El arte de preguntar

El arte de preguntar

 

1. El papel del maestro

Si tuviéramos que resumir el papel del profesor de filosofía por una función única, diríamos que es la de iniciar al alumno en el arte de preguntar, acto fundador y génesis histórica de filosofar. La filosofía es un proceso de reflexión, un tratamiento del pensamiento, antes que cultura, que no sería sino su producto, la materia o el medio. (Aunque podríamos igualmente afirmar alegremente lo contrario, invirtiendo el fin y el medio). Como para todo arte, ese proceso resulta de una actitud, se fundamenta en ella. Pero en general, como sospecha Platón, una actitud no puede enseñarse, lo que nos llevaría a afirmar que no se puede enseñar filosofía. Al mismo tiempo, esta actitud puede descubrirse, podemos hacernos consciente, podemos nutrirla; de este modo afirmaremos igualmente que la andadura filosófica puede enseñarse. El término «actitud» deriva del mismo origen latino que «aptitud», de agere, que significa «actuar»: la disposición y la capacidad están íntimamente ligadas entre sí, así como el actuar, de la cual ambas son condición. La fibra filosófica debe pues darse por supuesta en el alumno, si se pretende enseñar filosofía, igual que con el sentimiento estético para enseñar pintura o música. Aquí, la tabula rasa aristotélica se muestra reductora, presupone que hay que rellenar un vacío con conocimientos, cosa que predica la concepción de la filosofía como trasmisión, una concepción muy extendida en el medio institucional. Los presupuestos de la mayéutica socrática son otros: lo que opera es la chispa divina que anida en el corazón de cada ser humano, sólo hay que avivarla o reavivarla.

Pero también podemos partir del principio de que la filosofía es sobre todo una suma de conocimientos, si asumimos esta visión enciclopédica y sus consecuencias. Igualmente, preguntémonos si la filosofía es una práctica codificada, fechada históricamente, connotada geográficamente, o bien si pertenece por naturaleza al espíritu humano, en toda su generalidad. El problema se plantea de la misma manera en cuanto a su origen. ¿Podemos, honestamente, sin pestañear, pretender no tener ni padre ni madre, creer que procedemos de la generación espontánea? Pequeños seres cándidos que no conociendo más que el canto de los pájaros y las fresas del bosque, serían creativos y conceptuales. ¿Por qué renegar de lo que nuestros ancestros nos han legado o impuesto? ¿Acaso no han intentado enseñarnos a preguntar? A menos que precisamente por esa razón no merezcan ser relegados al olvido.

 

2. Naturaleza y cultura

Henos aquí obligados a confesar los presupuestos a partir de los cuales funcionamos, cuando resumimos la filosofía al arte de preguntar. La filosofía es para nosotros inherente al ser humano, pero unos y otros, según las circunstancias, habrán desarrollado más o menos esta facultad natural. A lo largo de la historia se han producido diversas herramientas que hemos heredado, pero de la misma manera que los progresos técnicos no hacen del hombre un artista, los conceptos filosóficos no hacen del hombre un filósofo. Así pues, el arte de preguntar, que hace suyos los legados de la historia, un arte que no tendría ninguna razón para ignorar los trabajos de sus predecesores, favorece la emergencia del filosofar. Ya que hemos denunciado la tentación enciclopédica y libresca de la filosofía, hace falta que nos pongamos en guardia contra la otra forma de tabula rasa: la que pretende ahorrarse la historia para favorecer, según dice, la emergencia de un pensamiento auténtico y personal. Entre estos dos obstáculos, nos parece necesario trazar un camino, con el fin de guiar nuestros propios pasos, con el fin de animar a cada maestro a no descuidar ni las capacidades del alumno, ni la herencia de los antiguos. Porque si nos ha parecido por momentos necesario condenar los atracones filosóficos y los grandes discursos abstractos y pontificiales, nos parece igualmente urgente condenar el discurso del filosofar sin filosofía, que tiende a glorificar el pensamiento singular o colectivo, bajo pretexto de que es de carne y hueso, real y vivo, y no debe nada a nadie.

