Los cafés filosóficos

LOS CAFÉS FILOSÓFICOS

Introducción

judo fightDesde hace nueve a diez años ha aparecido un extraño fenómeno en Francia cuyo desarrollo continúa todavía a lo largo de estos meses: me estoy refiriendo al café filosófico. Existen ya más de ciento cincuenta cafés filosóficos diseminados a través de todo el territorio galo donde se reúnen individuos de todas las edades y condición para debatir sobre cuestiones como la existencia, el amor, la muerte, el deseo, la palabra, el poder o la modernidad. En el seno de la institución filosófica, se ha desatado una agitada polémica entre los profesores sobre la naturaleza de este fenómeno. Algunos filósofos se han implicado en esta nueva práctica filosófica, participando activamente y animándose a organizar este tipo de debates, pero la mayoría ha adoptado más bien una actitud de distanciamiento y desdén, o ha preferido atacar duramente este tipo de eventos. A estos profesores, el adjetivo “filosófico” les parece totalmente inapropiado para un ejercicio que fundamentalmente sigue siendo una “charla de café”. El autor de este artículo, filósofo de formación, se encuadra desde hace bastantes años en esa nebulosa de los cafés filosóficos, e intenta dar cuenta de este fenómeno social que ha arraigado en todo el territorio francés, con algunas incursiones aquí y allá, principalmente en otros países francófonos.

Historia del café filosófico

El aspecto más impresionante de este fenómeno reside en su espontaneidad, pues tanto su creación como su desarrollo son más bien producto de circunstancias fortuitas y autónomas que de una decisión concertada y organizada. También debemos mencionar el papel de los medios de comunicación, puesto que gracias a su atención, los cafés filosóficos se convirtieron rápidamente en un fenómeno “de moda”. En 1992, Marc Sautet, profesor de filosofía en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de París, durante una entrevista en la radio, contó como algo anecdótico que se reunía con unos amigos para filosofar cada domingo por la mañana en un café de la plaza de la Bastilla, en París. Cuál sería su sorpresa el domingo siguiente, cuando comprobó cómo acudían numerosas personas, deseosas de participar en ese tipo de discusiones informales. Semana tras semana, el número de asistentes iba en aumento, por lo que se hizo necesario buscar algunas reglas básicas de funcionamiento, con el fin de que este tipo de aglomeraciones no se transformase en una algarabía cacofónica. El café filosófico había nacido. Desde 1995, otras dos o tres experiencias, motivadas por iniciativas personales más o menos calcadas de la primera, vieron la luz en la capital francesa. Fue entonces cuando la prensa comenzó a prestar atención al fenómeno, lo que suscitó poco a poco numerosas vocaciones espontáneas, hasta llegar a la situación actual.

El principio de creación de los diversos cafés filosóficos descansa generalmente sobre la iniciativa de un individuo, ya sea porque (1) éste ha participado previamente en una actividad de este tipo durante una estancia en París o en otro lugar, o (2) porque no existe ninguna actividad de este tipo en su región, o simplemente (3) porque siente el deseo de ponerse él mismo manos a la obra, o incluso (4) porque ha escuchado hablar de este tipo de eventos en la televisión o en la prensa y ha decidido probar suerte. Los organizadores de este tipo de debates son, en la mayoría de los casos, personas que sienten una vocación de tipo intelectual y también una vocación de tipo social. Algunas iniciativas más estructuradas, vinculadas fundamentalmente a localidades o a municipios de tamaño mediano o pequeño, se han lanzado igualmente a promover estas actividades, comprometiendo a un “animador” -generalmente un profesor de filosofía- para arbitrar las discusiones.
Desde el comienzo del boom, principalmente en la región parisina, donde se organizaron los primeros filo-cafés, la mayoría de los profesores adoptaron una actitud inicial de rechazo, negando el calificativo de “filosófico” a este tipo de encuentros. La opinión dominante en estos ambientes se resume con la frase siguiente: “Existen lugares donde poder filosofar, y el café filosófico no es precisamente uno de ellos. Yo, por mi parte, jamás pondría el pie en un sitio como ése”. Los mass media más populares, como la televisión, promovieron este tipo de actividades, mientras que las revistas más elitistas, como Le Monde de l´education o Le Magazine Littéraire, decidieron rechazar el naciente movimiento. Esta oposición contribuyó a profundizar la brecha entre estas dos tendencias. En consecuencia, la mayor parte de los primeros animadores carecían en realidad de una profunda formación filosófica, lo que justificó aún más la apariencia formalmente no-filosófica de los cafés. Este fue el caso de París y de otras grandes ciudades. En otros lugares, la situación fue un poco diferente, pues la oposición a priori entre las dos facciones parecía estar más atenuada, según disminuía el tamaño de las ciudades implicadas. Por otra parte, este rechazo de la filosofía oficial favoreció la libre expresión en los cafés de una tendencia que podríamos calificar de “poujadismo filosófico”. Aproximadamente, el credo de esta perspectiva se podría resumir así: “La verdadera filosofía se encuentra en la vida y en la sinceridad, más que en los viejos libros y en teorías falsas”. Fue entonces cuando diversas tendencias de tipo psicológico, sociológico, espiritualista, político y de otro tipo, se sumaron fácilmente a un terreno, previamente abonado por el rencor (bastante extendido, por otra parte) contra los profesores de filosofía.

