es decir que damos a entender que tenemos mejores cosas que hacer, entonces todo el trabajo de rehabilitación de lo que significa el problema y la declaración de ignorancia serán reducidos a cenizas. Esto no significa que haya que enredarse durante toda una sesión en una sola y única dificultad; un procedimiento que ofrece garantía es el que propone limitar toda tentativa de solución de un problema a tres intentos consecutivos. Ello permite salir de un asunto espinoso sin haberlo ignorado.
Así pues no habría, por un lado, problemas dignos de ese nombre, intelectualizados y bautizados con el pomposo nombre de problemática, y, por otro, lo problemas «tontos», aquellos que emanan de la falta, de la ignorancia y de la incomprensión. Tal distinción llevaría a alentar la negación de la dimensión real, profunda y existencial del problema, inconfesable, para no expresar más que los problemas que son el resultado de elucubraciones de espíritus sutiles. El profesor mismo no se atrevería a tener problemas, ni siquiera los inconfesables… ¿por qué, entonces, se lanzaría a desarrollar procedimientos arriesgados, en los que no es posible predecir ni los peligros, ni la culminación del ejercicio? Un ejercicio como el de la reflexión en común, tomado en todo su rigor, impone a cada participante una mínima humildad, y en todo caso una capacidad para admitir abiertamente la dificultad y el error, un rechazo de la omnipotencia, y la aceptación de la dependencia de los demás. De ese modo las ideas podrán vivir.
6. Articular las elecciones
Como hemos explicado en parte, el taller arranca con una actitud arriesgada, por parte del estudiante y por parte del facilitador, riesgo por tener que elegir y emitir juicios, algo que se extenderá a lo largo del ejercicio. Reflexionando sobre su elección, articulándola, sabiendo que la tendrá que argumentar o justificar, con el fin de profundizar su tenor y verificar su contenido, el estudiante asume un riesgo que no debe ser subestimado. Algunos, por cierto, no consiguen hacerlo. Asumir el riesgo de expresar lo que se piensa, el riesgo de tener que hablar delante de los compañeros, el riesgo de hablar ante el maestro, el riesgo de no ser capaz de justificar su elección, el temor a «hacerlo mal», etc. Para el profesor, lo de asumir riesgos consiste en escuchar elecciones y argumentos que podrán parecerle aberrantes, inquietantes, o erróneos, sin por ello mostrar desaprobación o inquietud. Mientras prosigue con el proceso de cuestionamiento, con ese estudiante o con otro. Ciertos profesores confiesan su impaciencia frente a ese tipo de situación, que revela una cierta inquietud: prefieren «corregir».
En general, el taller comienza con una pregunta. Una pregunta que incita a pensar, a juzgar, que no apela mucho a conocimientos específicos que pudieran dar pié a una autoridad a validar o invalidar la respuesta como buena o mala, verdadera o falsa. Se trata de producir un pensamiento, y no de proporcionar la buena o la verdadera respuesta: se le pide ser claro y pertinente. Exigencia que puede sorprender al estudiante, que no está acostumbrado a ese tipo de solicitud. Porque si la exigencia de veracidad no es fácil que se dé, hay otras que no son menos exigentes: ¿Responde la respuesta a la pregunta? ¿La esquiva? ¿Responde la respuesta a otra pregunta? ¿La respuesta es clara? ¿Está mínimamente justificada? Para empezar se trata de producir necesariamente frases, y no simplemente manifestar un asentimiento o pronunciar alguna palabra aislada. Se trata de construir pensamiento y no de verificar el aprendizaje de una lección.
La incertidumbre frente a la falta de validación inmediata y asegurada molestará a menudo a los alumnos demasiado «escolares». Tendrán la impresión de haber sido entregados al vacío, a la nada. Preguntarán y preguntarán por lo que hay que hacer, incrédulos, les costará creer que se les pide únicamente pensar, sin expectativas de respuestas específicas, validadas de antemano. Cuando se trate de un diálogo con el conjunto de la clase, esos alumnos aplicados y estudiosos se sentirán abandonados por el profesor, traición que les priva de una presencia tranquilizadora, de la garantía habitual y reconfortante de un juicio certificado como conforme. Hasta los «gamberros» se sentirán inquietos con este tipo de procedimiento que les saca, a ellos también, de su estatus específico en el cual están instalados, voluntariamente o no. Cada alumno habrá de medirse ante el juicio del conjunto de la clase, juicio cambiante e inesperado, imprevisible y desestabilizante, ante el cual está llamado a confrontarse. Confrontación ésta con más peligro que la de la incuestionable autoridad del maestro, incluso si en ella la palabra tiene una apariencia más libre y espontánea. Lo que podría parecer aparentemente muy fácil se revela al contrario, arduo, muy arduo para algunos.