Propongamos la paradoja siguiente: el arte filosófico, o arte de preguntar, es el arte de no saber, o el arte de querer saber. Una pregunta que enuncia un discurso no es una pregunta. Cuanto más enuncia el discurso, menos cuestiona. Cuántos profesores pretenden plantear una cuestión a sus alumnos, con preguntas tan trabajadas, tan cargadas, tan pesadas, que abruman al alumno, que no puede más que responder que sí, casi por educación o porque ha quedado impresionado por la erudición desplegada, o quizás porque no ha comprendido nada de la susodicha pregunta. El primer criterio de una buena pregunta es no querer demostrar nada o querer enseñar algo: hace falta que se haga consciente de su propia ignorancia, creer en ella, anunciarla, buscar por todos los medios escapar del saber del que emana. Flecha que habrá que depurar al máximo de adornos para percutir realmente. Más se afina, mayor es su alcance, mejor penetra en el blanco.

Para practicar este arte, todo interlocutor es bueno: el espíritu sopla donde quiere, cuando quiere, como quiere, sólo hay que escuchar y saber oír. Por esta razón el artista no puede ser ignorante, sino únicamente practicar el arte de la ignorancia, con el fin de afinar su oído. Sabe desdoblarse, ponerse en abismo, abstraerse de sí mismo, lo que no sabe hacer su alumno, quien por cierto cree saber incluso si no sabe nada, incluso cuando no sabe nada. Cree saber lo que sabe, mientras que el pedagogo filósofo sabe que él mismo ignora lo que sabe. Porque no conoce nunca suficientemente lo que sabe, de cuyas implicaciones y consecuencias es totalmente ignorante, y porque no percibe todas las contradicciones. Por otro lado, porque sabe que lo que sabe es falso, afectado de parcialidad y vaguedad. Esta opacidad no le inquieta nada, porque sabe que la palabra absoluta, totalmente trasparente a sí misma no existe, o no se podría articular. Pero al mismo tiempo, esto le obliga a escuchar, a otorgar un verdadero estatuto a esta multiplicidad indefinida que constituye la humanidad, a tener siempre que esperar todo de cada ser humano.

Sin embargo si nuestro filósofo no conoce nada, tiene que saber reconocer, y en ese redoble del conocimiento sobre sí mismo está la diferencia. No podemos cuestionar si no reconocemos nada, si no sabemos buscar y reconocer. Las preguntas serán torpes, desprovistas de vigor, descentradas, generales, no pertinentes, y quizás no se sepa realmente oír lo que se responde. Para saber reconocer, hay que ir armado, los ojos y los oídos aguerridos. Aquél que no ha abierto nunca los ojos, aquél que no ha aprendido, no está al acecho, no puede estar al acecho. Porque es aprendiendo como aprendemos a aprender. Para estar al acecho en el bosque, hay que apreciar los diferentes susurros entre las hojas, los diversos cantos de pájaros, las variedades de setas comestibles o no. Si no, no veremos nada, no oiremos nada, sólo ruidos, colores, formas, de manera indistinta. No buscaremos el saber si no reconocemos las formas.

 

3. Preguntas tipo

Nuestro profesor de filosofía tiene pues una doble función: enseñar simultáneamente el saber y la ignorancia, o el saber y el no saber, para aquellos que se inquietan ante el término ignorancia. Pero si algunos profesores se concentran en el saber, otros se especializan en el no saber. Ambos piensan enseñar y ambos enseñan, sin duda, pero ¿enseñan a filosofar? Y ¿filosofan ellos? En principio poco importa, continuemos nuestro camino. Veamos en qué consiste el cuestionamiento y veamos en él cuál es el papel del maestro de filosofía. Tomemos pues algunas preguntas tipo, recurrentes a través de la historia de la filosofía. Recurrentes sin duda porque son de la mayor urgencia, banales a más no poder, tanto como eficaces. Aunque hay que tener sensibilidad hacia ellas.

¿De qué estamos hablando?

