Un breve mirada al método lipman

UN BREVE MIRADA AL MÉTODO LIPMAN

judo fightEl autor del presente artículo ha estado involucrado hace un buen número de años en el trabajo en la pedagogía de la filosofía, en tanto filósofo práctico, investigador y escritor. Más recientemente ha estado desarrollando métodos de formación en práctica y discusión filosóficas para profesores de escuelas primarias. En este contexto, al no estar familiarizado con los trabajos de Matthew Lipman, decidió asistir a uno de los congresos internacionales que se llevan a cabo regularmente alrededor del mundo por este movimiento, esta vez en Varna, Bulgaria. El presente artículo no pretende ser un análisis exhaustivo y detallado de lo que pasó en el congreso ni un estudio a profundidad del método Lipman, sino solo una reflexión sobre la práctica de filosofar con niños y de filosofar en general, originada por los eventos y debates que tuvieron lugar en Varna. De modo que pondremos más atención a las cuestiones generales planteadas al asistir a esta conferencia que a la conferencia misma. Esperemos que las personas que se reconozcan a sí mismas en nuestros comentarios no se resientan por el hecho de que no mencionemos los detalles específicos de los eventos o comentarios. En primer lugar, nos parece que esta descontextualización de nuestra narración puede beneficiarse a través de la meditación. Además, los problemas muchas veces son más productivos y iluminadores cuando no cargan con el peso de remitirse a personas específicas. En segundo lugar, este artículo debería ser entendido como una percepción muy subjetiva de un evento que involucra un gran número d personas, actividades y discusiones diferentes

Comentarios iniciales

La primera noche del Congreso de Filosofía con Niños en Varna, Bulgaria, fui a ver a un grupo de alumnos que habían estado involucrados en la actividad filosófica a lo largo del año, para ver qué es lo que les había quedado en la mente sobre la materia de este curso muy en particular. Les pregunté si les gustó lo que habían hecho y su respuesta fue afirmativa, lo cual no fue ninguna sorpresa, ya que fueron ellos mismos los que habían decidido dedicar parte de sus vacaciones a asistir a este congreso como participantes activos. Luego les pregunté qué es lo que les gustó de esta actividad y me dijeron que lo que era genial, era que en filosofía no había nada correcto ni incorrecto, sino que todo el mundo podía decir lo que más le parecía. Ahora bien, siendo estos estudiantes tan amigables y visiblemente entusiastas, su respuesta me sorprendió de alguna manera. Justamente siempre es este tipo de afirmaciones las que he venido escuchando y que trato de enfrentar lo más pronto posible ya desde las primeras sesiones de las clases de filosofía. Evidentemente este tipo de afirmaciones necesariamente se suelen dar por dos razones:
La primera es que el relativismo puro es una forma de opinión muy común y ampliamente difundida. La segunda es que lo alumnos que han estado por años en el colegio, donde día tras día les han venido diciendo qué es lo que es verdad, lo cual se han tenido que paporretear y repetir sin más para lograr éxito, aprovecharán esta oportunidad que se les brinda para declararse libres de esta carga tan pesada y cruel, especialmente cuando son adolescentes. Pero para repudiar la arbitrariedad de los adultos, padres o profesores, no se debería reintroducir una suerte de subjetividad simplona, que no es menos superficial y arbitraria que la ideología que se pretende combatir. El “esto es así, porque es así del adulto es reemplazado por el “es así porque es así” del niño.
Tienes que dar cuenta de tu propio discurso, nos dice Platón, así que tenemos que asumir plena responsabilidad por éste, a través del acto de analizar, probar, justificar, problematizar, etc. Por supuesto que el acto de pensar es el acto de parir, pero si bien algunas ideas son hermosos bebés, algunas son pequeños monstruos, nos dice, y el arte de filosofar no es simplemente el arte de aclarar ideas, sino el de de verificar, elevar y discriminar las ideas. Todo el mundo puede producir ideas sobre prácticamente cualquier cosa, pero el arte de producir ideas hermosas, y aprender a reconocerlas es otro asunto. Poner pintura blanca en una pared es una cosa, y pintar es otra.
Estos comentarios de los alumnos mencionados se mantendrían presentes en mi mente durante toda la conferencia. ¿Acaso este tipo de idea era solo un paso inicial y necesario en el proceso de aprender a filosofar?, ¿acaso solo era un resumen sesgado y reduccionista de lo que los alumnos habían aprendido, en el que una suspensión del juicio momentánea “al estilo “Descartes” se traduce en un simple relativismo? ¿o se trataba en realidad de la matriz cultural básica transmitida por la escuela de pensamiento que hace prevalecer estas premisas? ¿Es el filosofar una mera lluvia de ideas en todas direcciones o había acaso en las mentes y la práctica de los pedagogos presentes algún otro requisito para poder lograr cumplir sus metas educativas? Muchas de mis discusiones y observaciones durante los días siguientes – y en la presente conferencia- tenían el propósito de investigar y analizar lo que aparentemente era la concepción predominante de los requisitos y las exigencias filosóficas. Es más, cuando mencioné mis reparos en privado, se me habló de “verdaderos” talleres, o de algún “siguiente paso” mítico, o de alumnos “más dotados”, pero me preguntaba, primero, por qué no los veía, y segundo, por qué nadie decía nada de esto en público, y tercero, por qué los facilitadores no hacían ellos mismos nada al respecto – a menos que, al igual que en el psicoanálisis, la comunidad de indagación es un proceso largísimo, que alarga el tiempo y que sólo cuando se lo observa durante un período de tiempo muy largo cobra sentido.

Los talleres

Un aspecto interesante del congreso de Varna fue la presencia de gente joven que participaba en los talleres, de modo que todo el mundo podía ver cómo se llevaba a cabo el trabajo. Este es un punto enormemente positivo, porque en el mundo de la filosofía, se tiende a privilegiar los discursos abstractos y a “hablar sobre” más que mostrar la práctica, especialmente en relación a asuntos pedagógicos, que para los filósofos parece que siempre les pareciera ser una cuestión secundaria meramente técnica, a la que no vale la pena dedicar mayor tiempo ni esfuerzo. El único punto en contra, que es exactamente la otra cara de la moneda, es que no se permitió tiempo para analizar y discutir las prácticas. Es más, cuando los talleres fueron interrumpidos y los adultos pudieron hablar, éstos estaban más preocupados en dar su opinión sobre el asunto en discusión que en comentar el funcionamiento y el procedimiento del taller. Esta es una reacción, que es sí misma un reflejo muy ilustrativo, pero volveremos sobre este punto mas adelante.
Resumamos primero el “taller básico de Lipman”, tal como lo vimos, que puede ser muy diferente de lo que es en otras partes, y de lo que podría ser o debería ser. Después de juntarse en un círculo, un breve fragmento de un capítulo de un texto de Lipman u otro es leído por turnos de modo que cada uno lee un párrafo u oración. Después de hacer esto, el facilitador pide que se formulen preguntas surgidas del texto, y los alumnos levantan la mano para proponer una u otra pregunta, formando así una lista de preguntas. Luego las preguntas son clasificadas y una de todas estas preguntas se elige por votación. Después de hacer esto, se desarrolla una discusión, en la que cada uno dice lo que quiere sobre la pregunta elegida, a medida que se van levantando las manos y el facilitador le da la palabra en orden cronológico a los participantes. Voy a analizar algunos puntos que pueden plantear un problema para el funcionamiento de este modelo básico de procedimiento.