Espíritu y funcionamiento del café filosófico

Las reglas generales del café filosófico, ésas que se encuentran prácticamente en todos los lugares que ostentan ese mismo nombre, son extremadamente simples y limitadas en número. (1) Cada persona hablará cuando sea su turno, levantando la mano para pedir la vez; turnos que serán concedidos por el animador del café según un orden definido, aproximadamente, según el momento de la petición. (2) Está terminantemente prohibido interrumpir a quien esté haciendo uso del turno de palabra. Únicamente el organizador podrá limitar el tiempo de los discursos, o volver a centrar el desarrollo del debate, o explicar una proposición demasiado enrevesada, etc. Pero lo que nunca debería hacer es intentar usar su posición de autoridad relativa que le ha sido concedida por el grupo para imponer cualquier tipo de visión personal. El más mínimo intento de ostentación de la verdad por parte del animador le perjudicaría y desacreditaría. Desde luego que tiene derecho a una cierta subjetividad, pero su función debe ser primordialmente la de un árbitro, y en todo momento deberá dar pruebas de una gran capacidad de escucha y de análisis. Por muy elementales que sean estas reglas, constituyen un verdadero desafío con respecto al modo habitual de diálogo que se practica habitualmente en Francia. No hay más que escuchar los debates políticos o culturales de la televisión o de la radio para darse cuenta de ello. Incluso aquellos artículos de revistas que cuestionaban la naturaleza filosófica de estos debates de café, reconocen en su mayoría el éxito de éstos en cuanto al respeto al otro y a la tolerancia manifestada en este tipo de intercambios. Lo que demuestra ya de por sí una excelente práctica de educación cívica.

La naturaleza y el funcionamiento de los cafés filosóficos varían en función de los animadores y de los participantes. Pero antes de analizar las diferentes modalidades, retomemos las reglas elementales que acabamos de describir e intentemos delimitar en qué medida son portadoras de “contenido filosófico”. ¿Estamos estableciendo simplemente las bases de una discusión civilizada? ¿Puede este marco de actuación concreto suscitar mejor la reflexión filosófica? Sea cuál sea la cuestión elegida como tema central para cada uno de estos debates -determinado por el animador o por la mayoría del grupo-, cada persona lo tratará a su manera, según sus capacidades, de forma similar a cómo lo aborda cuando discute en otro tipo de foros. Sin embargo, el hecho de esperar el turno de palabra, de respetar la palabra de los otros, de escuchar la opinión de otra persona hasta el final, incluso si ésta nos molesta -pero sobre todo si ésta nos molesta-, provocará definitivamente efectos particulares en los participantes.

Lo que sí está claro es que en esta multiplicidad que se expresa en que consiste el café filosófico, cada uno de los participantes no puede agotar el tema que se está tratando, y a veces -como lo indica la impaciencia por hablar que se produce en determinados momentos- unos y otros están más preocupados por su próxima intervención personal que por el encadenamiento de los diferentes discursos. Pero esto no impide que, a pesar de los diversos factores que limitan la comprensión -ya sea por falta de concentración o por cerrazón mental-, el proceso en el que durante dos horas se suceden las interpretaciones y los análisis más diversos sobre un mismo tema, promueva la dialectización del tema en cuestión y permita que puedan surgir diversas problemáticas. Y mucho más si algunos discursos parecen algo autistas, a pesar de que puedan albergar ciertas intuiciones interesantes. Por el contrario, otras personas, se hacen cargo de la situación e intentan responderse mutuamente, en una búsqueda desesperada por encontrarse.