No obstante, como hemos dicho anteriormente, presentamos el ejercicio como un juego, a fin de desdramatizar la asunción de riesgo por parte de los alumnos. Hay que recordar ese aspecto lúdico de vez en cuando, alternándolo con momentos más serios. Para los niños que tienen dificultad para expresar sus opiniones, hay que ser paciente, y dirigirse a ellos de vez en cuando para que no se sientan excluidos, aun cuando no consigan verbalizar fácilmente, o lo hagan muy poco, así como tranquilizar a los tímidos ofreciéndoles hablar más adelante si se bloquean. El profesor debe velar por que todos puedan expresarse un mínimo, asegurándose que los más locuaces no aplasten a los otros, peligro recurrente en cualquier discusión. Sobre todo porque aquellos que producen discurso oral de manera más laboriosa no son necesariamente los menos interesantes o los menos profundos.
Responder a preguntas de conocimiento presupone un aprendizaje específico: una lección aprendida, información retenida. Articular un pensamiento implica a la totalidad del ser. En este sentido el discurso no se refiere a simples cuestiones de conocimiento teórico y formal, sino a un saber hacer, también a un saber ser, a la capacidad para determinar un posicionamiento existencial. Ya que cuando se trata de una elección el pensamiento entero es convocado. De ahí el interés de arriesgarse a articular una elección, concebida ésta como acto inaugural del pensamiento. Luego hay que justificar la proposición inicial movilizando los conocimientos adquiridos, elaborando los argumentos y los razonamientos posibles, intentando responder, en un segundo momento, a las preguntas y objeciones. Quizás a costa de revisar el juicio inicial, decisión fundamental, puesto que así se manifiesta una cierta libertad de pensamiento y una relación honesta y valiente con respecto a los otros, así como lo que podríamos llamar una búsqueda de la verdad.
Último punto importante acerca del juicio: corresponde a una realidad existencial en la medida en que los conocimientos son generalmente los que nos permiten efectuar una elección, día tras día. Esta práctica permite pues hacer de la propia realidad algo cercano a la enseñanza, ya que no se refiere sólo a la clase, a las buenas y malas notas y a la sucesión previsible de cursos, sino a lo que constituye la relación entre un sujeto y el mundo que le rodea, el mundo en que vive. Se trata por tanto de trabajar con tenacidad la tendencia esquizofrénica de la doble vida, doble lenguaje, entre la escuela y la calle, entre los libros y la casa, entre el aula y el patio de recreo, fisura que debilita enormemente -o directamente estropea del todo- el trabajo del maestro y el proceso educativo, en el que se supone que participa el niño. En el curso del ejercicio filosófico que proponemos, al estudiante se le pedirá tomar decisiones para responder a las preguntas, analizar sus propias decisiones y los de sus compañeros, justificar su elección, determinar el grado de validez de los argumentos utilizados, e incluso a hacer juicios acerca de los comportamientos que presiden los discursos, las reacciones y las respuestas de cada uno. Muchas decisiones, cruciales, que deben ser construidas y examinadas lentamente, y que son apéndices del funcionamiento cotidiano, sino que constituyen su sustancia y su crisol. Y cuando se trate de reflexionar, debatir y trabajar más directamente la materia específicamente escolar, la apropiación de esa materia se verá facilitada al verse el alumno invitado a hacerla operativa, a tomar posición en relación con ella, práctica que impide una especie de exterioridad formal al trabajo de la clase. Nadie puede, por tanto, limitarse a una posición exterior, puesto que la regla del juego presenta como requisito previo situarse en relación con la materia estudiada. La vida es devuelta a la materia, la materia es devuelta a la vida.
7. Preguntar, argumentar, profundizar
Si hay un principio fundamental que en nuestra caso queremos inculcar es el reflejo del cuestionamiento, cuestionar al otro, cuestionarse a uno mismo, cuestionar todo lo que es enunciado. Y hay un acceso privilegiado al cuestionamiento: el «¿por qué?», elemento dinámico y detonante, fundador del pensamiento y el discurso, que proporcionará al pensamiento y al discurso su sustancia, pidiéndoles un fundamento y una profundidad. El «¿por qué? «, al que un «porque» hace eco, se corresponde con diversos tipos de pregunta: «¿Qué es lo que te hace decir eso? «, «¿Con qué derecho dices eso?», «¿Cómo se puede explicar que así sea? «, «¿Para qué dices eso? «, «¿Qué significa lo que dices?», «¿Qué implica lo que dices?”. Se cuestiona a la vez el sentido de las palabras, la razón de ser de su objeto, la legitimidad de su autor, etc. Este proceso multifacético provocado por un potente adverbio interrogativo invita al discurso a salir de su plana e inmediata evidencia, para desentrañar en él sus misterios, para arrojar luz sobre su génesis, para entrever implicaciones y consecuencias. «Palabra mágica» les diremos a los más jóvenes, para sugerirles la fuerza y las innumerables posibilidades de cuestionamiento contenida en el «¿por qué?» «. Si hay un término que ayuda a mostrar el poder de las palabras, es este que, lanzado al interlocutor, le deja a menudo inquietado, cuando en realidad el autor del discurso sólo tendría que dar cuenta de sus propias palabras.