El texto como pretexto

Por una parte, el texto inicial no se toma en cuenta realmente. Muchas veces se hace referencia a él sólo como un “estímulo”, con lo que básicamente se quiere decir que es una herramienta básica inicial utilizada para provocar la discusión. Si este fuese el caso, por qué utilizar un texto tan preconstruido, con ideas precisas presentes implícitamente y visiblemente escrito por un filósofo, ya que en la narración se han insertado un número de problemáticas y conceptos filosóficos, que pretenden representar un medio para la reconstrucción de la traducción filosófica y un modelo para la indagación dialógica? Es verdad que la información no viene ya organizada y totalmente decodificada, ya que tenemos la forma narrativa, A pesar de que es de naturaleza muy didáctica: sigue diciendo más de lo que muestra. Hay dos razones principales que pueden ser invocadas para criticar esto. La primera es que aprender a filosofar es aprender cómo leer – no solo leer libros y textos, sino leer el mundo, el yo, leer al otro o cualquier otra cosa que pueda presentársenos. Pero uno de los mayores problemas que los estudiantes de todas las edades tienen al leer, es precisamente lo que se alienta con esta forma de proceder: el texto no es tomado de manera seria y rigurosa por el lector. Muchas veces, ese es el motivo por el que los autores –ya sean autores reconocidos, un vecino o nosotros mismos- frecuentemente son malinterpretados. Proyectamos lo que queremos en él, obviamos parte importante del contenido, declaramos que esto o aquello es imposible o carente de interés, y continuamos con lo que sea que queremos decir, a través de un mero proceso de asociación de ideas. ¿Cuántas veces no se da cuenta el profesor de filosofía de que un error de comprensión de un texto se debe solo a una lectura pobrísima, ya que la verdadera lucha con”el otro” no ha tenido lugar: una confrontación real con la otredad está ausente.

Una defensa en contra esta crítica es que el profesor no quiere hacer un mero análisis clásico de textos. Pero podemos contestar que para empezar, en el esquema clásico normalmente es el profesor quien hace este análisis y no el estudiante. E incluso cuando es el estudiante quien hace el análisis, es el profesor quien declara si está bien o mal. Pero en el caso de la “comunidad de indagación” nos parece que al alumno por lo menos se le debería pedir que mencione en qué parte del texto se plantea tal pregunta, o cuál es la posición del texto con relación a tal asunto y de dónde se desprende ello. Sino, se podría plantear cualquier pregunta que no tenga nada que ver en absoluto con el texto inicial, y perdería todo sentido. Porque si el texto es “abandonado”, ¿cuál es el procedimiento que asegura la coherencia en la producción de preguntas? ¿Seguir un asunto, concentrarse en él, establecer conexiones en base a él no es acaso un aspecto clave del pensamiento filosófico? Lo mismo se puede decir con respecto a las respuestas a las preguntas elegidas: ¿por qué no preguntarse conjuntamente, por un instante, cuales son los indicios conceptuales que el texto nos da acerca de cómo manejar la pregunta elegida? Esto no nos impide, en un segundo momento, encontrar problemáticas que han sido tratadas en el texto, sus presupuestos sesgados y sus formulaciones – a menos que -claro está- estas ideas hayan sido evocadas por el texto, aunque el alumno simplemente no las haya visto, o que no se haya dado cuenta de cómo el texto rebate determinada respuesta. Hegel es de gran ayuda en lo que se refiere a distinguir entre crítica interna y externa. La crítica interna es el análisis interno de un texto dado – buscando presupuestos, puntos ciegos, falacias e inconsistencias. La crítica externa es la crítica de un texto usando herramientas conceptuales que le son extrañas- proponiendo otra lectura del tema en cuestión y confrontándola con el contenido del texto, es decir, confrontando una hipótesis con otra. En el primer caso uno trata de desmantelar, desmontar y provocar un corto-circuito desde adentro, en el segundo caso, se traen herramientas desde afuera para rebatir los fundamentos de la obra.
Y aún si nos atuviésemos al procedimiento establecido, que consiste en producir preguntas y escoger una, y esto es el segundo punto, ¿por qué no proponer como una regla que siempre tenga que esbozarse un argumento como justificación de toda pregunta propuesta? Aunque el argumento en sí no sea una característica suficiente para filosofar, nos da de un punto de partida para la identificación de ideas y al proceso de construcción del pensamiento. Concluyamos pues, en relación a la cuestión del tratamiento laxo del texto, que hemos sido testigos de que este “libre para todos”, que incluye no confrontar las ideas del autor, parece fomentar una cierta dejadez mental, una falta de respeto por los textos escritos y por “el otro” en general. Como resultado, la forma literaria – que podría ofrecer un tipo de reto estimulante comparado con los textos filosóficos tradicionales – se convierte rápidamente en un refugio para la lectura superficial, a menos que este defecto sea revisado por alguna autoridad educativa.