Como hemos dicho anteriormente, la condición primera de la acción es la actitud, prima de la aptitud. Se trata pues, como para el deporte, como para el canto, de ponerse en una buena posición, en una buena disposición, a la vez para permitir el filosofar pero también para trabajar lo que constituye su fundamento. Y en esta primera etapa, indispensable, ciertos alumnos manifestaran graves deficiencias, que no habrá que ignorar o pasar por encima como si no pasara nada. Para filosofar, es necesario posar el pensamiento. Si esta actitud debe ser provocada por el maestro, es que no es natural. En efecto, en general en la mente del hombre, niño o adulto, reina un cierto alboroto, cuya manifestación exterior y verbal no es más que un pálido reflejo. Para posar la mente, en primer lugar hay que pedir que se haga silencio, o quizás exigirlo según el grado de «violencia» que eso implica hacia la forma de ser del grupo. La siguiente propuesta es la de contemplar una idea, reflexionar sobre una pregunta, meditar sobre un texto, reflexionar sin expresar cualquier cosa. «¿De qué se trata?» nos preguntamos. Finalmente en un tercer momento se trata de expresar una idea, de manera oral o escrita. Sabiendo que si es oralmente, hay que pedir la palabra y esperar turno. Y a partir del momento en que alguien habla, no hay ninguna razón para que los demás mantengan el brazo en alto. Un cuarto momento, que es una vuelta atrás, puede ser una petición de verificación de la pertinencia de lo propuesto, para que la haga el propio autor o el resto de los participantes. ¿Es claro? ¿Corresponde a lo solicitado? ¿Responde a la pregunta? No se trata aquí de entrar en problemas relativos a estar de acuerdo o en desacuerdo, sino únicamente examinar si en el plano formal lo que se propone es adecuado, para ver en qué medida está presente el acto de pensar. La exigencia está en identificar con precisión un contenido.

Ejemplos de preguntas planteadas para clarificar la situación: «¿La respuesta responde a la pregunta planteada o a otra pregunta?» «¿Piensas que tu respuesta es clara para los que te escuchan?» «¿Lo que has expresado satisface las exigencias de las instrucciones indicadas?» «¿Has respondido a la pregunta o dado un ejemplo?» Los problemas planteados aquí son los relativos al sentido, la coherencia, la naturaleza y la claridad de la palabra expresada. Piden identificar lo que está pasando, verificar la naturaleza y el tenor. Esta vuelta sobre el propio pensar, el análisis que se hace, constituye la primera entrada en el filosofar.

 

¿Por qué?

La segunda cuestión, fundamento del pensamiento, es el «¿por qué?»». Preguntar «¿Por qué?» es plantear el problema de la finalidad de una idea, de su legitimidad, de su origen, de sus pruebas, de su racionalidad, etc. Podemos utilizarlo bajo todas sus formas, sin necesidad de especificar y los alumnos han comprendido tan bien eso que lo utilizan como un sistema «¿Por qué dices eso?». Pregunta muy indiferenciada, lo pregunta todo y por eso mismo no pregunta nada.

Pero es útil, ya que inicia al alumno, en particular a los más jóvenes, a esa dimensión del más acá y más allá de la palabra dada. Nada viene de la nada. El por qué implica génesis, causalidad, motivo, motivación, y trabajar esta dimensión nos habitúa a justificar automáticamente nuestras palabras, a argumentarlas, con el fin de captar su tenor más profundo. Nos hace tomar conciencia de nuestro pensamiento y de nuestro ser, para los cuales, toda idea particular, no es más que un pálido reflejo, o una aspereza, a partir de la cual podemos practicar la escalada del pensamiento y del ser.

 

¿Ejemplo o idea?

La tendencia primera del niño, y a menudo del adulto, es la de expresarse por un ejemplo, por una narración, por lo concreto: «Es como cuando…», «Por ejemplo…», «A veces hay quien…». Platón describe este proceso natural de la mente, que tiende a partir de un caso para luego pasar a varios casos, y finalmente acceder a la idea general. Preguntar al niño cuál es la idea subyacente a su ejemplo, preguntarle si el caso es particular o no, es pedirle que articule el proceso de generalización de su intuición, formalizándolo, es pedirle que pase al estadio de abstracción. Una idea no es un ejemplo, aunque se contienen y se sostienen el uno al otro. Del mismo modo ciertas generalidades representan también un atajo del pensamiento, un concepto sin intuición, nos dirá Kant. El concepto sin intuición es vacío, la intuición sin concepto es ciega, nos añade.

 

¿Igual o diferente?

