La consulta filosofica – Principos y dificultades

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1- LOS PRINCIPIOS

Naturalismo filosófico

Desde hace ya algunos años, parece que sopla un viento fresco sobre la filosofía. Su objetivo, aunque se presenta bajo diversas formas, consiste en que la filosofía salga de su marco puramente universitario y escolar, donde la perspectiva histórica sigue siendo el enfoque principal. Esta tendencia ha sido recibida y apreciada de formas diferentes: para unos, encarna una oxigenación necesaria, mientras que para otros, no es más que una vulgar y banal traición, digna de una época mediocre. Entre algunas de estas “novedades” filosóficas ha surgido la idea de que la filosofía no se limita exclusivamente a la erudición y al discurso, sino que constituye también una práctica. En realidad, esta perspectiva no es realmente nueva, en la medida en que ésta representa un retorno a las preocupaciones originales, a esa búsqueda de sabiduría que engloba la misma noción de filosofía; dimensión que ha permanecido relativamente oculta durante muchos siglos por la faceta más “académica” de la filosofía.

Sin embargo, y a pesar de este revival, los profundos cambios culturales, psicológicos y sociológicos que separan nuestra época de, por ejemplo, la Grecia clásica, alteran radicalmente los datos del problema. La filosofía perenne se ve así obligada a rendir cuentas a la historia, y su inmortalidad difícilmente puede sustraerse de la finitud de las sociedades que formulan sus problemáticas. Igualmente, la práctica filosófica -como las doctrinas filosóficas- debe elaborar las articulaciones que correspondan a su tiempo y a su época en función de las circunstancias que generen esta matriz momentánea, incluso si después de todo no parece apenas posible evitar, salirse de, o superar, el limitado número de “grandes problemas” que, desde el principio de los tiempos, constituyen la matriz de toda reflexión de tipo filosófico, independientemente de la forma exterior que adopten estas articulaciones.

El naturalismo filosófico que nosotros evocamos aquí se encuentra en el mismo centro del debate, en cuanto que critica la especificidad de la filosofía en su ámbito histórico y geográfico. Este naturalismo filosófico presupone que el surgimiento de la filosofía no constituye un acontecimiento particular, puesto que su sustancia viva se esconde en el interior del corazón del hombre y de su espíritu, incluso si, a semejanza de toda ciencia o conocimiento, ciertos momentos y ciertos lugares parecen más determinantes, más explícitos, más favorables o más cruciales que otros. Como seres humanos, compartimos un mundo común (a pesar de la infinidad de las representaciones que cada uno de nosotros experimentamos) y una misma condición -o naturaleza- (a pesar del relativismo cultural e individual que nos rodea), por lo que deberíamos ser capaces de encontrar, al menos de manera embrionaria, un número determinado de arquetipos intelectuales que constituyesen el armazón de la historia del pensamiento. Si después de todo, la fuerza de una idea descansa sobre su operatividad y su universalidad, cada una de esas “ideas fuerza” debería poder encontrarse en cada uno de nosotros. ¿Acaso no es ésa la idea misma de la reminiscencia platónica, aunque formulada en otros términos y desde otra perspectiva? La práctica filosófica se convierte entonces en una actividad que permite descubrir el “mundo de las ideas” que habitamos, de la misma forma en que la práctica artística nos descubre el “mundo de las formas” que habitamos, en función de nuestras posibilidades, sin necesidad de que tengamos que ser un Kant o un Rembrandt.
La doble exigencia

Con el fin de comprender mejor el proceso que aquí nos ocupa, debemos distinguir dos prejuicios muy frecuentes. El primero consiste en creer que la filosofía, y por lo tanto la discusión filosófica, está reservada a una elite; y lo mismo sucedería con la orientación filosófica. El segundo prejuicio, a diferencia del primero -y su perfecto complemento natural-, consiste en pensar que la filosofía no está reservada a una elite de sabios, de lo que deducimos una conclusión previsible: la consulta filosófica no puede ser filosófica, puesto que está abierta a todo el mundo. Estos dos prejuicios expresan una sola fractura: lo que debemos hacer es intentar demostrar simultáneamente que (1) la práctica filosófica está abierta a todo el mundo y que, al mismo tiempo, (2) conlleva una cierta exigencia que la distingue de la simple discusión. Asimismo, será necesario que diferenciemos nuestra actividad de la práctica psicológica o psiquiátrica con la que, seguramente, serán confundidas.
Los primeros pasos

“¿Por qué estás aquí?”. Esta pregunta inicial se nos impone como la primera, la más natural, aquélla que permanentemente debemos plantearle a cualquier persona. Es una verdadera lástima que todo profesor encargado de impartir un curso de introducción a la filosofía no comience con este tipo de preguntas aparentemente inocentes. A través de este simple ejercicio, el alumno, habituado con los años a la rutina escolar, comprenderá de inmediato la peculiaridad de esa extraña disciplina que incluso cuestiona sus evidencias más escandalosas. La dificultad real de responder a este tipo de preguntas y el largo abanico de posibles respuestas harán estallar rápidamente la insignificante apariencia de la pregunta. De lo que se trata, pues, es de no contentarse con uno de esos esbozos de respuesta que suelen brotar de nuestros labios en un primer momento con el propósito de evitar cualquier tipo de pensamiento riguroso.