Lista de opiniones

La crítica a la dejadez mental y a la falta de respeto por el otro se trasluce también en otro aspecto del proceso: la ausencia de conexión entre las intervenciones. Una de las luchas históricas de la filosofía, que comenzó con Platón, fue la lucha contra la “opinión”. ¿Qué es básicamente una opinión según esta perspectiva? Una mera proposición auto-evidente, carente de justificación, inconsciente de sí misma, aislada incapaz de responder a lo que se le pregunta o a lo que se le objeta. Claro que esto se tiene que tomar con cierta precaución, ya que uno de los modos de enseñar filosofía, particularmente en la tradición oriental, es dejar caer una simple frase, un aforismo, que el maestro no explicará y sobre lo que el alumno tiene que meditar. ¡Y quién sabe donde se esconde el maestro! El espíritu respira donde quiere, como quiere. Pero en la tradición occidental donde tenemos la costumbre de esperar respuestas, explicaciones y pruebas, el principio del juego es que las ideas son desarrolladas por su autor, ya sea por la iniciativa del propio autor o contestando objeciones y preguntas dirigidas a él. Por esta razón, para poder fundamentar afirmaciones, las ideas tienen que seguir las reglas de la lógica, ser demostrables al elaborar un todo compacto, ser analizables a través de ejemplos, etc. El resultado es que establecer conexiones se convierte en el impulso central del esfuerzo filosófico. Establecer conexiones esenciales, dice Leibniz, porque es en la unidad que reside la sustancia, tanto para pensar como para ser. Claro que esto establece la opinión como una idea o proposición desconectada, sin ningún tipo de conexiones de ningún tipo o en todo caso, con conexiones no válidas. Así que si la discusión filosófica no construye y articula estas conexiones. Lo que resulta es una lista de ideas, no necesariamente falsas, pero meras opiniones al fin y al cabo, porque no se está trabajando lo suficiente en aclararlas y reconstruirlas.
Considerando otro aspecto del modelo de procedimiento basado en el trabajo de Lipman, el simple hecho de levantar la mano y esperar por su turno para hablar ya es un paso importante para la discusión filosófica, en tanto que esa práctica ya implica tomar en consideración a otros. Pero esto podría ser simplemente un truco formal: Espero mi turno para decir lo que tengo que decir, ya que me quiero expresar yo mismo. Puede ser que lo que yo diga, cuando finalmente me den la palabra no tenga ninguna conexión en absoluto con la materia en cuestión, puede ser que esté orientando la discusión a un aspecto secundario, puede ser que no esté escuchando a los demás, puede ser que no esté entendiendo nada de lo que está ocurriendo, etc. De hecho en estas discusiones. El mero hecho de como se comportan los alumnos –con las manos levantadas mientras sus compañeros están hablando, sin mirarlos, simplemente esperando que terminen – indica un cierto problema. Difícilmente se plantean cuestiones que invitarían a un autor a indagar más profundamente en su propio pensamiento. Casi nuca los argumentos fuertes que a veces se presentan para refutar una idea, son captados, simplemente porque pasan casi desapercibidos en el flujo interminable de opiniones: en esa chatarrería de palabras, una mamá gata tendría problemas en reconocer a su propia cría. Acá el papel del profesor sería parar la discusión un momento, detenerla momentáneamente, para inducir a un momento del pensar, un momento filosófico.
Indicaremos tres casos de estas posibles ocurrencias, tres oportunidades, para fundamentar nuestra crítica. El primero es cuando se hace una afirmación que amerita atención debido a su potencial problemático. El profesor debería preguntar si alguien querría tratar esto a través de preguntas, análisis u objeciones antes de continuar – tomarse un tiempito para tratar una idea o un concepto particulares para profundizar un poco en ellos. El autor de la idea debería tener la oportunidad de desarrollar o repensar su idea inicial. El segundo caso es cuando se ha presentado un contraargumento o un contraejemplo eficiente. Acá también antes de continuar, el profesor debería parar la discusión para identificar el problema que ha surgido- pidiéndole a todos, en ese primer momento de la idea, que suspendan el juicio, siguiendo pues la exigencia metodológica cartesiana, para problematizar y conceptualizar la discusión. Después de analizar el problema, los alumnos pueden ser invitados a emitir juicios y a determinar qué es lo correcto y lo incorrecto desde su punto de vista, produciendo argumentos para ello. Antes de volver a la discusión general, a modo de conclusión momentánea, se le preguntará a los dos autores iniciales del problema si es que han cambiado de idea sobre la materia o si quieren reformular su idea. La tercera posibilidad de intervención del profesor es proponerle al grupo una pregunta precisa, la cual habrá que tratar de inmediato, porque seguro que esta pregunta está visiblemente en el núcleo del asunto a discutirse, pero tenga que ser apuntalada para que se tome conciencia de ella y se la haga operativa. Esto permitiría al grupo reenfocar la discusión, en caso de que un tema tangencial haya sido extendido excesivamente y alargado demasiado y se haya alejado demasiado del asunto central. Sobre este punto, algunos de los manuales usados por el método de Lipman han previsto una serie de preguntas o ideas guías para ser utilizadas en este sentido, aunque falta aclarar o no está claro el modo en que deban ser utilizadas. Todos estos tipos de intervenciones tienen un propósito: ajustar la discusión, centrarla, de modo que se lleve a cabo un verdadero trabajo filosófico, opuesto a la lluvia de ideas, que puede ser muy útil, pero que tiene otro tipo de funciones pedagógicas.