Los estudiantes captan bien el alcance del «¿por qué?», vemos que una vez iniciados a su uso, cuando tienen que plantear una pregunta, se apresuran a utilizarlo sin parar, a diestro y siniestro, como una solución fácil:»¿por qué dices eso? «. Porque si los «¿Cuánto?», «¿Cuándo?», «¿Cómo?», «¿Dónde?», «¿A quién?», «¿Cuál?», «¿Qué?» o «¿Es esto x?» requieren para utilizarlos de la comprensión de las circunstancias específicas y la elaboración de una frase apropiada, el «¿Por qué?» siempre se puede colocar de manera sencilla, sin gran esfuerzo de imaginación. Hasta el punto de que a veces será útil suspender temporalmente su uso, en el caso de abuso sistemático que impida el progreso del trabajo. Porque si esta pregunta resulta fácil de plantear, es sin embargo la más difícil de responder; y el que pregunta debe también realizar un verdadero trabajo, uno que permita hacer emerger nuevas ideas, planteando problemas específicos al interlocutor, y no usando un «truco» que puede usarse para todo.
El cuestionamiento impone pues al estudiante la justificación de su propuesta, proporcionar argumentos, pruebas, razonamientos, proposiciones nuevas que sostengan a las iniciales y profundicen su tenor. Desde esta perspectiva, habrá que señalar la invalidez de un cierto número de argumentos clásicos que, si no son usados abiertamente, sin embargo actúan como ley, especialmente en la clase: el argumento de autoridad, por ejemplo. Ya que en el ejercicio filosófico, no es cuestión de referirse al maestro, a los padres o a cualquier libro para determinar el valor de una idea. Nada más lejos de nuestra intención que invalidar de oficio esas fuentes «primarias» del conocimiento, de hecho es difícil y vano pretender abstenerse de ellas, pero van a encontrar su lugar sólo en el marco de una construcción intelectual, es decir en la disposición de las proposiciones que haga el alumno. En ese sentido éste se convierte en el autor de su propio discurso, aún cuando una cierta influencia deje su huella de manera evidente.
Platón llama a ese proceso en el cual se compromete cada participante a través del cuestionamiento, el principio anagógico. Se trata de reconstruir un pensamiento particular en dirección a su origen, a fin de verificar su tenor, ya que es en ese origen donde se encuentra el verdadero sentido de una idea y no en su aparente evidencia. Además, el proceso de ascenso en el ser de la idea, devuelve al pensamiento su vigor, lo que permite pasar de la fase de la opinión pública a la idea. De hecho, la distinción entre la opinión y la idea se reduce al trabajo que la genera y la rodea. Una misma proposición puede considerarse por tanto una opinión o una idea, según el modo de lectura o de análisis utilizados, dependiendo del grado de intensidad de la interpretación. Finalmente, esta investigación sobre la causalidad de una idea ofrece también con el tiempo una serie de ideas anexas, correlatos de la idea inicial, que arrojan luz sobre ésta. Ciertas contradicciones o incoherencias que emergen se prestan al estudio y la crítica. Esta confrontación entre las diferentes perspectivas se convierte así, a través de un esfuerzo de coherencia que se puede asemejar a una búsqueda de la verdad, en la ocasión para identificar y volver a trabajar diversos postulados que hasta ahora habían permanecido inconscientes en la mente de su autor. Enfrentado a una multiplicidad de proposiciones, el intelecto debe descubrir la unidad fundadora y causal, o al menos entender las contradicciones entre ellas.
De este modo, el trabajo que consiste al principio en proporcionar argumentos para responder a las preguntas y como justificación de la palabra inicial, se transforma rápidamente en un trabajo de profundización. La argumentación puede prácticamente reducirse a un mero pretexto, el de una exploración o examen más detallado. Esto nos autoriza a evaluar la legitimidad de una idea no por algún canon establecido a priori, o por la pertenencia a un texto oficial, sino gracias a la relación que una idea específica mantiene con su entorno intelectual. Pero para realizar un proyecto así, es necesario aprender a hacer preguntas, ejercicio que constituye un arte en sí mismo. Porque si algunas de las preguntas, percutientes, facilitan el trabajo y dan lugar a una profundización, otras, al contrario, se dan contra un muro o no invitan en absoluto a la producción de conceptos.