Pensar filosóficamente es pensar el vínculo. Todo está ligado en el pensamiento humano, todo es distinto. Dialéctica de lo igual y lo diferente a la que nos invita Platón. Todo lo que es otro es igual, todo lo que es igual es otro: no puede haber relación posible sin comunidad y distinción. Pero todo reposa en la articulación o la explicitación de esa relación, en la proporcionalidad entre comunidad y diferencia, encuadrada por un contexto. Estamos abocados a este juicio. Este tipo de juicio es inevitable, aunque siempre es cuestionable y revisable. Ya que para que una reflexión real tenga lugar se trata de no dar vueltas a lo mismo, salvo si damos las vueltas conscientemente. Tampoco es cuestión de repetir, sin ser consciente de estar repitiendo. ¿Cuál es la relación entre una idea y la que la precede? Para construir, para dialogar, las ideas deben hacerse conscientes las unas de las otras, de hacerse cargo las unas de las otras. ¿El contenido es más o menos idéntico? ¿Cuál es la naturaleza de la diferencia, la de la contradicción? ¿Qué aporta lo que voy a decir o lo que acabo de decir a lo que ya ha sido dicho? Sobre qué conceptos reposan las distinciones o las similitudes. He aquí las preguntas que deben acompañar toda nueva formulación de una idea. Preguntas que no pueden ser tratadas más que en relación a un contexto específico. Con dos obstáculos posibles. Que las distinciones siempre sean posibles, la trampa de la matización infinita. O que todo está ligado, unido, empezando por los contrarios entre sí, por una especie de pulsión fusional.

 

¿Esencial o accidental?

Poderosa distinción propuesta por Aristóteles. Pensar es pasar por la criba lo que nos viene a la mente, preferentemente antes de decirlo. Sin eso, lo que hacemos es expresarnos, decimos lo que se nos pasa por la cabeza, pero no lo pensamos, o si acaso en un sentido muy amplio y vaporoso. Se trata sobre todo de discriminar lo que nos viene a la mente, según el grado de preeminencia, de importancia, de eficacia, de belleza, de verdad, etc. Preguntar si una idea es esencial o accidental, es invitar a plantear una axiología, o a explicitarla, ya que todo pensamiento opera a partir de una jerarquía y una clasificación de prioridades, por muy inconsciente o inefable que sea. Lo esencial es también lo invariante, lo que hace que una entidad, cosa, idea o ser, detente una cualidad u otra, no de manera accesoria, sino fundamental, que corresponde a su esencia. ¿Una cosa sigue siendo lo que es sin ese predicado, o se convierte en otra cosa? Los frutos crecen en los árboles, pero ¿un fruto puede no crecer en un árbol? ¿Esa cualidad o predicado, acordado a una entidad es realmente indispensable? ¿Es válido también para una entidad radicalmente diferente? Tantas preguntas que llevan a reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, ideas y seres, sobre sus definiciones, sus diferencias y sus valores respectivos.

 

¿Cuál es el problema?

Una vez planteada una idea, podemos interrogarnos sobre su grado de universalidad. Para eso, se trata de pensar la excepción, una excepción que tiene carta de naturaleza ya que puede a la vez refutar y confirmar la regla. La refuta porque le quita su grado de absoluto, la confirma porque determina los límites. Este tratamiento caracteriza la andadura científica, según Popper, para el cual la falibilidad de una proposición instala la cientificidad y protege del esquema religioso, que se funda sobre proposiciones incontestables. Todo lo que tiene que ver con la razón es discutible: la palabra absoluta es acto de fe. Conocer los límites de la generalidad viene a ser la captación de la realidad profunda y, sobre todo no temer a la objeción, desearla. Entonces, para toda idea propuesta, preguntémonos de entrada dónde está el fallo, poniendo como postulado de partida que existe necesariamente y debe ser identificado. Además, la emergencia de toda singularidad nos permitirá acceder a otro grado de universalidad, a nuevas hipótesis.

 

4. Dar ejemplo.

Al principio, el maestro monopoliza un poco la función de preguntar, para mostrar el modo, para inspirar rigor, pero pronto, invitará a los alumnos a emprender esa tarea. Poco a poco los alumnos se inician, algunos rápidamente, otros más lentamente. El maestro tiene el papel del extranjero, como el que Platón puso en escena en sus diálogos tardíos, que tiene por único nombre el Extranjero. El extranjero es aquél que no da nada por sentado, el que no acepta ninguna costumbre, el que no conoce el pacto social y por ello no lo reconoce. El alumno se habitúa así a convertirse en extranjero para sí mismo, extranjero con respecto al grupo, a no buscar la fusión protectora, ser reconocido o un mal acuerdo. No está ahí para dar seguridad, ni a los otros ni a sí mismo, les deja eso a los psicólogos o a los padres. Está ahí para inquietar, para provocar esa inquietud que es inherente al pensamiento, substancia viva del pensamiento, como dice Leibniz.