Nivel conceptual

Platón invita al filósofo a viajar por el camino anagógico – es decir, volver contracorriente hacia la unidad y el origen del discurso, que es exactamente lo contrario a avanzar y producir una mayor cantidad y variedad de ideas. Esta es la forma reflexiva, en la que el pensar reflexiona sobre sí mismo, se convierte en objeto de sí mismo y el sujeto pensante se convierte en el objeto del proceso. Esto es el núcleo del método dialéctico. A través de este proceso, logrará más o menos los siguientes resultados: primero, identificar los presupuestos de un discurso dado; segundo identificar la intención de un discurso dado; y tercero, identificar los problemas planteados implícitamente por un discurso dado, es decir, problematizarlo; cuarto, conceptualizar el contenido del discurso, ya sea con palabras incluidas en el discurso, o con palabras nuevas que habría que proponer. Por esta razón, la discusión del primer nivel tiene que detenerse para poder analizar lo que se hizo, y así interrumpir un flujo de nuevas hipótesis u opiniones para dar paso a una reflexión en un metanivel.
El problema es que este proceso no es natural a la mente humana: implica una suerte de vacío o discontinuidad. Si fuese natural, todas las dificultades para enseñar filosofía desaparecerían. Filosofar es un proceso artificial, ya que la mayoría de las discusiones tienden a seguir básicamente un camino de libre expresión, en los que la sinceridad, el contar historias, las declaraciones apasionadas, las expresiones de fe y los patrones asociativos toman preeminencia sobre todo otro tipo de pensar.
La pregunta para nosotros es cómo y cuánto el profesor, que está asumiendo la responsabilidad de involucrarse en el proceso filosófico en el taller, realmente está asegurando que este proceso artificial se de. Tradicionalmente, en el dictado de clase, el profesor realiza él mismo este trabajo, y el alumno tiene que escuchar simplemente. La idea del profesor tradicional es que si los alumnos hablan, no van a filosofar, sino que solo van a soltar meras opiniones. Y ese miedo no es infundado. Efectivamente en una discusión “libre”, a pesar de que algunas ideas pueden ser interesantes, no se da un análisis sistemático a profundidad. Pero en ambos casos, en el dictado de clases y en la discusión libre. Las cosas suceden como si el alumno fuera a aprender a filosofar por arte de magia: no se proporciona ningún ejercicio, con reglas y límites determinados, de modo que el alumno sea convocado o forzado a filosofar, a abandonar la evidencia inmediata y a trabajar con las ideas. Pero en los talleres, tal como los vimos, por más que nos haya parecido simpático ver a lo alumnos tratar a grosso modo determinados temas e intercambiando ideas, nos pareció que el profesor no estaba enfrentándolos al reto de pensar más profundamente: Lo más que vimos fue un profesor que tomó la iniciativa de cuestionar de alguna manera a un alumno después de que este lanzara una hipótesis, pero no pasó más allá de eso, lo cual hubiera podido hacer, ya sea pidiéndole a otros alumnos que también pregunten, o también preguntándole al primer alumno cómo es que sus respuestas a las preguntas habían modificado su pensamiento inicial, y si acaso podía identificar algún presupuesto cuestionable en su discurso, identificar un tema o producir algún concepto importante.
La idea en todo esto es, que los alumnos deben estar tanto dentro de la discusión como fuera de ella. Deben ser tanto participantes como facilitadores. Pero para hacer eso, se debe aclarar cuál es el trabajo del facilitador: no es solo formular los pasos del ejercicio y dar la palabra, sino también invitar a todas las partes presentes en el ejercicio a que cumplan con las diferentes funciones filosóficas; tiene que plantear preguntas, formular hipótesis, cuestionar sus presupuestos, dar contraejemplos, detectar contradicciones, analizar ideas, producir conceptos, problematizar proposiciones, identificar temas, etc.
Si el profesor no muestra el camino, si no da la clave, los alumnos no sabrán cómo hacerlo por puro azar. Y si él no los fuerza de una manera u otra, a redirigir el foco de sus pensamientos y sus discursos, estarán demasiado enfrascados en sus propias convicciones como para hacerlo, como la mayoría de los seres humanos. Podría ser que lo que conduce a aplicar estos procedimientos mínimos sea que se conjetura en que debe haber algún tipo de proceso laxo, inconsciente, azaroso e intuitivo, que por sí solo debería inducir a filosofar. Pero ¿podemos filosofar inconscientemente, o es esto un oxímoron? ¿Y por qué deberíamos hacerlo inconscientemente, si podemos hacerlo siendo verdaderamente concientes en nuestro propio pensamiento?
Aquí se pueden plantear algunas objeciones prácticas, por ejemplo el número de alumnos en la clase y las restricciones de tiempo. Estas limitaciones no permiten a cada alumno pasar por un verdadero proceso. Segundo, cuando un alumno trabaja en su esquema, da cuenta de sus ideas, ¿acaso los otros no perderán la concentración y el interés y se aburrirán? Hay tres niveles en los cuales contestar estas objeciones. El primero es el principio de que en este tipo de actividad, el alumno se supone que debe aprender a pasar por una descentración para estar en capacidad de concentrarse en sí mismo o en otra persona, una característica fundamental de aprender y madurar. Segundo, al alumno se le pide constantemente que esté dentro y fuera, que sea simultáneamente un participante y un facilitador. Esto implica tanto que no se quede atrapado en un intercambio de ideas – es decir, que trate de conceptualizar y problematizar la discusión global – y al mismo tiempo, que se enfrente a sus compañeros a través de preguntas y análisis, de modo que todos mejoren su capacidad de dar cuenta de su propio discurso. Si esto fuera el caso, el alumno siempre tendría interés, a menos de que le cueste trabajo salir del mero “Lo que quiero decir, es…”. Tercero, este tipo de ejercicio no es un ejercicio del hablar, sino del pensar. Y algunos alumnos que no hablan mucho no se benefician menos que otros del trabajo en su totalidad. El asunto no es tanto, que todos logren expresarse – aunque no se excluya en absoluto esta expectativa o esperanza – sino que la clase en su totalidad pueda pasar por momentos filosóficos de una naturaleza casi estética, que realce y transforme sus mentes.
Otra objeción está relacionada con la dinámica de grupo, en tanto que algunos filósofos prácticos quieren que los alumnos todo el tiempo deseen contribuir con sus pensamientos, por más irrelevantes que sean, y participen animosamente. Pero se podría considerar que crear artificialmente momentos, en los que nadie hable, en los que todos estén asombrados por alguna cuestión particular, y en los que el silencio pesa sobre el grupo, es una situación más bien productiva y deseable. Ciertamente no facilita el habla, pero facilita el pensar. Tal vez, las capacidades “naturales” de aprendizaje de la mente humana necesitan de medios “artificiales” para desarrollarse plenamente.