Es cierto que existe un punto de partida en todo este asunto que nos remite a Sócrates, a su comportamiento y a su concepción de la mayéutica. La hipótesis de base de la que se parte es la creencia de que el espíritu humano es algo fundamentalmente creativo; la creencia de que nuestra alma es una “chispa divina” que está “preñada” de unas ideas que habrá que “dar a luz” para que adquieran una “forma” determinada. Ideas que, una vez “alumbradas”, podrán tener la “forma” de un “aborto raquítico” o de un “bebé rollizo”. El factor principal que permite “dar a luz” a estas ideas se encuentra principalmente en la conmoción que nos genera la palabra del otro, a pesar de que la persona experimentada en este tipo de ejercicios, sepa en parte recrear él mismo esta situación de “shock” permanente. Se trata, pues, de inducir un estado mental en el que “la evidencia” no tenga ninguna razón de ser, puesto que al confrontar las diversas perspectivas que la ponen en cuestión, al aceptar el cuestionamiento que éstas implican, nos demos cuenta de la fragilidad de nuestra “evidencia”, siempre y cuando ésta no sea el producto de la mala fe. El principio fundamental de esta práctica consiste, pues, en aprender a pensar lo impensable. Este mecanismo permitirá que pueda rebasarse el “estadio de la opinión”, estadio reprimido por la crispación anterior, la cuál impedía que pudiese salirse de él.

A esta visión de las cosas se opone la concepción aristotélica de la tábula rasa. Si como dice el estagirita, la mente es una tabla sobre la que se inscriben los pensamientos, entonces éstos no surgen mediante un proceso de creación intrínseco, sino que provienen del exterior. Ahora bien, la tradición occidental clásica de la enseñanza de la filosofía, en la que la clase magistral sigue siendo el principal instrumento de la enseñanza, es más bien de inspiración aristotélica. Por otra parte, si el café filosófico merece tal calificativo lo será en la medida en la que se acepte la idea de que la filosofía es más bien un tipo de propedéutica, una “puesta en práctica” de un cierto estado mental, y de una metodología que podríamos denominar dialéctica. Por supuesto, si primamos el aspecto erudito y academicista del discurso, se le puede negar al café su estatus filosófico, puesto que la mayoría de los discursos que en ellos se desarrollan carecen del conocimiento de los autores y de los conceptos “autorizados”. Así, sean cuales sean las opciones filosóficas de unos y de otros, se puede mantener una discusión sobre lo que sucede en estos cafés y sobre las condiciones de este tipo de práctica filosófica, pero no vemos ningún argumento sólido con el que se pueda decretar la imposibilidad de filosofar en un café o en cualquier otro lugar público.

Diferentes modalidades de cafés filosóficos

Como ya hemos indicado anteriormente, la naturaleza de lo que suceda en un café filosófico depende principalmente del animador que esté a su cargo, más que de los participantes que tomen parte en él. Por una parte, porque es él quien establece las reglas del juego, y por otra, porque generalmente es también él, con su estilo particular, quien determinará el tipo de exigencia filosófica que se mantendrá durante el debate. El animador “minimalista” se contentará con (1) organizar la elección del tema -determinado por las personas que estén presentes-: les pedirá que propongan los temas a debatir y procederá a la votación, y (2) distribuirá la palabra, manteniendo un simple papel de árbitro, regulador del turno de palabra y del tiempo de cada uno. El mantenimiento de la calidad de la discusión dependerá en gran medida de los participantes y de su capacidad individual de hacerse cargo de ella. El animador más activo, más presente, podrá (1) determinar él mismo la elección del tema a debatir en función de lo que él considere como más interesante, y fundamentalmente (2) intervendrá en la discusión de diferentes maneras con el objetivo de señalar las problemáticas más interesantes.

Aquí presento algunos procedimientos a través de los cuáles el animador del café filosófico intentará que se adquiera un cierto nivel filosófico durante el debate.