El trabajo de cuestionamiento oscila entre dos escollos. Por un lado, la pregunta que parece un curso, difícil de entender, con un largo preámbulo, que a menudo ya contiene las respuestas esperadas: esas que dejan al interlocutor a cuadros, sea por incomprensión sea porque siente claramente que no esperamos de él otra cosa que la aquiescencia. Por otro lado, la pregunta vaga que no pide nada específico: las de «dime más» o «¿puedes desarrollarlo mejor?» poco inspiradoras, no invitan a nada. Sobre este aspecto del trabajo, más incluso que en otros aspectos, el profesor va a aprender de los alumnos, es decir de la multiplicidad, porque es difícil predecir qué tipo de pregunta será más operativa en un caso particular: sólo gracias a la experiencia, «en el tajo», se va a mejorar esta práctica. Porque si es más fácil que el maestro pueda entrever un punto ciego o una contradicción en una palabra dada, no va a ser tan fácil encontrar las palabras que den en la diana, haciendo tomar conciencia a su interlocutor del problema interno que incuba su discurso. Por ello toda la clase está invitada a volcarse sobre las proposiciones de un «autor», y a tomar conciencia de que el verdadero trabajo no consiste en dar «su» respuesta sino de forjar las preguntas adecuadas. Especialmente porque una verdadera pregunta exige retirar las ideas propias, lo que implica un trabajo doble: tomar conciencia de las ideas que le habitan a uno y conseguir acallar los propios conceptos y convicciones, ponerlas de lado para dirigirse a alguien con el fin de saber lo que piensa, sin intentar comunicarle el «pensamiento correcto» o inferir un contenido. Es la crítica interna, como dice Hegel, crítica que cuestiona desde dentro una tesis, a diferenciar de la crítica externa que consiste en dar argumentos y conceptos para objetar. Preguntar, es ayudar a dar a luz, lo que significa que las ideas deben emerger en la persona que es interrogada y no ser ofrecidas ya hechas por el que interroga. Preguntar es crear un espacio para respirar y no taponar un agujero.
8. La singularidad del discurso
La singularidad del discurso presupone un tipo de originalidad que constituye su especificidad. Sin embargo, difícilmente podría decirse que todo lo que oímos en un diálogo en clase tiene ese carácter de original. Así es que, sin excluir el lado a veces inesperado de ciertas respuestas cuando menos sorprendentes, propongamos la hipótesis de que la forma primera de la singularidad es más bien la del compromiso. Comprometerse con una idea, tomar opciones sobre una idea, es hacerla única, o personal, por un fenómeno de apropiación. Por tanto, de manera regular en el transcurso del ejercicio, el alumno tendrá que tomar partido, ya sea en la producción de una idea o en relación con las ideas de los demás. No sólo sobre el hecho de estar de acuerdo o no, sino también sobre la naturaleza misma del discurso, su coherencia, su lógica o su precisión, la del suyo o la de otro. Determinación que, como hemos visto, deberá en la medida de lo posible ser explicada, argumentada, justificada, etc.
La idea de determinar la propia posición en relación a una cuestión dada, sea cual sea el grado de abstracción, implica un acto de reflexión, una toma de conciencia, que exige un esfuerzo a los alumnos, a algunos más que a otros. Porque se hace necesario plantearse conscientemente la cuestión de la elección personal, algo que, sobre todo, en las clases de los más pequeños no hay que dar por adquirido. Para que este acto se efectúe primero hay que tener cuidado con una primera trampa: el acto reflejo de la repetición, muy corriente en esa edad. Decir lo mismo que ha dicho otro, sea alumno o maestro, es la tentación y la solución fácil, el reflejo fusional tan común en los niños. Fusión con el grupo, porque eso alivia el miedo, porque unos se siente menos solo o porque hay que hacer lo mismo que los otros. Fusión con el maestro, porque es un adulto, porque es el que sabe, porque debe tener razón. Más tarde, esto se convertirá en un temor al error que, como dirá Hegel, es el «primer error».
Por esta razón, en el transcurso de nuestro ejercicio, es crucial que el enseñante no manifieste ni acuerdo ni desacuerdo, al menos sobre el contenido, incluso sobre la forma, lo que no impedirá que pueda volver sobre un problema señalado en algún momento que le parezca que él mismo debe abordar. En cuanto a la relación entre iguales, con el fin de asegurar que no hay repeticiones mecánicas, una de las reglas del juego consiste en prohibir volver a decir lo que ya se ha dicho por otro o por uno mismo, a riesgo de ser simbólicamente penalizado o eliminado temporalmente.
Observamos que a veces ciertos alumnos proponen diferentes formulaciones de una misma respuesta para retomar una idea antes expresada, queriendo a la vez no ser sancionados por la regla que prohíbe la repetición, lo que en sí es un mecanismo interesante. Ya que todos habrán de preguntarse si esta «nueva» respuesta es idéntica o no a la precedente, o si en ella hay alguna novedad conceptual. El animador de la sesión podrá en todo momento preguntar a la clase: «¿Esto ha sido ya dicho antes? ». Y para que la proposición pueda ser rechazada, un alumno al menos habrá de reconocer que se trata de una respuesta idéntica a la de algún participante: deberá explicar en qué se parecen las dos respuestas y preferentemente tendrá que nombrar el autor de la respuesta inicial. En caso de duda o disensión, el animador podrá proponer un debate y provocar un voto sobre la cuestión, voto a través del cual cada uno decidirá sobre el litigio.