Durante la consulta filosófica, un gran número de “primeras respuestas” suelen ser del tipo de: “porque yo no conozco qué es eso de la filosofía”, “porque me interesa la filosofía y me gustaría saber más de ella”, o incluso “porque me gustaría saber qué es lo que dice la filosofía -o el filósofo- a propósito de…”. El proceso de interrogación debe comenzar cuanto antes para revelar los pre-supuestos no admitidos en esos esbozos de respuesta, o incluso en estas no-respuestas. Este proceso provocará la aparición de determinadas ideas del sujeto (es decir, la persona comprometida en la orientación) a propósito de la filosofía o de otro tema que se aborde, en las que será necesario que éste adopte una determinada postura. No es necesario que conozcamos “el fondo” de su pensamiento, contrariamente al psicoanálisis, puesto que de lo que aquí se trata es de decantarse por una hipótesis de trabajo.

Esta última distinción es importante, por dos razones que forman la base de nuestro trabajo. (1) La primera razón se encuentra en que la verdad no se manifiesta necesariamente bajo la apariencia de la sinceridad o de una “autenticidad” subjetiva, y hasta puede que incluso se le oponga radicalmente; oposición similar al principio según el cuál los deseos se oponen frecuentemente a la razón. Desde este punto de vista, poco importa que el sujeto se adhiera a la idea que está expresando. “No estoy seguro de esto que digo (o de esto que acabo de decir)”, se escucha con frecuencia. Pero, ¿de qué querría uno estar seguro? ¿No es acaso esta incertidumbre precisamente aquello que nos permitirá poner a prueba nuestras ideas, mientras que la certeza impediría desencadenar el proceso posterior? (2) La segunda razón, próxima a la primera, descansa en el hecho de que debe producirse una cierta distanciación (distanciation), necesaria para desarrollar un trabajo reflexivo y sólido, como condición indispensable para conseguir la conceptualización que nosotros deseamos inducir. Dos condiciones que en ningún caso deben impedir que el sujeto se enfrente con sus propias ideas; al contrario, deberían posibilitar que éste sea capaz de hacerlo aún más libremente. El científico discutirá más fácilmente aquellas ideas sobre las que su “yo” no esté inextricablemente comprometido, sin que esto impida, por el contrario, que una idea le guste o la admita más que otras.

Una vez que la hipótesis se haya expresado y desarrollado en cierta medida (directamente o gracias a las preguntas), el orientador filosófico filosófico propondrá una reformulación de aquello que ha escuchado. Generalmente, el sujeto expresará un cierto rechazo inicial -o una tibia acogida- de la reformulación propuesta: “Eso no es lo que yo he dicho. Eso no es lo que yo quería decir”. Se le propondrá, entonces, (1) analizar aquello que no le gusta de la reformulación que ha escuchado o (2) rectificar su propio discurso. Sin embargo, el sujeto deberá antes precisar si la reformulación (a) ha traicionado su discurso cambiando la naturaleza de su contenido (cosa que puede ser posible, puesto que el orientador filosófico no es perfecto), o si (b) ésta le ha traicionado, al revelar claramente aquello que el sujeto no deseaba ver ni admitir de sus propias palabras. Se percibe aquí el enorme problema filosófico que plantea el diálogo con “el otro”: en la medida en que se acepta el difícil ejercicio de “medir” y “pesar” las palabras, el que escucha se convierte en un espejo despiadado que nos devuelve nuestro reflejo con dureza. La presencia del otro es siempre un riesgo, del que nosotros ignoramos frecuentemente su alcance.

Cuando lo que inicialmente ha sido expresado no es susceptible de reformulación, por confusión o por falta de claridad, el orientador filosófico filosófico deberá pedirle al sujeto que repita aquello que ha dicho, o que lo exprese de otra forma. Si la explicación ofrecida a continuación es demasiado larga o se convierte en un pretexto para desahogarse en exceso (construyendo un discurso de tipo asociativo e incontrolado), el orientador filosófico interrumpirá al sujeto con frases de este tipo: “No estoy seguro de comprender adónde quiere usted ir. No entiendo exactamente el sentido de sus palabras”. Podrá entonces proponer el siguiente ejercicio: “Dígame en una sola frase aquello que le parezca esencial de lo que acaba de referirme. Si usted no tuviese más que una única frase con la que poder expresarse sobre este asunto, ¿Cuál sería?”. El sujeto expresará su dificultad con este ejercicio de “brevilocuencia”, puesto que acaba de manifestar su imposibilidad de formular un discurso claro y conciso. Es gracias a la constatación de esta dificultad cuando verdaderamente se inicia la adquisición de la conciencia vinculada al filosofar.