En primer lugar, solicitará que sean aclarados los discursos que le parezcan confusos o de difícil comprensión.

En segundo lugar, propondrá a quién se haya extendido excesivamente en su discurso, que formule una conclusión en la que de forma concisa se resuman sus palabras. Debe evitar formular él mismo la explicación o la conclusión en lugar de la persona en cuestión. Si dicha persona parece que tiene dificultades para resumir su propio discurso, y si finalmente el animador se decide a ello, se hará siempre, por supuesto, con el beneplácito del propio participante y con su posterior aceptación de la formulación de sus palabras por parte del animador.

En tercer lugar, incitará a los participantes a ir más lejos en su pensamiento, formulándoles preguntas o planteándoles alguna objeción a su argumentación. Este recurso deberá, mediante un “proceso anagógico”, conseguir que el participante progresivamente tome conciencia de su propio pensamiento y que sea capaz de expresar los pre-supuestos sobre los que se basa su discurso y que hasta entonces estaban latentes.

En cuarto lugar, comparará las diversas proposiciones expresadas por distintos participantes, en la medida en la que este modo de contemplar la problemática permita establecer conexiones y vínculos insospechados.

En quinto lugar, reformulará periódicamente las aportaciones según vayan surgiendo y modificándose a lo largo del debate. Lo que no deberá impedirle sugerir una o dos posibles líneas de reflexión.

En sexto lugar, podrá relacionar las problemáticas que hayan surgido a lo largo del debate con aquellas formuladas con anterioridad por ciertos filósofos consagrados, con el fin de dar más seguridad a los participantes, de animarles en su indagación personal y como medio para proporcionarles ciertos elementos de la “cultura filosófica”, y subrayar así los momentos más destacadas de la discusión.

El conjunto de todas estas intervenciones exige muchas cualidades de parte del animador. Por un lado, debe tener (1) una gran amplitud de miras, por otro, (2) una cierta cultura filosófica y (3) una capacidad de ponerse en el lugar del otro, tanto para (3.1) interpretar las problemáticas que vayan expresándose, como para (3.2) explicitar los temas que vayan surgiendo, o para (3.3) darles un tratamiento más pedagógico, vinculando el concepto al que hagan referencia con las experiencias vividas por los presentes. En este sentido, no estoy muy seguro de que la formación tradicional de los profesores de filosofía sea suficiente como para satisfacer todas estas condiciones. Aquellos que son capaces de realizar todas estas tareas de forma satisfactoria lo consiguen por razones que sólo ellos conocen.

Como ya hemos indicado en apartados anteriores, el café filosófico es un concepto general en el que la práctica particular depende en gran medida de la persona que lo dirija. La autonomía de cada café particular deja, por otro lado, mucho espacio a la iniciativa personal. Por estas razones, han surgido últimamente un gran número de diferentes modalidades de cafés, que pasamos a comentar de forma sucinta.

Dejando a un lado el tipo de café que nosotros acabamos de describir, han aparecido también los (1) talleres (ateliers), que se celebran en un café, o una biblioteca, o una sala común, o en otros entornos. (1.1) Ciertos talleres trabajan con textos de autores, basándose en el mismo principio mayéutico y utilizando el texto de ese autor como un pretexto para que surjan diversas problemáticas. El animador deberá aquí añadir a su conocimiento del texto en cuestión, un sentido especial de ese arte socrático en la formulación de las preguntas que posibilite el trabajo en grupo. (1.2) Otros talleres utilizan el principio del “arte de preguntarse mutuamente” (questionnement mutuel) entre los participantes con el fin de profundizar en un tema dado. En este caso, se trata de distinguir una visión particular de un problema de las preguntas que pueden plantearse a propósito de esa interpretación. Cada uno de los participantes propone una serie de preguntas, iniciándose ellos mismos en la función animadora de la práctica mayéutica.
(2) Otras propuestas consisten en solicitar a (2.1) los participantes la preparación de una pequeña introducción para el debate posterior con el fin de que trabajen un poco el tema a tratar y con el objeto de contar desde el principio con un número mínimo de conceptos claves. Este rol también podrá ser asumido por (2.2) el animador, para evitar ese tipo de discurso contundente que puede impedir o dificultad desde el comienzo toda discusión. (3) Otras opciones incluso estructuran de manera específica el funcionamiento del café, distribuyendo las tareas entre tres personas, cada una con un cometido diferente: (1) el animador, (2) el moderador (encargado de regular los turnos de palabra) y (3) el secretario (encargado de resumir el contenido de los debates). En artículos posteriores intentaremos desarrollar las ideas metodológicas que aquí sólo nos limitamos a esbozar.