No repetir. Asegurar que una respuesta responde a la pregunta. Determinar si la pregunta es una pregunta, si está planteada sobre el objeto al que se supone que cuestiona. Detectar incoherencias en una propuesta. Son algunas reglas entre otras, exigencias diversas que invitan a cada participante a arbitrar el diálogo haciendo uso de su juicio. Un funcionamiento así presenta la ventaja siguiente: obliga a cada persona a escuchar y a acordarse de lo que dicen los otros, puesto que en todo momento el alumno puede ser interpelado con el fin de evaluar la legitimidad de lo que ha dicho. Todo análisis, toda lectura particular y personal de las ideas expuestas podrá producir una inflexión en el diálogo en un sentido u otro, puesto que los discursos se elaboran en reciprocidad y no son impermeables los unos con respecto a los otros: se validan o se invalidan mutuamente, se profundizan o se problematizan entre sí. Esto nos conduce a otro aspecto de la singularización: el principio de responsabilidad subyacente al ejercicio.
Ciertamente, cualquier diálogo requiere de un cierto sentido de la responsabilidad, aunque sólo sea con respecto a las ideas que uno presenta. Pero en la medida en que se prohíbe saltar de un tema a otro, para impedir el paso de una idea a otra a capricho, sin establecer relación alguna, y por el hecho de que todo el grupo se mantiene sobre la misma idea antes de pasar a otra, cada uno se hace implícitamente responsable de las ideas de los otros. Sea cuestionándola, a fin de hacerle decir lo que todavía no ha dicho, haciendo sobre ella juicios de forma, o provocando problemas de fondo, una gran responsabilidad recae sobre nosotros y con respecto al autor de la idea y la clase entera. El hecho de ocuparse de forma prioritaria de las ideas de un compañero ofrece paradójicamente un grado aumentado de singularización, a través de la asunción de responsabilidad. Distanciarse de sí mismo significa, en efecto, hacerse responsable, escuchar como nunca a los demás, y asegurar que les respondemos. Sin embargo, vemos una fisura en el seno de esta responsabilidad: la tensión entre uno mismo y el otro, entre lo singular y lo colectivo.
Otro aspecto crucial del carácter singular de la idea: la justificación o explicación. Puesto que si una idea dada puede tener un sentido común y obvio, es decir una significación aparentemente objetiva, también puede encontrar en la mente y las palabras de su intérprete un contenido muy particular. Por muy incongruente que ésta sea, no es cuestión de apartarla de un manotazo. Sobre todo cuando ciertas proposiciones aparentemente absurdas o con giros extraños, tomarán realmente cuerpo inopinadamente después de alguna explicación o modificación. Algunas palabras específicas conocerán igualmente esta deriva, utilizadas con extrañas acepciones, a veces instaladas directamente en el contrasentido en relación a su definición clásica. En todos estos casos diversos, sea paralogismo, incomprensión o inadecuación, el papel del profesor no será el de «rectificar» una palabra que no le pertenece, sino de confiar en el autor y en el grupo, llamando la atención de todos y solicitando su opinión sobre un punto particular u otro, evitando, claro, hacer una proyección de un «buen» pensamiento teledirigido. Confiará en el grupo, y notará que un buen número de «errores de tiro» se rectificarán por sí mismos; procedimiento más gratificante, pedagógico y coherente que si corrigiera él, aunque es claramente más lento.
Por otra parte, ninguna persona podrá, sin recabar acuerdo, modificar en lo más mínimo la proposición de otro participante. Porque cualquier proposición o idea que figura en la pizarra está firmada, lo que singulariza de oficio el pensamiento. El impersonal «se» no tiene aquí carta de naturaleza. Toda sugerencia de modificación o de explicación por un compañero deberá pues ser aceptada por el autor para poder terminar escrita en la pizarra. Pero el grupo puede sancionar globalmente a través de un voto mayoritario una proposición que le parece inadecuada: por ejemplo una proposición que se sale del tema, contradictoria o confusa. Es por cierto el único papel del grupo en tanto que grupo: hacer de jurado, para aprobar o sancionar una hipótesis o un análisis, puesto que el animador del diálogo no tiene ese derecho. Es de todos modos útil especificar que esta función de arbitraje es de orden puramente pragmático, explicando que el grupo puede equivocarse, en la medida en que es posible que una persona en solitario pueda tener razón contra todos. Pero digamos que en clase, en general, el grupo resulta, en sus juicios, relativamente pertinente, en todo caso de manera suficiente para permitir que se haga uso de él como referente, aunque solo sea por razones prácticas. Quedemos, sin embargo, abiertos a los giros significativos que puedan darse en las situaciones, y para ello es aconsejable no borrar las proposiciones rechazadas, y dejarlas a la vista aunque las tachemos.