Anagogía y discriminación

Una vez clarificada la hipótesis de partida, en relación a la naturaleza del filosofar que lleva al sujeto a la consulta, o sobre otro tema que le preocupe, se trata ahora de iniciar el “proceso anagógico” descrito en las obras de Platón. Los elementos esenciales están compuestos por eso que nosotros denominaremos, por un lado, “el origen”, y por otro, “la discriminación”. Comenzaremos por pedirle al sujeto que nos proporcione alguna razón de su hipótesis, que nos justifique su elección. Ya sea a través de (1) la petición por el origen: “¿Por qué se ha decantado por esta formulación?” ,“¿Cuál es el interés de esta idea?”. O a través de (2) la discriminación: “¿Cuál es el más importante de todos los elementos expresados?” “¿Cuál es la palabra clave de su frase?”. En esta parte de la consulta se podrá combinar por turnos cada uno de estos instrumentos. El sujeto intentará con frecuencia escabullirse de esta etapa de la discusión, refugiándose en el relativismo de la circunstancia o en la multiplicidad indiferenciada. “Depende… […] Hay muchas razones […] Todas las palabras o las ideas son importantes”, nos replicará. El hecho de elegir, de obligar a “vectorizar” el pensamiento, a decantarse por una de las opciones, nos permite fundamentalmente identificar cuáles son las fijaciones, los “anclajes” (ancrages), las constantes y los pre-supuestos que se repiten, para posteriormente ponerlos a prueba y cuestionarlos. Porque después de bastantes etapas de “proceso anagógico” (origen y discriminación), aparece una especie de trama que pone al descubierto los fundamentos y las articulaciones centrales de un determinada forma de pensar. Al mismo tiempo, a través de la jerarquización asumida por el sujeto, se produce una dramatización de los términos y de los conceptos que conseguirá que se separen las palabras de su totalidad indiferenciada, de ese “efecto masa” que difumina las singularidades. Al separar las ideas unas de las otras, el sujeto será más consciente de cuáles son los “operadores conceptuales” con los que discrimina la realidad.

El orientador filosófico adquiere, pues, en esta fase un papel esencial, que consiste principalmente en subrayar aquello que ha sido dicho, para que las elecciones realizadas y sus implicaciones no pasen desapercibidas. Podrá incluso insistir, pidiéndole al sujeto que asuma las elecciones que acaba de expresar. Sin embargo, deberá evitar hacer cualquier comentario y evitará plantear ciertas preguntas complementarias si entrevé algún tipo de problema o de inconsecuencias en el discurso que acaba de ser articulado. Lo importante de esta parte del ejercicio consiste en conducir al sujeto para que evalúe libremente las implicaciones de sus posturas, para que entrevea aquello que su pensamiento oculta de sí mismo. Este proceso lentamente le irá dinamitando la ilusión que poseen los sentimientos de evidencia y de neutralidad, propedéutica necesaria para la elaboración de una perspectiva crítica, aquella de la opinión en general, y en particular, de la suya propia.

Pensar lo impensable

Una vez identificado un anclaje (ancrage) particular, es el momento indicado de defender la postura contraria. Se trata del ejercicio que nosotros denominamos como “pensar lo impensable”. Sea cuál sea el anclaje o la temática particular que el sujeto haya identificado como central en su reflexión, nosotros le pediremos que formule y desarrolle la hipótesis contraria: “¿Cuál sería la hipótesis crítica que usted formularía en contra de su hipótesis inicial? ¿Cuál es la objeción más consistente que usted conoce o que puede imaginar en relación a la tesis que tanto aprecia? ¿Cuáles son los límites de su idea?”. El amor, la libertad, la felicidad, el cuerpo o cualquier otro tema constituyen el fundamento o la referencia privilegiada…En la mayor parte de los casos, el sujeto se sentirá incapaz de efectuar un giro intelectual de este tipo. Pensar una “imposibilidad” de tal calibre le parecerá como precipitarse en el abismo. Algunas veces oiremos el grito desesperado de protesta: “¡No quiero!”.

Este momento de crispación sirve sobre todo para que el sujeto sea consciente de su condicionamiento psicológico y conceptual. Al invitarle a “pensar lo impensable”, se le está invitando a analizar, a comparar y sobre todo a deliberar, en lugar de dar por supuesta e irrefutable esta o aquella hipótesis de su funcionamiento intelectual y existencial. El sujeto toma conciencia entonces de las rigideces que conforman su pensamiento sin que él mismo se de cuenta. “¡Pero, entonces, ya no podré creer en nada!”, exclamará compungido. Sí, pero sólo mientras dure el ejercicio, es decir durante una hora aproximadamente, se preguntará si la hipótesis contraria, si esta “creencia” contraria, tiene alguna posibilidad de ser cierta. Ahora bien, una vez que el sujeto admite esta hipótesis contraria, se da cuenta, sorprendentemente, de que tiene mucho más sentido del que en un principio pensaba y de que, en cualquier caso, la nueva hipótesis aclara de manera interesante su hipótesis de partida, consiguiendo de esta forma ser más consciente de su naturaleza y de sus límites. Esta experiencia permitirá que el sujeto pueda contemplar -y casi tocar con los dedos- la dimensión liberadora del pensamiento, en la medida en la que le permite (1) cuestionar las ideas a las que se “aferra” inconscientemente, (2) distanciarse de uno mismo, (3) analizar los esquemas de pensamiento -en cuanto a la forma y al fondo- y (4) conceptualizar sus propios problemas (enjeux) existenciales.

Subir al primer piso

A modo de conclusión, se le pedirá al sujeto que recapitule los pasajes más importantes de la discusión, con el propósito de contemplarlos nuevamente y de resumir los momentos más intensos y significativos. Esto se conseguirá bajo la forma de un repaso al conjunto del ejercicio. “¿Qué ha sucedido aquí?”. Esta última parte de la entrevista se denomina también “subir al primer piso”: análisis conceptual en oposición al experimentado en “la planta baja”. Desde esta perspectiva elevada, el desafío consiste en que el sujeto se contemple a sí mismo actuando, en que analice el desarrollo del ejercicio, en que evalúe las situaciones, en que salga del alboroto de la acción y del hilo de la narración para captar los elementos esenciales de la consulta filosófica y los puntos de inflexión del diálogo. El sujeto se implica así en un metadiscurso a propósito de las vacilaciones y tanteos de su propio pensamiento. Este momento es crucial, porque es el lugar de la concienciación del doble funcionamiento (dentro/fuera) de la mente humana, intrínsecamente unido a la práctica filosófica. Se permite así el surgimiento de esta perspectiva hacia el infinito que posibilitará que el sujeto acceda a una visión dialéctica de su propio ser y alcance la autonomía de su pensamiento.