Ciertas variantes más particulares del café filosófico utilizan el recurso de (4) una película (que se proyecta en un cine, o en una sala acondicionada para la ocasión y con un reproductor de vídeo) con el propósito de generar un debate. Y lo mismo puede organizarse en un (5) teatro, después de una obra teatral, en la que el director de escena y los actores sean invitados a participar en un debate. O incluso con personas invitadas que intentarán, desde su (6) ámbito profesional específico, como el de la justicia, el arte o la enseñanza, iniciar un debate filosófico con los participantes. Otro ejercicio práctico, más difícil que los anteriores, consiste en propiciar debates con (7) jóvenes problemáticos con dificultades educativas y sociales. Esta modalidad de cafés filosóficos, por su particularidad específica, se aproxima más al ámbito de la psicología que al de la filosofía, por su semejanza con las terapias de grupo. (Algunos centros de enseñanza ubicados en zonas desfavorecidas y a los que deben hacer frente los profesores de filosofía, se corresponden completamente con esta descripción). (8) Finalmente, y siempre dentro del ámbito de influencia de los cafés filosóficos y compartiendo su mismo espíritu, se han creado alrededor de ellos un cierto número de revistas, escritas por sus lectores, y programas radiofónicos en emisoras de radio locales.

Conclusión

Se pueden ofrecer múltiples razones para explicar el surgimiento de este ansia “por filosofar” entre nuestros conciudadanos. A mi juicio, los dos factores que más rápidamente se pueden identificar y que han desestabilizado nuestro sentido de identidad, son por un lado, (1) el descrédito de los grandes ideales y de las grandes ideologías, tanto políticas como religiosas, y por otro, (2) la crisis económica con sus desastrosas consecuencias sociales. Hay que reconocer también que (3) los cafés filosóficos se han puesto de moda. Muchas personas acuden una sola y única vez a un café filosófico con tal de poder contar a sus conocidos que han puesto el pie en uno de esos extraños lugares de reflexión. Pero también es innegable, como lo ponen de manifiesto la seriedad con la que acuden un buen número de participantes, que en todo este movimiento parece existir algo realmente sólido. ¿Cuánto tiempo durará este fenómeno y en qué se convertirá? Es difícil responder a esta pregunta. Pero, ¿es éste el verdadero problema del filósofo? Parece que su responsabilidad (si es que pensamos que su función implica algún tipo de responsabilidad) consiste más bien en responder a esta demanda, sin preocuparse de su legitimidad o de su facticidad. Quizás lo que deba hacer el filósofo sea más bien proporcionar esa legitimidad que tanto necesita una demanda bastante poco segura de sí misma. En todo caso, el filósofo no puede ignorar la época en la que vive y refugiarse en su torre de marfil, sobre todo si esta época pone a prueba seriamente el mismo hecho de filosofar. En un universo cada vez más asfixiado por los valores pragmáticos y utilitaristas, la filosofía corre el riesgo de permanecer recluida para siempre en las clases y en las bibliotecas, o incluso de ser completamente abandonada por su falta de eficacia y funcionalidad. Y eso sería todavía peor. Ahora bien, hasta el momento, nuestra materia ha sufrido numerosas conmociones, y si todavía permanece viva es fundamentalmente a causa de ellas. El advenimiento del idealismo platónico, el abandono cartesiano de las autoridades, el giro copernicano de Kant o la sospecha nietzscheana son etapas en ese largo camino del pensamiento humano. Ninguna de las etapas anteriores era previsible antes de que sucediesen. Estas etapas no representan más que la oportunidad de un esfuerzo dialéctico, rechazado por unos y alentado por otros. Veinticinco siglos más tarde, se nos está pidiendo que regresemos a las fuentes originarias, a la docta simplicidad de Sócrates. ¿Por qué no arriesgarse? La filosofía no tiene nada que perder. Debemos intentarlo con todos los medios a nuestro alcance.