Pensar lo impensable

Si sacamos el concepto “comunidad de indagación” de su sentido especializado y analizamos su significado general podemos sostener el principio de que el otro, nuestro compañero humano y la imagen reflejada en el espejo, puede pensar y muchas veces piensa diferente que nosotros. Nosotros, como seres imperfectos que somos, siempre tenemos una serie de prejuicios, siempre estamos parcializados, en el sentido doble de que sólo nos fijamos en minucias ínfimas de la realidad, y de que percibimos el ser y el mundo a través de un prisma subjetivo, particular y reduccionista. Así que el papel del otro es permitirnos escapar momentáneamente de nosotros mismos y tomar conciencia de otra realidad. En este sentido, un encuentro así es suficientemente beneficioso en sí mismo y no deberíamos esperar más de éste, que el que sea como es, y todo lo que tenemos que ser es ser nuestro yo usual. La comunidad se convierte así en sinónimo de abrir nuestras mentes y con pensar mejor. Pero hay dos otras maneras en las cuales esta comunidad puede estar en contradicción con tal progreso. La primera, un reflejo muy natural, es defender la nuestra propia posición a toda costa, es probar que nuestro yo tiene razón frente al de los demás, que son percibidos como una amenaza a nuestras ideas. Toda nuestra energía mental se pone en acción entonces para producir argumentos, para defender centímetro por centímetro lo que hemos dicho, hasta el punto de una leve mala fe leve o incluso una mala fe descarada. Es el principio del escrito legal, del grupo de debate o de la discusión argumentativa. Ahora bien, producir argumentos es una actividad útil, que nos fuerza a escarbar más profundamente en nuestras mentes, pero también no llega a darle lugar a la indagación filosófica: primero, porque no aferramos a una opinión dada, de la que probablemente no nos libremos; segundo, porque no vamos a cuestionar nuestros propios presupuestos; tercero, porque no vamos a entrar o no podemos entrar completamente en la mente del otro; cuarto, porque no vamos a problematizar nuestra propia posición; quinto, porque apela más a la fuerza del ego que a la búsqueda de la verdad. De hecho, el que mejor maneja este tipo de discurso tal vez sea el que más tiene que perder, ya que se involucra en éste para alimentar su propia sensación de omnipotencia.
El segundo aspecto en el que la comunidad puede impedir el trabajo filosófico es la presión que todo grupo ejerce en el individuo para que acepte el pensamiento de la mayoría. Esto tal vez no se haga de manera coercitiva, sino simplemente pasando de largo o descartando demasiado rápido una hipótesis innovadora, provocativa o revolucionaria. Todo aquel que haya ejercido como facilitador de discusiones ha visto este tipo de situaciones donde el enfoque más brillante ha pasado totalmente inadvertido, incluso, tal vez, por el propio facilitador, quién recién después se da cuenta de lo que se le ha pasado, lo que ha malentendido o descartado. La consecuencia práctica de esto es que si no se toma un cierto tiempo para cada idea singular, toda singularidad será absorbida por la masa global. Recordemos la frase del Tao: “Cuando todos piensan esto es lo bueno: eso es malo. Cuando todos piensan esto es lo bello: eso es lo feo.”La tendencia que identificamos previamente en el individuo, de mantenerse firme en su propia opinión y evitar sumergir su mente en otra matriz filosófica, se refuerza enormemente cuando esta opinión recibe la aprobación general.
En oposición a tal comportamiento, o como una salvaguarda, proponemos el principio de “pensar lo impensable”. Esto significa que no queremos pensar, argumentar y defender principalmente lo que pensamos, sino antes que nada, lo que no pensamos. Lo que no pensamos, lo que no podemos pensar es lo que nos interesa, lo que nos concierne. ¿De qué otra manera podríamos salirnos de nuestras opiniones, si no es haciendo este viaje a lo imposible? Tenemos entonces que la actividad filosófica se convierte en un experimento del pensar. Pero un concepto así implica una disrupción en la idea de experiencia, particularmente para cualquier esquema filosófico que presume una estrecha adhesión a una realidad empírica, práctica o física. Así por ejemplo la noción de “creencia razonable” o “creencia sensata” tan apreciada por los pragmatistas es algo extraña a esa idea. Porque en un experimento del pensar la idea es que se prueben “cosas extrañas”, algo así como la conjetura de Riemann o Lobatchevsky para dar inicio a una nueva geometría, negando lo que hasta entonces había sido el postulado más fundamental de Euclides. Hay una potente dimensión de juego y gratuidad en un experimento del pensar, la cual es negada por la “creencia sensata”, que suena tan razonable. Este se refiere también a lo que Kant llamaba, en oposición a lo asertórico y lo apodíctico, problemático. Lo primero es una aserción, una proposición que afirma lo que es. Lo segundo establece o prueba lo que es. Pero lo tercero vislumbra la mera posibilidad, por más remota que sea. Y esta simple posibilidad tiene, desde Platón, un status real, que está muy conectado con la especificidad de la filosofía. Problematizar una proposición es hurgar más profundamente en ella para identificar sus límites, sus deficiencias, porque en la identificación de esta finitud se encuentra la verdad de esta proposición.
Entonces, volviendo a la práctica concreta, “pensar lo impensable” significa que en cualquier momento cuando alguien formula una hipótesis, el primer paso es, antes de avanzar hacia otra idea, encontrar a través de diferentes procedimientos técnicos en qué consiste lo absurdo de una proposición dada. Y en estos procedimientos el autor de la idea no está allí para “defender” a su bebé – más bien debería estar involucrado igual que los demás, o incluso eventualmente más aún, en encontrar las deficiencias en esta construcción, para modificarla y empezarla nuevamente. Pero es también cierto que los seres humanos no asumen este tipo de actitud sin ayuda alguna: se tiene que aprender con alguien que conscientemente se enfrenta a nuestro modo “normal” de comportamiento – inicialmente el profesor, luego los propios alumnos ellos mismos entre ellos, como una forma de aprendizaje mutuo.