Y es que para inducir a filosofar hay que filosofar. El profesor que desea hacer filosofar a sus alumnos no puede aspirar en ese plano a algún tipo de extra territorialidad, exenta de exigencia y de reflexión. Debe filosofar, y convertirse él también en extranjero. Si no se habitúa a amar, desear y producir lo que no le pertenece, ¿cómo va a engendrar el filosofar en su clase? Difícilmente comprenderemos que no busque un mínimo de lo que pudieron decir nuestros celebres fallecidos. Ciertamente sus discursos no son siempre fáciles de leer o comprender, y no todos son apasionantes. Sobre todo considerando que cada uno tiene un tema preferido. Pero si la ignorancia se hace postura, en busca de justificación, y aspira a un filosofar espontáneo, dispuesto a maravillarse ante la palabra infantil o adolescente como sucedáneo de pensamiento, entonces la impostura no anda lejos.

¡Atrévete a pensar! Exclama el profesor, como Kant, a sus alumnos, sin poner en práctica este imperativo. ¡Atrévete a saber! dice, pero sus actos le traicionarán. ¿Qué energía vehicula si se contenta con desgranar palabras sin continuidad o vagamente asociativas? Cada cierto tiempo, ciertamente, tendrá algún golpe de genio, por misterioso azar, pero no hay maestría, la consciencia no aparece. Si no instala ningún rigor en el tratamiento del pensamiento, el profesor estará oponiendo necesariamente el pensamiento de sus alumnos al conocimiento inculcado en clase, en matemáticas por ejemplo, donde hay que dar cuenta del resultado por un proceso. Habrá creado pues un lugar agradable para el encuentro, posiblemente útil, pero sin permitir a cada cual acceder a la universalidad de su palabra. Ya que sólo el proceso da validez, a lo que, sin él, queda en opinión. Y un proceso no puede provenir del azar. El proceso desmitifica, libera en la medida en el que la mente delibera con todo conocimiento de causa. Y para deliberar, aunque el espíritu humano no será nunca reducible a procesos definidos, como ocurre en matemáticas, hay procesos que es mejor conocer. ¿Por qué no aprovechar el pasado? Si es divertido intentar recrear la matemática, es al menos tan divertido hacerlo apoyándose sobre lo que ya ha sido hecho.

Podemos reflexionar indefinidamente sobre los procedimientos a utilizar, sobre sus sutilezas y sus complejidades, sobre las múltiples reglas de la discusión, sobre las dimensiones psicológicas y afectivas del asunto, incluso si el filosofar es sobre todo un arte de la pregunta, que como todo arte se sirve de técnicas y de conocimientos que condicionan la emergencia de la creatividad y del genio. Actitud y aptitudes son ciertamente las condiciones de actuar. Pero ¿por qué despreciar lo que hay, lo que es dado?

Si amamos los problemas, nada nos será extraño. Es en ese momento cuando nos convertimos en el extranjero, porque a la costumbre no le gusta los problemas, aprecia sobre todo las certezas y las evidencias. Amar los problemas, por su aportación a la verdad, por su belleza, por su puesta en abismo del ser, por su dimensión aporética, es amar la dificultad, la extrañeza, la pregunta. Se trata de una educación de las emociones: superar la urgencia de la expresión, la rigidez de la opinión, el temor al problema, con el fin de permitir a la mente que deje de contemplar en la inmediatez, interrogar al pensador a partir de lo que hacer emerger del mundo, y no a partir de nada, o de reglas arbitrarias y fijas, o de algún marco de lectura académico.

¿Quién eres tú? Nos pregunta Sócrates. ¿Existes? Nos pregunta Nagarjuna. ¿Sabes lo que dices? Nos pregunta Pascal. ¿De dónde extraes esa evidencia? Nos pregunta Descartes. ¿Cómo puedes saberlo? Nos pregunta Kant. ¿Puedes pensar lo contrario? Nos pregunta Hegel. ¿Qué condiciones materiales te hacen hablar así? Nos pregunta Marx. ¿Quién habla cuando tú hablas? Nos pregunta Nietzsche. ¿Qué deseo te impulsa? Nos pregunta Freud. ¿Quién quieres ser? Nos pregunta Sartre. ¿Por qué no dejarse interpelar? Y ¿a quién pretendemos hablar cuando no queremos oír estas preguntas? A menos que prefiramos dialogar únicamente con nosotros mismos.

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