¿Es esto verdaderamente filosófico?

¿Qué buscamos conseguir con estos ejercicios? ¿En qué sentido son filosóficos? ¿Cómo se distingue una consulta filosófica de la consulta psicoanalítica? Tal como ha sido indicado con anterioridad, existen tres criterios específicos que particularizan este tipo de práctica filosófica: identificación, crítica y conceptualización. (Mencionaremos también otro criterio importante: la distanciación, que sin embargo nosotros no consideramos como un cuarto elemento, porque está ya implícitamente contenido en los otros tres). En cierta medida, esta triple exigencia resume con bastante exactitud los mismos requisitos que se le exigen a una disertación escolar. En una disertación, a partir de un tema previamente dado, el alumno debe expresar algunas ideas, ponerlas a prueba y formular alguna problemática general, con o sin la ayuda de los autores consagrados. La única diferencia importante recae sobre la elección del asunto a tratar: aquí, el sujeto es su propio objeto de estudio, lo que incrementa la dimensión existencial de la reflexión y convierte el tratamiento filosófico de este tema en algo aún más delicado.

La objeción sobre el aspecto “psicologizante” del ejercicio no puede descartarse con demasiada rapidez. Por un lado, porque la tendencia del sujeto a desahogarse sin ninguna moderación sobre sus experiencias y sentimientos -frente a un interlocutor único que se consagra a escucharle- es muy grande, sobre todo si aquel ya ha tomado parte en consultas de tipo psicológico. El sujeto se sentirá, por otra parte, frustrado al verse (1) interrumpido continuamente, (2) al tener que emitir juicios críticos sobre sus propias ideas, (3) al tener que discriminar entre sus diversas proposiciones, etcétera. Demasiadas obligaciones que forman parte, sin embargo, del juego, de sus exigencias filosóficas. Por otro lado, porque por diversas razones, la filosofía tiende a ignorar la subjetividad individual para consagrarse fundamentalmente en el universal abstracto, en las nociones desencarnadas. Una suerte de pudor extremo, y hasta de puritanismo, lleva al profesional de la filosofía a temer la opinión hasta el punto de quererla ignorar, en lugar de considerarla como el punto de partida de todo filosofar; ya sea esta opinión la del común de los mortales o la del especialista, que también suele ser una víctima de su “enfermiza” y funesta opinión.

De este modo, nuestro ejercicio consiste en primer lugar en que el sujeto identifique, a través de sus opiniones, los presupuestos inconfesables con los que suele funcionar, lo que permite definir claramente los puntos de partida. En segundo lugar, sirve para tener en cuenta la hipótesis contraria a estos presupuestos, con el fin de transformarlos de indiscutibles postulados en simples hipótesis. En tercer lugar, el sujeto deberá articular las problemáticas así generadas a través de conceptos identificados y formulados. En esta última etapa -o incluso antes si la utilidad así lo demanda- , el orientador filosófico podrá utilizar las problemáticas “clásicas”, propias de un autor determinado, con el fin de valorar o identificar mejor este o aquel aspecto que surjan en el transcurso de la consulta.

Es bastante dudoso, pues, que un único individuo pueda reproducir en sí mismo toda la historia de la filosofía, y mucho menos la de las matemáticas o la de la lengua. Además, ¿por qué debería hacer caso omiso del pasado? No somos más que enanos a hombros de gigantes. ¿Deberíamos por ello negarnos a practicar ningún deporte, y contentarnos simplemente con contemplar con gran admiración las proezas de los atletas, alegando que nosotros somos más bien lentos, torpes o incluso discapacitados? ¿Deberíamos contentarnos entonces con ir al Museo del Prado y renunciar a pintar, con el torpe pretexto de que nuestras manos no tienen la agilidad de los que sí están inspirados? ¿Sería esto una falta de respeto a los “grandes” o más bien un deseo de emulación? ¿No sería más bien como honrarles, tanto o más como cuando se les admira y se les cita? A fin de cuentas, ¿no nos exhortaron la mayoría de ellos a que pensásemos por nosotros mismos?

 

2 – Las dificuldades

 

Las frustraciones

Más allá del interés específico para el ejercicio filosófico, el sentimiento negativo predominante y que con mayor frecuencia manifiesta el sujeto, tanto durante las consultas filosóficas como en el transcurso de los talleres filosóficos, es el sentimiento de frustración.
En primer lugar, la frustración de la interrupción: el diálogo filosófico no es el lugar apropiado para el desahogo íntimo o para la charla informal, así que cuando el sujeto se extienda con un discurso excesivamente largo e incomprensible, o incluso si su discurso ignora al interlocutor, deberá ser interrumpido. Es decir, todo discurso que no sirva directamente para el diálogo es inútil y no tiene lugar en el contexto del ejercicio.
En segundo lugar, la frustración ligada a la severidad (âpreté): se trata más que nada de analizar las palabras, y todo aquello que nosotros digamos podrá ser utilizado en “contra nuestra”.
En tercer lugar, la frustración de la lentitud: No hay que provocar el atropello de palabras ni su acumulación per se, no hay que temer los silencios prolongados ni hay por qué detenerse excesivamente en un punto determinado con el fin de captar plenamente su sentido.
En cuarto lugar, la frustración de la traición, en un doble sentido: (a) traición de nuestras propias palabras, que revelan aquello que no quisiéramos decir ni saber, y (b) traición de nuestras propias palabras, por no expresar aquello que nosotros queremos decir.
En quinto lugar, la frustración de nuestro ser: por no ser aquello que nosotros queremos ser, por no ser lo que nosotros creemos ser, por vernos desposeídos de las verdades ilusorias que mantenemos, conscientemente o no, incluso desde hace mucho tiempo, sobre nosotros mismos, nuestra existencia y nuestro intelecto.