Huyendo de la confrontación

Como hemos mencionado anteriormente; estábamos consternados por el hecho de que después de cada taller, casi nunca se dedicaba tiempo a discutir el funcionamiento del taller mismo, o si en todo caso quedaba un poco de tiempo, los participantes no estaban interesados en usar dicho tiempo en emplearlo en este tipo de debate. Más allá de nuestro asombro, dado que cuando los filósofos prácticos se encuentran deberían naturalmente discutir y comparar sus prácticas; ¿cual puede ser la razón para que se de este fenómeno? ¿Por qué no surgen entre los filósofos prácticos cuestiones sobre los temas más importantes, ya sean filosóficos o pedagógicos? Tenemos dos hipótesis. La primera sería el principio de autoridad, al menos uno intelectual, que parece ejercer una gran influencia sobre el movimiento de Lipman. La segunda es el principio de comunidad, que resulta de una mezcla de la filosofía pragmática, ideología americana y corrección política que tiñe la actividad intelectual de este movimiento.
Antes de continuar, dado que parece que estamos emitiendo juicios muy contundentes, deberíamos simplemente moderarnos diciendo que esto no es una catástrofe mayor de lo que acontece en cualquier otro círculo intelectual Cualquier institución organizada llevará necesariamente como marca la ambivalencia entre sus logros y sus defectos. Ambos son generalmente más visibles y amplificados en un grupo de personas que en una persona sola.
Empecemos por el principio de autoridad, dado que éste podría ser la causa menor. La primera observación que nos choca es el hecho de que un esquema tan simple, como el taller “oficial” –al leer una historia, hacer preguntas, relacionar materias escogiendo una pregunta y debatiéndola—no haya sido ya reemplazado o desafiado por una multitud de “recetas” o protocolos. Fuimos testigos de un par de modificaciones, pero ello parecía ser la prerrogativa de una minoría muy reducida. Además, después de más de 25 años de actividad: ¿Por qué un esquema tan simple no debería haber sufrido mayores cambios– para que los estudiantes, así como los maestros no se queden atascados en este procedimiento final, eterno y aburrido?
En una conferencia Internacional de tal magnitud, podríamos haber esperado que se hubieran presentado algunos procedimientos radicalmente diferentes Pero aunque vimos algunas contribuciones que añadían algún pequeño toque extra al esquema básico, no cambiaban fundamentalmente el patrón inicial. Ahora bien, debemos reconocer que aunque las historias de Mathew Lipman se encuentra aún en la cima del ranking, hay un gran número de otras historias que se están usando como por ejemplo algunas de Ann Sharp, y muchos profesores están creando sus propias historias. Pero es extraño ver que aunque en este aspecto se han tomado algunas libertades, no se han tomado ningunas en relación al procedimiento mismo. De hecho, algunos están dispuestos a presentar su propia historia como objeto de discusión, pero la práctica misma no es un objeto de discusión. Por otro lado, uno podría preguntarse si no sería mejor quedarse con los textos o historias tradicionales del movimiento, dado que no estamos seguros si todos los “nuevos” textos tienen el contenido filosófico que los “textos fundacionales” tienen. Pero esto nos llegará a otro punto del que hablaremos más tarde: el problema general del contenido filosófico.
Abordemos ahora el principio de comunidad. Un concepto “clave” para la práctica es el concepto de “comunidad” como en “la comunidad de indagación”. Se han usado mucho las metáforas musicales para justificar y explicar esa idea, en particular la de la “armonía” Esto nos parece una idea como respuesta legítima y sana a la atmósfera Hobbesiana que es cosa corriente en los círculos intelectuales, donde la inteligencia de uno se presenta como un intento de atacar al interlocutor, quien es visto como un oponente. El principio que vemos en las discusiones y en la conducta general del movimiento es que las ideas se supone que añaden y acumulan y de esta manera ayudan al desarrollo del pensamiento de todos, en tanto que cada uno y todos contribuyen a la armonía. Y cuando en los talleres alguien no está de acuerdo con algún otro participante, puede decirlo, pero la discusión continúa de todos modos. Nunca, parece ser, que la discusión se detenga en algún punto en particular, al menos para identificarlo, y menos aún resolverlo. Es cierto, que de esta manera, se evita cualquier confrontación, dado que una confrontación implica una cierta persistencia en la oposición. Y aun si alguien persistiese, dado que una cantidad de personas toca otros puntos en el interin, y la persona a la que se está dirigiendo no puede contestar allí mismo, el punto muere por asfixia. El profesor podría jugar aquí el papel de “subrayador”, pero esto no es el caso”.
Así, las ideas particulares se desintegran en la totalidad, lo cual por esta razón nos parece mas una lluvia de ideas que una verdadera construcción del pensamiento, aunque las dos no están necesariamente desvinculadas. Pero existe un modo en el que se da una oposición real entre estas dos actitudes. Examinar ideas, discriminar entre ellas, dándose el tiempo de identificar sus determinaciones y penetrar en sus vacíos induce a un sentido de limitación, de fragilidad, hasta de patología tanto de ideas como de seres. Y si bien una discusión libre amengua ciertos problemas de enseñanza, por otra parte también se alimenta de prejuicios sociales, dado que reafirma el valor incuestionado de nuestro pequeño yo y por lo tanto de las ideas que produce. Y, paradójicamente, esta visión del colectivo fácilmente lleva al no-interés en los otros. Yo, solo espero por mi turno. Porque en realidad, si no tenemos un profundo interés y una afinidad por lo singular; ¿cómo podemos pretender tener un interés por lo colectivo?
Esta contradicción nos hace recordar a esas casas norteamericanas de clase media a las afueras de la ciudad, todas con los mismos jardines de césped, donde no aparece nada chocante excepto, la falta de diferencia. Todos hacen lo que quieren en su casa, especialmente dado que esas casas con grandes jardines de césped están muy apartadas unas de otras. Hay realmente muy poco contacto entre vecinos, pero hay una presión real para comportarse formalmente de la misma manera. No pretendemos que exista un esquema de vecindad que sea perfecto, pero digamos que la desventaja en lo que concierne a “comunidad”, es que tiende a hacer desaparecer la singularidad. Cuando la verdadera singularidad, en oposición al individualismo banal, cobra peso por sobre lo general, he allí el verdadero fundamento de la universalidad, como Sócrates, Kirkegaard y otros trataron de mostrarnos.
Desde el lado pedagógico, esto encaja muy bien con los excesos anti-autoritarios políticamente correctos que hemos visto desarrollándose en los últimos años. La idea de que un alumno o hasta un profesor, pueda sobresalir como alguien que pueda echar una luz más poderosa en la discusión que los demás es visto como una amenaza. Cualquier cosa que sobresalga de modo radical tiene que ser arrancada de raíz como una amenaza para la comunidad, un concepto que presupone la ausencia de jerarquía. El hecho de que una disputa surgida entre dos alumnos pudiera ser mas productiva que el resto de la discusión, no es algo que se vea con buenos ojos, por lo menos no en la realidad del taller. Naturalmente, los alumnos no se encargan de esto por si mismos: están muy preocupados en lo que quieren decir, lo cual para ellos es más de esto o más de aquello. El resultado es que algunos momentos de cierta profundidad filosófica pasan desapercibidos. Cuando todos sabemos que en una discusión que dura determinado lapso de tiempo, hay algunos instantes, muy pocos de ellos, que hacen que la discusión sea filosófica en el verdadero sentido de la palabra. Aquellos avances son las pocas y raras palabras que hacen que la discusión global realmente valga la pena. A menos que uno piense que todo el punto del ejercicio es solo dejar que todos se expresen.

Pragmatismo

Nuestra última visión de esta situación se relaciona con la matriz pragmática en la cual se instala el trabajo. La verdad en este contexto filosófico, emerge sobre la base de lo colectivo. Se ocupa de la eficiencia y de cuestiones pragmáticas y por estas razones, porque tiene que adaptarse a un mundo y una sociedad cambiante es mas de naturaleza constructiva que de orden trascendente establecido a priori –un principio regulativo mas que un `principio determinante, como diría Kant. Para aclarar nuestro punto, describamos brevemente otras dos posibles concepciones de verdad, con el fin de poner en contexto nuestro análisis y mostrar el aspecto reduccionista de la perspectiva pragmatista, como el de cualquier perspectiva particular. La primera otra concepción de verdad es la que puede ser llamada la verdad de la “razón”. La razón es aquí percibida como un poder trascendente, mas allá del espacio y tiempo que la mente humana apenas puede pretender develar por trozos y fragmentos dispersos. Es de orden teórico antes que práctico, dado que la realidad física es de cierta manera solamente una mera reflexión del orden espiritual. La segunda concepción de verdad es una subjetiva. Aquí, la verdad es singular, aunque en esa singularidad reside un profundo camino que conduce a la universalidad. La forma primaria de esta verdad sería la autenticidad, la característica de una persona que es verdadera. Y esta persona no tiene que dar cuenta ni a la comunidad ni a la razón, sino a si misma, aunque estos diferentes parámetros, no tienen que estar excluidos.