9. El vínculo sustancial
Retomamos esta expresión de Leibniz que especifica para nosotros de manera precisa lo que distingue el diálogo «ordinario» del diálogo «filosófico». Para este autor, la realidad o substancia de las cosas no reside tanto en su ser distinto sino en su relación con lo que no son. Lo que distingue una entidad apela más bien a una definición, relativamente estática, de un objeto fijo y aislado, mientras que entender una entidad en su relación con un uno o varios otros invita a la problematización, postura intelectual más viva y dinámica. No porque la definición esté excluida, sino porque se ve subordinada a un conjunto de situaciones cuyo carácter cambiante modifica y trabaja el sentido que ya no puede ser definido a priori. El trabajo del pensamiento consiste entonces en experimentar la resistencia de una idea o de un concepto, frotándolos con aquello que le parece en primera instancia extraño, revelando así los límites constitutivos de su ser. Para ser coherente con nosotros mismos, propongamos el principio de que la relación entre diálogo «ordinario» y diálogo «filosófico» consiste precisamente en la explicitación de la relación, relación constitutiva y determinante, ya que la explicitación de la relación modifica aclarando, y por tanto modificando los elementos mismos de la relación.
Para ser más concreto y visible, tomemos el primer grado de esa relación, tal y como la integramos en nuestra práctica: la reformulación, utilizada como útil de verificación de la escucha.
¿Cómo podríamos pretender llevar adelante un diálogo y a fortiori un diálogo filosófico, si los interlocutores no se escuchan? Sobre todo cuando una de las características del intercambio filosófico podría consistir en la contigüidad y el acercamiento entre los argumentos para hacer emerger los elementos esenciales de la arquitectura. «¡Quítate la camisa, y tengamos un cuerpo a cuerpo!» ordena Platón. No un cuerpo a cuerpo destinado a saber quién gana, sino con el fin de poner a prueba las ideas y las relaciones que sostienen en sí mismas y entre ellas. No es nunca la presencia de las palabras o su existencia lo que podemos cuestionar sino únicamente su utilización o su función, es decir el vínculo ocasional que tienen con otras palabras y la finalidad a la cual están teóricamente sujetos.
La reformulación, que remite a la aprobación de las partes presentes en cuanto al objeto de su discusión o a la naturaleza de sus diferencias, condición de un diálogo real, parece representar la primera etapa del «vínculo» que intentamos establecer como principio. Vínculo a la vez intelectual, como acabamos de definirlo, pero también psicológico: instaurar un mínimo de empatía con el interlocutor. En efecto, reformular pausadamente, solicitando el acuerdo del compañero sobre el resumen de sus proposiciones, exige no interpretar de manera reduccionista, impide la caricatura y obliga sobre todo a distinguir la comprensión de argumentos oídos y los diferentes matices, rectificaciones u objeciones que surgen y que nos disponemos a proponer como reacción a lo que ha sido oído.
En cuanto a aquel que oye su palabra reformulada ha de hacer la difícil experiencia de restringirse a lo que su interlocutor a entendido, difícil porque escuchar nuestras propias ideas o palabras de boca de otro puede ser doloroso. Aunque solo sea porque nos obliga a repensar nuestro discurso, de manera distante, con toda la dimensión crítica que este desdoblamiento supone. A menudo sentiremos una cierta irritación hacia ese que nos hace de espejo, que aviva de ese modo nuestra ansiedad. Por otro lado, nuestro interlocutor no es una grabadora: traduce con las palabras que le son propias, resume como puede. Nos hace falta por tanto distinguir lo esencial de lo accesorio, hacer el duelo de la “amplitud” de nuestro pensamiento y de todo lo que querríamos decir o añadir, para ser capaces de admitir que sus palabras ajenas, son sin embargo las nuestras. Un juicio como ese, que debe evaluar la adecuación entre dos formulaciones, es algo delicado: sin una cierta libertad de pensamiento, acompañada de rigor, se hace imposible. Si aceptamos jugar el juego, la reformulación permitirá entrever mejor lo que contienen nuestras ideas, de ver en ellas sus debilidades y sus límites. El vínculo substancial, ya lo estamos viendo, es también la unidad del discurso, unidad trascendente, no necesariamente expresada, que contiene de manera condensada el contenido, resumen o intención de nuestro pensamiento, proposición reducida cuya forma y fondo a menudo se nos escapan. Una vez formulada, esta unidad subyacente puede darnos una sorpresa o un disgusto. Es el principio unificador o generador de nuestros ejemplos, causa antecedente del famoso “es como cuando…” tan popular en los niños, y los adultos. El establecimiento explícito de este vínculo requiere hacerse con palabras-clave, o conceptos, términos escogidos que hacen operatorio el discurso extrayendo la intimidad del sentido. Para conseguir eso se hace necesario trabajar el arte de la brevedad en la elocuencia. De ese modo podremos pedir a uno de los oradores que articule una proposición simple, una única frase que le parezca capturar lo esencial de lo que intenta dar a entender a través de una multiplicidad de frases cuya maraña a menudo tiene como función oscurecer el sentido más que hacerlo manifiesto. Será esta frase la que escribiremos en la pizarra, para servir de testimonio exclusivo de un pensamiento dado. Empero no debe extrañarnos si un alumno no consigue superar ese reto, y que necesite la ayuda de sus compañeros para hacer la tarea. A veces será necesario transformar algunos aspectos cruciales de la palabra inicial para lograrlo: a partir del momento en que nuestro discurso se hace explícito, nos vemos a menudo obligados a modificar sus términos. El vínculo substancial es pues la unidad de un discurso, pero es también la unidad de dos o más discursos: la condición de posibilidad