Esta frustración múltiple, sentida a veces como una pesada carga, no es siempre expresada claramente por el sujeto. Si éste es de temperamento emotivo, o bastante susceptible, o poco inclinado al análisis, no dudara en apelar a la censura y a la opresión. “Usted me impide hablar”, exclamará indignado, a pesar de los largos silencios que periódicamente salpican su discurso y a pesar de que, a veces, le resulta muy difícil encontrarse a sí mismo sin ayuda externa. O incluso replicará: “Usted quiere hacerme decir aquello que usted quiere”, a pesar el sujeto puede responder lo que desee a las preguntas que se le vayan formulando, con el único riesgo, eso sí, de desencadenar nuevas preguntas. Inicialmente, la frustración se expresa la mayoría de las veces como un reproche, sin embargo al verbalizarse, se convierte ella misma en objeto, permitiendo al sujeto que la expresa convertirla en objeto de su reflexión. A partir de esta constatación, es capaz de reflexionar, de analizarse a través de esta prueba, de comprender mejor su funcionamiento intelectual, y poder, por lo tanto, intervenir sobre sí mismo, tanto sobre su ser como sobre su pensamiento. El paso por estos momentos de fuerte contenido psicológico es difícilmente evitable, pero deberá realizarse sin detenerse excesivamente en él, puesto que de lo que aquí se trata es de pasar rápidamente a la etapa filosófica posterior mediante el uso de la perspectiva crítica, con el fin de definir una problemática concreta y sus elementos clave.

Nuestra hipótesis de trabajo consiste precisamente en identificar ciertos elementos que conforman la subjetividad, aquellos fragmentos que denominaremos como opiniones -opiniones intelectuales y opiniones emocionales- con el fin de defender la postura contraria que mantenía previamente por el sujeto, para que de este modo pueda experimentar el “pensamiento inverso”. Sin este proceso, ¿Cómo sería posible salir voluntaria y conscientemente del condicionamiento y de la predeterminación? ¿Cómo salir del campo de “lo patológico” y de la expresión espontánea de los sentimientos? Nos puede suceder que el sujeto no tenga la capacidad suficiente de llevar a cabo por sí mismo este trabajo, o incluso ni siquiera la posibilidad de considerarlo, por falta de distanciamiento, por falta de autonomía, por inseguridad o a causa de cualquier tipo de angustia, en cuyo caso nosotros no podremos trabajar con él. Así como la práctica de un deporte exige unas disposiciones físicas mínimas, la práctica de la filosofía, con sus dificultades y sus exigencias, necesita de unas disposiciones psicológicas mínimas, sin las cuales no se puede trabajar.

El ejercicio debe practicarse con un mínimo de serenidad. Para ello deberán promoverse las condiciones previas necesarias para que ésta se produzca, puesto que una fragilidad o susceptibilidad excesiva impediría el adecuado desarrollo del proceso. Debido a la manera en que se define nuestro trabajo, las carencias que el sujeto presenta, cómo no han sido causadas por nosotros, no son algo sobre lo que nosotros tengamos ninguna competencia, por lo que no podremos tratarlas. Si nos limitamos estrictamente a nuestra función filosófica, no podremos ir a las raíces del problema: lo único que podremos hacer será reconocer la situación y deducir las consecuencias pertinentes. Si no nos parece que el sujeto vaya a poder realizar el trabajo, aunque él sienta, por el contrario, la necesidad de reflexionar sobre sí mismo, le sugeriremos que en su lugar se dirija hacia otras consultas de tipo psicológico, o hacia otro tipo de prácticas filosóficas. Para concluir con este asunto, con respecto a lo aquí nos concierne, mientras el sujeto permanezca “limitado”, no existe ninguna razón para evitar la sesión psicológica, pues la subjetividad no tiene por qué representar el papel de un espantapájaros, ni siquiera si una cierta concepción filosófica, de tipo académico, considera esta realidad individual como un obstáculo para la filosofía “pura”. La filosofía más formal y pusilánime -fundamentalmente orientada hacia los libros- teme que al acercarse a esta subjetividad, pueda perderse la distancia que toda actividad filosófica necesariamente requiere.

La palabra como pretexto

Uno de los aspectos de nuestra práctica que plantea más problemas al sujeto es la peculiar relación con su propio discurso que nosotros intentamos conseguir.