Las consecuencias de la elección pragmática es que el lado eficiente y colectivo y pragmático de la actividad es la principal preocupación. El hecho de que uno realmente practique la “comunidad de indagación” y, por lo tanto, pertenezca a la “comunidad” es el ancla y punto de referencia. El cómo lo haga, no es el punto: La naturaleza y modo de realización no ha sido cuestionado. En consecuencia, cada uno hace lo que buenamente quiere en su rincón. En realidad, esta practica puede reducirse a una expresión muy mínima, un minimalismo, el cual desde nuestro punto de referencia tiene una relación mas bien escasa con la práctica filosófica. Pero nadie pone este asunto sobre la mesa, porque la armonía de la comunidad es un interés primario, y el hecho de que, todos estén nominalmente involucrados en esta práctica es el interés primario, si no el único. El aspecto no confrontacional, es por la tanto una practica constitutiva de la actitud, tanto en el ejercicio mismo como entre los filósofos prácticos con el fin de preservar “la armonía”. Así es que, en vez de desafiar a alguien en lo adecuado de su práctica, su conformidad con la idea inicial o con la filosofía misma, uno prefiere simplemente hacer lo que uno hace, hablar sobre ello, y no involucrarse en una comparación con el trabajo de sus colegas. La crítica parece estar prohibida de facto. Lo que sea que uno piensa del otro o de su modo de hacer filosofía debe mantenerse en privado. Es solo su asunto personal. La suma de contribuciones personales de puro milagro asegurará que la filosofía continúe. Cualquier discusión teórica mayor relacionada a la práctica individual sería improductiva, dado que implicaría el pronunciamiento de juicios sobre filósofos prácticos individuales y potencialmente generaría un conflicto. Una de las consecuencias de esta postura es que el profesor, reproduciendo esta misma actitud en su aula de clases, se volverá un mero facilitador, quien no se compromete él mismo con la confrontación y el trabajo filosóficos. Pero ¿puede uno evitar filosofar, desafiar las ideas, y realmente hacer que sus alumnos filosofen?
De hecho, un sistema tal puede funcionar en su propio estilo, así como cualquier otro sistema. Se beneficiará de su genio propio y sufrirá de sus propios inconvenientes. Como se dijo, evitará los pleitos tan endémicos a las relaciones usuales en la academia. Evitará el tipo de inquisiciones y denuncias tan típicas de la vida intelectual. De este modo, se facilitará el autocompromiso en la práctica misma, dado que los requerimientos son más bien mínimos. Y uno puede por supuesto, postular que cada filósofo práctico, ya sea este estudiante o profesor, progresará a su propio ritmo, siendo el principal punto el que él se lance a la actividad. Pero, al mismo tiempo, uno podría preguntarse por la contribución de cada práctica particular a la mejora pedagógica y filosófica del aula. A pesar de ello, podemos concluir en vista de la hegemonía del dictado de clases tradicional, que la introducción de la discusión en la clase es un mejoramiento en sí, aún cuando, el contenido mismo pueda dejar mucho que desear.

Teoría y práctica

Nada es más banal que la brecha o discrepancia que hay entre teoría y práctica. Es un vacío habitual, ya que los filósofos prácticos tienen una aproximación más empírica, basada en la realidad de su aula de clases y limitada por sus propias capacidades, sus limitaciones y su tiempo finito, mientras que los teóricos más libres de estas ataduras, pueden en cambio caer en la trampa de las construcciones formales, desconectadas de la realidad de pluralidad y otredad. En este caso particular de la “comunidad de indagación”, la especificidad del problema tiene dos facetas. Primero el iniciador y creador del programa no es él mismo un filósofo práctico, en el sentido de ser alguien que constante y regularmente esté involucrado en la práctica, lo cual también vale para otras figuras que lideran el movimiento. Segundo, el programa es de naturaleza filosófica, pero muchos de los que lo practican no tienen una cultura filosófica. En ese sentido, uno puede cuestionarse si la actividad misma sigue siendo de naturaleza filosófica.

El programa mismo, tal como está concebido, está basado en dos partes: las historias y el manual. A pesar de que las historias, en tanto narraciones, tienen un contenido filosófico implícito, el manual que está más desarrollado, introduce conceptos y cuestionamientos. Pero uno puede muy bien usar solamente las historias, y eso parece suceder bastante a menudo. Es más, como el texto no necesita ser estudiado con mayor cuidado, por las razones que ya señalamos, el contenido filosófico concreto del material puede ser totalmente obviado, en favor de un mero procedimiento que conduce más que nada a una libre discusión. Ahora, si el profesor estudia apropiadamente el manual y la historia, y asegura que sus alumnos también lo hagan, puede que se de un verdadero trabajo filosófico, aún si uno quisiera, por diferentes razones proponer modificaciones en esto o aquello. Pero nada en la discusión de la práctica profundiza o alienta o promociona que se profundice en la cultura y el contexto filosóficos, según lo que hemos notado en base a lo que pudimos atestiguar.
El principio de empezar con una historia y de conceptualizarla es un ejercicio innovador y productivo. A pesar de que las historias son de un carácter crudamente didáctico y uno podría preguntarse por qué algunas piezas de la literatura clásica, relatos populares o mitos tradicionales no podrían desempeñar el mismo papel. Tienen un contenido igualmente filosófico y tienen la ventaja de la posibilidad de lecturas en múltiples niveles, ya que son profundas y contienen muchas ambigüedades, son de naturaleza poética y apelan a los arquetipos fundamentales del conocimiento, la experiencia y la existencia humanas.
Además, las historias presentadas por Matthew Lipman y su equipo pueden ser criticadas por ser demasiado norteamericanas, ya que se supone que sean utilizadas por niños de todos los países. Por otra parte, si se quisiera reconstruir un currículo filosófico muy específico, es posible entender muy bien el principio de los textos didácticos que se han diseñado para cada edad.
En cuanto al manual, uno puede preguntarse cuál sea su utilidad. O bien el profesor tiene una formación filosófica y no necesita del manual para conceptualizar la historia, o él o ella no posee esa formación y no estará realmente en capacidad de llevar a cabo esa tarea, ya que sería demasiado mecánico y artificial utilizar preguntas preparadas previamente. Esto es especialmente probable ya que esos conceptos y problemáticas, a las que llaman “ideas guías” en el procedimiento, se supone que son introducidas en una discusión en el aula, sin que se imponga un contenido. Se requeriría aquí de una cierta habilidad que va más allá de conocer la lista de preguntas y conceptos que ya están dados. Una cosa es revisar ideas y explicarlas, y otra es jugar con ellas introduciéndolas sutilmente en una discusión en el momento apropiado, haciendo conexiones con lo que ya ha sido dicho, de modo que no le caiga a la clase súbitamente como un deus ex machina. Sabemos por experiencia que nada es más difícil de lo que es para los profesores formados en filosofía el transmitir ideas prehechas establecidas, sacadas de un currículo, con el propósito de iluminar la conversación de los estudiantes: primero porque las conexiones muchas veces no son obvias – se tiene que desarrollar una cierta flexibilidad y la capacidad de escuchar realmente – y segundo porque el profesor está fuertemente tentado de caer en la trampa del dictado de clases, cuando se le pide que de solo indicios, por ejemplo en forma de pregunta. Sin embargo, después de todo se puede sostener que no hay método alguno que pueda ser aplicado sin la capacidad artística y los talentos creativos del profesor. Pero como ya dijimos, el resultado general es que los profesores recaen en la opción de una perspectiva minimalista y dejan que los alumnos simplemente discutan libremente, con pocos requerimientos y exigencias. Y es aquí donde probablemente se necesitaría un trabajo mas preciso y a profundidad en la práctica concreta misma. Tal vez lo que debería ser reconsiderado son las modalidades de formación de profesores.