del diálogo. Naturalmente, en la medida en que las palabras provienen de orígenes diferentes, podemos esperar que comporten una dimensión contradictoria o conflictual. Contrariamente a la palabra única que obliga a una coherencia. La multiplicidad de autores no obliga a ningún consenso. En cualquier caso la exigencia de la discusión implica de todos modos una unidad: la del objeto. Se trata pues en primer lugar de identificar, a pesar de la variedad de formas de expresión, los ángulos de ataque de la palabra o de la diversidad de perspectivas, alguna comunidad de sentido sin la cual nos sumergimos en el absurdo, el solipsismo y el diálogo de sordos. Al mismo tiempo que esta comunidad de objeto, y gracias a ella, descubriremos las diferencias conceptuales, acompañadas de visiones del mundo que las sobreentienden, diferencias que nos permitirán estimar y pronunciar los retos de la discusión. “Dialéctica de lo mismo y lo otro”, propone Platón: ¿De qué modo el objeto del diálogo es lo mismo y otro? La frase simple, proposición única que nos parece siempre tan necesaria tomará de manera natural la forma de una problemática. Proposición que plantea un problema bajo la forma de una pregunta, una contradicción o una paradoja. Nos encontramos nuevamente con la demanda de brevedad. A menudo, con el fin de situar en perspectiva dos proposiciones, tenemos que descubrir una o dos antinomias cuyos términos no han sido expresados, de manera consciente, en las proposiciones iniciales. Así como hemos tenido que profundizar en un discurso único para captar el sentido y la intención, produciendo nuevos conceptos y una proposición simple, hay que efectuar un cierto trabajo de profundización para capturar y mostrar de manera visible lo que opone dos discursos. A menudo descubriremos con sorpresa que términos considerados contradictorios no lo son, y que parafrasean con toda alegría, arguyendo sólo sobre alguna cuestión semántica u otra sutileza poco sustancial mientras que los que pretendían “ir en el mismo sentido” presentan una ilusión fusional desprovista de toda justificación
10. Pensar el pensamiento
En la Crítica de la razón pura, Kant distingue dos tipos de conceptos: los conceptos empíricos, sacados de la experiencia, y los conceptos puros, productos derivados de la razón. De modo que el concepto “hombre” proviene en buena parte de la experiencia, pero el de “contradicción” es engendrado por la razón. Porque si puedo percibir por los órganos sensoriales a los hombres concretos, no puedo percibir las contradicciones mediante esos mismos órganos, ese concepto nos remite únicamente a un problema inteligible y no sensible, por tanto a un trabajo de análisis y síntesis. Nos parece que el trabajo filosófico debe tender a la producción de conceptos, cierto que empíricos, pero también puros conceptos de razón. Proceso de abstracción que ya hemos abordado. Pero queremos regresar sobre la producción de conceptos puros a través de los cuales se forja un pensamiento consciente de sí mismo y de su funcionamiento. Un pensamiento que puede, y debe, de vez en cuando abstraerse de sí mismo para entrar en proceso de meta reflexión. El aspecto más evidente de ese proceso se da muy pronto en el plano intuitivo, en lo que llamamos intuición lógica. Puesto que si la infancia se caracteriza por una visión mágica del mundo, un mundo en el que todo puede pasar sin que nada sorprenda, poco a poco la mente se inicia al “orden de las cosas”. Por un proceso asociativo, preludio de la andadura de la razón, objetos, seres y fenómenos se verán conectados. Diferentes vínculos se verán establecidos, que lentamente irán estructurando el espacio, el tiempo, la causalidad, la lógica, el lenguaje, la existencia, con todo el peso y la rigidez que cierta visión solidificada del mundo implica, ciertamente, pero que se revelan también como la condición necesaria del advenimiento de la razón. Razonar consiste en conocer o reconocer la realidad de las cosas, comprenderla y por tanto prever, puesto que si nada es previsible, si nada es reconocible, nuestra razón se hace caduca. Lo que explica nuestro estupor cuando un acontecimiento supera los límites de nuestra razón y sus expectativas. La transformación de la que hablamos es la de una mente para la cual todo es posible, que poco a poco distingue lo posible y lo imposible, así como lo composible: lo que es posible en relación con una condición dada, fundamento mismo del pensamiento lógico: “si esto, entonces eso”, o bien “si de un lado esto, por otro lado eso”, base del muy clásico silogismo. El ejercicio filosófico, por medio del diálogo u otro medio, consiste pues en invitar a que la razón efectúe un doble trabajo sobre sí misma. Por un lado, ir “hasta el final” de sus interrogantes, de sus problemas, de sus análisis. Por otro lado, verse funcionar, detectar los mecanismos, a la vez aquellos que operan y producen pensamiento y aquellos que lo frenan, desvían o interrumpen el proceso de reflexión. Estos dos aspectos del trabajo se nutren mutuamente, puesto que la percepción de los límites permite captar la naturaleza precisa de un proceso, y la identificación de un proceso permite volver a trabajar o superar los límites. De este modo el trabajo de meta reflexión permite al pensamiento progresar. Ese es precisamente el problema que subrayan los enseñantes cuando nos dicen “No sé que responder a las preguntas de los alumnos” o bien “Entramos en bucle, no veo como hacer que el diálogo avance”: cómo hacer progresar el pensamiento. La solución no está en proveer de respuestas hechas, sobre las cuales los alumnos se precipitarán, ni en proponer simplemente una pista que “saque de apuros” al grupo sino de invitar a unos y otros a observar su propio funcionamiento, sus ideas, sus contradicciones, sus deslizamientos de sentido, etc., simplemente con la ayuda de algunas pequeñas reglas metodológicas que especifiquen el papel o la finalidad de cada momento de reflexión.