En efecto, por una parte, (1) le pedimos que sacralice la palabra, puesto que nos permitimos el lujo de prestar atención, conjuntamente, al menor término utilizado, y de profundizar, los dos juntos, en el interior de las expresiones utilizadas y de los argumentos esgrimidos, hasta el punto de dejarlos a veces irreconocibles incluso para su propio autor. El sujeto considerará un escándalo ver cómo su palabra ha sido manipulada de esta forma.
Por otra parte, (2) le pedimos que desacralice su discurso, ya que el conjunto de este ejercicio no se compone más que de palabras y poco importa la sinceridad o la verdad de lo que el sujeto vaya diciendo: se trata simplemente de jugar con las ideas, sin que sea necesario, sin embargo, que el sujeto se adhiera a lo que haya dicho. Solamente nos interesa la coherencia, los ecos que las palabras producen entre ellas, la silueta mental que lenta y imperceptiblemente se desprende de lo que dice. Le pedimos al sujeto dos cosas: (1) que juegue a un juego, lo que implica una distanciación con relación a aquello que se concibe como “lo real”, y al mismo tiempo, (2) que juegue con las palabras de la forma más seria y rigurosa que pueda, con la mayor aplicación, exigiéndole un esfuerzo mayor que el que generalmente utiliza cuando construye su discurso y lo analiza.

La verdad aparece aquí disfrazada, puesto que no hablamos de intenciones, ni de sinceridad o de autenticidad, sino de exigencia. Esta exigencia que obliga al sujeto a elegir, a asumir las contradicciones que van surgiendo a medida que trabaja el torrente confuso de sus palabras, con el peligro de que se produzcan cambios bruscos de sentido, con el riesgo de que rechace ver la verdad y obrar en consecuencia, con el peligro de quedarse mudo ante las múltiples grietas que anuncian los más grandes abismos, las fracturas del yo, la perplejidad del descubrimiento de nuestro auténtico ser. Ninguna otra cualidad es tan necesaria en el orientador filosófico -e incluso poco a poco en el sujeto- que ésta, propias más bien de un policía o de un detective; y como ellos, deberá acechar sobre el sujeto para buscar el más mínimo fallo en su discurso o en su comportamiento, inquiriéndole para que rinda cuentas de cada acto, de cada lugar y de cada instante.

En efecto, podemos frustrarnos ante la extraña transformación que va adquiriendo la discusión, pero esto es una consecuencia del poder innegable que el orientador filosófico posee y que debe asumir, prerrogativa que incluye también la ausencia indiscutible de neutralidad, a pesar de los esfuerzos que despliegue en ese sentido. Por supuesto, el sujeto puede también “extraviarse” en el análisis de las ideas que adelanta, influenciadas por las preguntas a las que se ve sometido, movido ciegamente por las convicciones que él desea defender, guiado por las opciones por las que se va decantando y sobre las que es muy probable que sea incapaz de reflexionar. Se producirán interpretaciones erróneas de todo tipo. Poco importan estos errores, ya sean éstos reales, aparentes o fingidos. Lo que verdaderamente cuenta para el sujeto es permanecer alerta, analizar y observar, y tomar conciencia de lo que está sucediendo; de su modo de reaccionar, del tratamiento de su problema, de su manera de actuar, de las ideas que vayan surgiendo, de la relación consigo mismo y con el ejercicio, etc. Todo esto no es más que un pretexto para el análisis y la conceptualización. O dicho de otra forma, aquí no tiene sentido equivocarse. Se trata fundamentalmente de jugar el juego: sólo cuenta ver y no ver, la consciencia y la inconsciencia. No existen las respuestas correctas ni las incorrectas, puesto que lo que se trata es de contemplar las respuestas, y si existe algún tipo de engaño, será únicamente en el sentido de la falta de fidelidad a la palabra dada, no en el sentido de una verdad distante que habita el cielo estrellado o en los subsuelos del inconsciente. Sin embargo, esta fidelidad es sin duda alguna una verdad más terrible e implacable que la otra, pues no permite ningún tipo de desobediencia, por mucha legitimidad que ésta posea. Lo único que cabe es la obcecación.

Dolor y anestesia epidural

El sujeto es consciente rápidamente de lo que está en juego en este ejercicio. Algo parecido al pánico puede extenderse con cierta prontitud. Por esta razón, es importante que establezcamos diversos tipos de “anestesia epidural” para conseguir un “parto” menos doloroso.

En primer lugar, lo más importante, lo más difícil de conseguir y lo más indispensable es que orientador posea un tacto exquisito: debe determinar cuándo es apropiado utilizar el proceso de interrogación y cuándo es hora de utilizar otro tipo de estrategias en lugar de las preguntas inquisitivas, proponiendo o diciendo alguna otra cosa, cuándo es hora de cambiar el tono áspero por uno más benévolo. Esta valoración no es fácil de realizar, puesto que nos dejamos llevar muy fácilmente por el “calor del momento”, por nuestros propios deseos e inclinaciones personales, esos que buscan llegar hasta el final, que desean llegar cuanto antes a un lugar determinado, o esos deseos asociados también con la fatiga y con la desesperación.

En segundo lugar, el uso del humor y de la risa, vinculados a la dimensión lúdica del ejercicio, producen una sensación similar a la de “soltar lastre”, en la que el individuo se libera de sí mismo, propiciándose la posibilidad de que pueda salir de su “drama existencial” y de que pueda observar sin dolor lo irrisorio de ciertas posiciones en las que se “queda enganchado” de forma ridícula y en las que, a veces, incluso entra en contradicción consigo mismo.