Conclusión

Como dijimos al inicio de este texto, tenemos que abogar por una ignorancia fundamental del sujeto del que estamos hablando – ¡una prerrogativa maravillosa de la filosofía! Y por eso le pedimos a nuestro lector que tome nuestro escrito con un granito de sal. Al leer uno debería preocuparse más de los aportes filosóficos generales que de los particulares del método Lipman, del cuál no somos de ninguna manera especialistas. Incluso puede ser que hayamos cometido omisiones y errores garrafales. Pero nuestra posición es que uno debería estar en capacidad de arriesgarse a la práctica del análisis crítico, no importa que tan escasos sean nuestros recursos. Lo que nos concierne acá es un estado mental más que un problema de conocimiento. Y como dicen los franceses: “Lo ridículo no mata”.

Cómo concluir este análisis superficial si no mencionando el hecho de que el movimiento de Lipman tiene una cualidad primaria: ya existe. Y después de todo, no solo existe, sino que continúa desarrollándose en muchos países, proveyendo una importante contribución a la pedagogía aquí y allá, ya que esta actividad misma de facto definitivamente se inscribe en este campo particular.
Claro que hay un toque filosófico en todo esto, pero el intento de reconstruir la filosofía como un currículo para niños parece que se queda corto. Como dijimos, probablemente haya la intención, pero en la práctica concreta no se está llevando a cabo la voluntad de los fundadores. Entonces ¿qué nos queda? Echemos una mirada a diferentes determinaciones de la filosofía. Primero, se está tocando a la filosofía como ámbito, ya que se tratan una serie de preguntas existenciales y epistemológicas. Pero las habilidades y competencias filosóficas no se alientan lo suficiente: puede ser que las desplieguen, pero su desarrollo depende demasiado de las inclinaciones naturales y las disposiciones del profesor. En este aspecto, al procedimiento, así de abierto como es, le falta rigor y necesita innovaciones que puedan mejorar su naturaleza. Cuarto, la filosofía como cultura está presente en los textos, pero como el material escrito no se usa mucho por diferentes razones, también aquí tenemos que éste depende meramente de la cultura adquirida por el profesor y de sus capacidades de aprovecharlo y hacerlo operativo.
Según tenemos entendido, una gran mayoría de los que ejercen en filosofía para niños en el movimiento son especialistas en pedagogía, y en la mayoría de los países el estudio de filosofía para niños se da en los Departamentos de Pedagogía. Ahora bien, esta situación probablemente se deba al actual estado mental de la filosofía académica, que recula ante cualquier cosa que no sea de naturaleza muy clásica. Incluso la propia discusión es revolucionaria para la filosofía académica, ya que es una actividad que no tiene como resultado mucho éxito: en la mente de muchos profesores, la discusión con los alumnos se refiere a una mera expresión de opiniones, y la discusión entre eruditos está tan infectada de egos que muchas veces es imposible. En el mejor de los casos, estos intercambios se reducen muchas veces a un ritual de buenas maneras, mínimo, administrativo y formal. Por eso es que es posible que el movimiento de Lipman esté transando su propia integridad como programa, con el propósito de mantenerse vivo como una mera innovación pedagógica. En este contexto, la mezcla de sociología y psicología que parece ser una orientación actual común y tentadora, definitivamente puede llegar a ubicar a la práctica en el ámbito puramente pedagógico, con algunos toques ligeramente filosóficos. La fuerte preocupación por la democracia también puede ser que conduzca a la práctica hacia un camino muy diferente, ya que está muy lejos de haber sido probado que la filosofía y la democracia constituyan un matrimonio bueno y duradero, aún a pesar de que la democracia necesita de la filosofía y viceversa.
La filosofía para niños de alguna manera nos hace recordar el pensamiento crítico – una actividad muy amplia e indeterminada, que oscila entre el sinsentido y lo esencial. Pero esta indeterminación, a pesar de los riesgos que implica, puede ofrecer el tipo de espacio necesario para un trabajo creativo e innovador, construyendo un campo que aún no está saturado por una demanda demasiado específica e impregnada de determinada tendencia. Podría ser que las cualidades creativas de las que depende, que pueden ser consideradas como un inconveniente, podrían también ser percibidas como una ventaja. Podría ser que tengamos acá una conjetura sobre la razón humana y la inteligencia. ¿Importa realmente si merece o no merece el rótulo de “filosófico”? En tanto que todavía se da una reflexión sobre la naturaleza y la utilidad de tal ejercicio, alimentando sus esperanzas de una dinámica de crecimiento cualitativo, el cuestionamiento podría en sí mismo y con el paso del tiempo confirmar la naturaleza filosófica de la actividad.