El primer aspecto de ese proceso consiste en ser consciente de la naturaleza de nuestra palabra, así como de nuestros actos y con ese fin, saber categorizar nuestro discurso, saber nombrar la forma o la finalidad de nuestra palabra. ¿Estamos planteando una pregunta, proponiendo una nueva idea, respondiendo a una objeción o proponiéndola, demostrando o probando una idea, argumentando o problematizando, dando un ejemplo o conceptualizando una ilustración, reportando hechos o interpretándolos? Se trata de salir del “Quiero decir una cosa… Eso me lleva a pensar en… Querría añadir…” o el simple compulsivo y recurrente “si pero…”. Tantos deseos expresados de “comentar”, “matizar”, “completar”, “reaccionar” o “precisar” que una vez comprobados no significan gran cosa, son vagos o quedan lejos de lo que dicen. El tipo de análisis que nos proponemos remite en primer lugar a la intención de la palabra, que se trata de identificar, ya que para su autor ésta es vivida exclusivamente como una “pulsión de la palabra” algo que nos viene a la mente y pide salir, lo más rápido posible, opiniones de origen principalmente asociativo, cuya naturaleza y función ignoramos. Ignorancia que explica un cierto número de dificultades de articulación, balbuceos, correcciones y contradicciones. Tomar conciencia de lo que se quiere decir significa también trabajar esa palabra en función de una finalidad ordenadora que permita estructurar mejor el pensamiento. Aunque en el momento de los primeros intentos, el hecho de categorizar o definir parece que hace que nuestra palabra sea más confusa aún. Hacer y verse hacer, como acción simultánea, puede ser experimentado inicialmente como un factor para un desdoblamiento que lastra la tarea, pero con cierta rapidez, en la medida en que se desarrolla la capacidad de estar a la vez “dentro” y “fuera”, ese proceso facilita el trabajo del pensamiento y de la expresión clarificando la comprensión. Decir las palabras, es pensar, nos dice Hegel, afirmando que sería ilusorio creer pensar sin forjar mediante conceptos este pensamiento. La intención, lo sentido, la impresión, la intuición, formas inadecuadas, engañosas del pensamiento, un pensamiento no consciente de sí mismo. Ciertamente este presupuesto, como todo presupuesto, tiene sus límites, pero también su utilidad. Saber lo que se dice es anunciar la propia intención, es definir la forma, es articular la relación con lo que ya ha sido dicho. No obstante, como en general en todo el ejercicio, no se trata de hacer una trabajo de vocabulario sobre los términos “hipótesis”, “objeción”, “abstracto”, “esencial” u otros, por mucho que en otro momento no lo excluyamos. No saber sino saber hacer; no conocer, sino utilizar. Nuestro interés es sobre todo que el alumno se entrene en pensar su pensamiento, es decir que intente especificar la naturaleza de su discurso. De algún modo poco importa las palabras que utilice, aquellas que le son más propias al principio, aproximativas y poco comunes, o las que adquirirá en el transcurso de la práctica, más precisas y convencionales. Lo importante es sobre todo despegarse de la inmediatez que le liga a su palabra, de abrir un intersticio, de instalar una respiración, para pasar de lo implícito a lo explícito, con el fin de que el sujeto se despegue de sí mismo y que el pensamiento se convierta en objeto para sí mismo. Nuestras opiniones son verdades, nos indica Pascal, a condición de escuchar lo que dicen, y la verdad de nuestras opiniones no está siempre ahí dónde creemos. Intentemos acercarnos a ella.
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