En tercer lugar, el uso del desdoblamiento, que permite al sujeto salir de sí mismo y considerarse como una tercera persona. Cuando el análisis de su propio discurso atraviesa un momento delicado, o cuando se tropieza con un asunto excesivamente difícil de asumir, es muy útil e interesante trasladar el caso que se está estudiando a una tercera persona, invitando al sujeto a visualizar una película, imaginar una ficción, o escuchar una historia con forma de fábula. “Supongamos que usted leyese una historia o escuchara que…”, “supongamos que se encuentra con alguien, y que todo lo que sabe es que…”. Este simple artificio de la narración permite que el sujeto olvide, o al menos relativice, sus intenciones, sus deseos, su voluntad, sus ilusiones y desengaños, debido al hecho de implicar solamente la palabra tal como surge durante la discusión, y permitiendo que el propio discurso efectúe sus propias revelaciones, sin que su sentido se difumine permanentemente por graves sospechas o acusaciones manifiestas de insuficiencia o de traición.

En cuarto lugar, el uso de la conceptualización y de la abstracción. Cuando universalizamos aquello que tiende a ser percibido exclusivamente como un dilema o un problema personal, cuando lo problematizamos y dialectizamos, el dolor se atenúa, a medida que la actividad intelectual se pone en marcha. La actividad filosófica es por sí misma una especie de sofrología, una “consolación”, y así es como fue considerada por los autores clásicos como Boecio, Séneca, Epicuro, o más recientemente Montaigne; como una especie de bálsamo que nos permite contemplar mejor el sufrimiento intrínsecamente asociado a la existencia humana.

Otros ejercicios adicionales

Algunos ejercicios suplementarios se muestran también muy útiles durante el proceso de reflexión. Por ejemplo, aquel que yo he bautizado como el ejercicio de la relación, que permite que el discurso salga de ese “estado de conciencia” que funciona puramente por asociaciones libres, abandonando a la oscuridad del inconsciente las articulaciones y junturas del pensamiento. La relación es un concepto fundamental que afecta profundamente a nuestro ser, pues relaciona sus diferentes facetas y sus diferentes registros. “Relación sustancial”, afirma Leibniz. “¿Cuál es la relación entre lo que usted dice ahora y lo que dijo entonces?”. Dejadas a un lado las contradicciones que suelen manifestarse con motivo de este proceso de interrogación, aparecen también las rupturas y los saltos que señalan los nudos y los puntos ciegos en los que la articulación consciente del discurso permite trabajar mejor y más detenidamente con la mente del sujeto. Este ejercicio es una de las formas del “proceso anagógico” que permite regresar a la unidad primordial, describir los anclajes del sujeto, clarificar los puntos clave de su pensamiento, incluso si posteriormente con ello se está invitando a criticar esta unidad, incluso si uno desea modificar este anclaje, lo que implicaría entonces una deliberación real.

Otro ejercicio que puede utilizarse es el que he denominado como discurso verdadero. Se pone en práctica cuando se descubre una contradicción en el discurso del sujeto, en la medida en que el sujeto acepta el calificativo de contradictorio como un atributo propio de su pensamiento, cosa que no siempre sucede, pues algunos sujetos rechazan esta consideración y niegan por principio la mera posibilidad de contradecirse. Cuando preguntamos al sujeto cuál de los dos es “su discurso verdadero” -incluso si los dos momentos en los que se pronuncia poseen la misma sinceridad, tanto el uno como el otro-, le estamos pidiendo que justifique dos posiciones diferentes, -siendo las dos suyas- que evalúe su valor respectivo, que compare sus méritos relativos y que delibere, con el propósito de que finalmente se decida en favor de una de las dos perspectivas, decisión que le conducirá a una mayor conciencia de su propio funcionamiento mental. No es absolutamente indispensable que el sujeto se decida, pero es aconsejable que se le anime a decantarse, puesto que es muy raro o casi imposible encontrar una auténtica ausencia de preferencia entre dos visiones distintas, con las consecuencias epistemológicas que de ello se derivan. Las nociones de “complementariedad” o de “simple diferencia” a las que frecuentemente hace referencia el lenguaje coloquial, aunque muestren una parte de verdad, son utilizadas generalmente para difuminar los verdaderos problemas de naturaleza conflictiva -y bastante trágicos- de todo pensamiento singular. El sujeto podrá también explicar por qué ese fragmento de su discurso no es “el verdadero”. A menudo, lo hará a través de las expectativas morales o intelectuales que cree percibir en la sociedad, o incluso a través de un deseo personal que etiqueta como ilegítimo; discurso en este sentido muy revelador de una determinada percepción del mundo y de una específica relación con la autoridad o la razón.

Otro ejercicio muy útil es el que denomino ejercicio del orden. Consiste en que cuando se solicita al sujeto que nos dé algunas razones, explicaciones o ejemplos a propósito de tal o cual afirmación, se le pedirá que asuma el orden en el que han sido enumeradas. Sobre todo con respecto al primer elemento de la lista, que será puesto en relación con el elemento posterior. Al utilizar la idea de que el primer elemento es el más evidente, el más claro, el más firme y, por lo tanto, el más importante según su propio discurso, se le está pidiendo que asuma esa elección, generalmente efectuada de modo inconsciente. Con frecuencia, el sujeto se rebelará frente a este ejercicio y rechazará asumir dicha elección, renegando, a pesar de sí mismo, de este “fruto de sus entrañas”. Cuando por fin acepte el juego y asuma este ejercicio, deberá dar cuenta -ya sea de manera explícita, implícita, o de ninguna manera- de los pre-supuestos contenidos en una u otra elección. En el peor de los casos, como en la mayor parte de los ejercicios de nuestra consulta filosófica, este ejercicio le permitirá irse acostumbrando a “decodificar” toda proposición formulada con el objetivo de comprender mejor su contenido epistemológico y entrever los distintos conceptos implicados en ella, incluso si estos no son compatibles con la idea expresada.

Universal y singular

¿Qué le pedimos en general al sujeto que desea profundizar sobre sí mismo, a aquella persona que quiere filosofar a partir y a propósito de su existencia y de su pensamiento? Debe aprender a leer, a leerse, es decir, aprender a contemplar con cierta distancia sus pensamientos y a distanciarse también de sí mismo como individuo. Desdoblamiento y alienación que necesitan de la pérdida de uno mismo a través de un proceso hacia el infinito, mediante un salto en la pura posibilidad. La dificultad de este ejercicio consiste en que se trata siempre de suprimir alguna cosa, de olvidar, de negar momentáneamente el cuerpo o la mente, la razón o la voluntad, el deseo o la moral, el orgullo o la placidez. Para poder llevarlo a cabo, es preciso que nuestro discurso superficial se calle, que silenciemos la charla circunstancial, el discurso banal, o aquel que meramente “salva las apariencias”. Una vez que la palabra asume “su carga”, sus implicaciones o su contenido, debe aprender a callarse. Un discurso que no esta dispuesto a asumir su “ser propio”, en sentido amplio del término, un discurso que no esté deseoso de ser consciente de sí mismo, no tiene derecho a salir a la luz, en este juego donde únicamente lo consciente tiene derecho de ciudadanía, teóricamente o al menos en intención. Evidentemente, ciertas personas no querrán jugar este juego tan doloroso , pues su discurso está demasiado lastrado.

Al obligar al sujeto a que seleccione su discurso, al utilizar el instrumento de la reformulación para mostrarle la imagen que él despliega, intentamos desencadenar un procedimiento en el que la palabra se constituye como la instancia más reveladora. En efecto, puede ser recomendable, y en algunos casos esta opción es verdaderamente útil, seguir las propuestas que ya han funcionado con anterioridad, por ejemplo, citando a autores consagrados, pero entonces será obligatorio asumir el texto como si fuese exclusivamente nuestro. Por otra parte, ¿acaso no pretendemos buscar en cada discurso singular, por muy torpemente formulado que éste haya sido, los grandes problemas filosóficos de siempre, que fueron formulados con anterioridad por ilustres predecesores? ¿Cómo conciliar en cada uno lo absoluto con lo relativo, el monismo y el dualismo, el cuerpo y el alma, lo analítico y lo poético, lo finito y lo infinito, etc? Corremos el riesgo de que se produzca un cierto sentimiento de traición, ya que difícilmente puede uno tolerar ver cómo es tratado de esa manera nuestro propio discurso, incluso por nosotros mismos. Un sentimiento de dolor y de desposesión, como el que puede experimentar aquella persona que observa cómo su cuerpo está siendo operado y no siente ningún dolor físico, debido a la anestesia. Algunas veces, cuando se le presente al sujeto las consecuencias de una pregunta, éste intentará por todos los medios dar una respuesta. Si el orientador filosófico persiste en su intento por conseguirla de forma indirecta, acabará por surgir sin ninguna duda una cierta respuesta, pero únicamente en el momento en el que la situación delicada haya desaparecido del horizonte, tanto, que el sujeto, tranquilizado por esta desaparición, no sabrá ya establecer la relación con el problema inicial. Si el orientador recapitula las etapas con el fin de restablecer el hilo de Ariadna de la discusión, el sujeto podrá entonces aceptar su contemplación o no, según los casos. Nos encontramos, pues, en un momento crucial, ya que este rechazo por descubrir la verdad puede no ser más que verbal, puesto que es imposible que el camino recorrido no haya dejado alguna huella en el sujeto. Mediante un mecanismo de defensa habitual, el sujeto intentará algunas veces impedir verbalmente toda posibilidad de que el trabajo sea realizado.

Aceptar la patología

Para concluir con este artículo sobre las dificultades de la orientación filosófica, diremos que la prueba principal reside en la aceptación de la idea de patología, en un sentido filosófico y no psicológico. En efecto, toda postura existencial singular, elección que se realiza más o menos conscientemente a lo largo de los años, no tiene en cuenta, por numerosas razones, un cierto número de lógicas y de ideas. Estas patologías no son infinitas en número, aunque sus determinaciones específicas varían enormemente. Pero para la persona que las sufre, es muy difícil concebir que aquellas ideas que dirigen su existencia se vean reducidas a simples consecuencias, casi previsibles, de una debilidad crónica de su capacidad de reflexión y de deliberación. Sin embargo, esa máxima de “pensar por sí mismo” que preconizan un buen número de filósofos, ¿acaso no se asemeja más a un arte que debe trabajarse y adquirirse que a un talento o capacidad innata que no necesita ser cultivado?

 

ÓSCAR BRENIFIER es doctor en filosofía, autor de numerosos artículos sobre diversas prácticas filosóficas, orientador filosófico filosófico, formador de “talleres de filosofía y filosofía para niños” por todo el mundo (Francia, Noruega, Persia, Rusia, Mali,…), director de la revista “Diotime-L´Àgora” sobre didáctica de la filosofía, escritor de libros de divulgación filosófica para niños (colección “PhiloZenfants”) y para jóvenes (colección “L´apprenti philosophe”), fundador de la revista filosófica para todos los públicos “Le Vilain Petit Canard”, animador de cafés filosóficos, … y padre de tres hijos preciosos.