EL JUEGO FILOSÓFICO
Por Santiago Maestro, Barcelona
Decía Miguel Gila que, en casa del pobre, dos y dos son tres, sobre todo a final de mes. Me acordé de ello cuando Óscar Brenifier nos incitó a buscar algún modo de erosionar la certeza de que dos y dos son cuatro. Me acordé, pero no lo dije. Y poco a poco se me ha ido instalando algo así como una corazonada: quizá debería buscar, o hacer como que busco, alguna respuesta a la pregunta de qué fue lo que me hizo abstenerme de soltar sin más el chiste de Gila. Y digo eso de “hacer como que busco” porque acaso no interese tanto acabar encontrando una respuesta como tirar de ese hilo para ver qué sale de ahí; si el chiste me pareció que estaba fuera de lugar, quizá eso nos indique en qué lugar me pareció que estaba.
Empecemos por una constatación trivial: el método (o, si se prefiere, el modus operandi) de Óscar plantea al consultante requisitos previos. Para empezar, requiere cierta rapidez de reflejos, al menos en una primera sesión. Puede que, como advierte Óscar, no haya que tener prisa, pero, desde luego, hay que ser rápido. Rápido, en primer lugar, para darse cuenta a tiempo de que se trata de un juego; en segundo lugar, y puesto que se trata de un juego cuya naturaleza no permite enunciar las reglas de antemano, sino que éstas se han de ir aprendiendo a medida que se va jugando, hay que ser rápido para captar la regla implícita que está subyaciendo a cada jugada. Muchos ‘juegos’ en la vida son así, e incluso la vida misma puede verse como un ‘macrojuego’ cuyas reglas sólo se pueden aprender jugando. También al igual que otros juegos, y éste sería el segundo requisito, requiere simultáneamente, por un lado, ser tomado en serio y, por el otro, tener en todo momento presente que se trata de un juego. Jugamos, sí, pero jugamos en serio.
Pero, a diferencia de otros, en este juego no (me) resulta fácil saber en qué consiste tomárselo en serio. Traigamos ya a colación mi ejemplo: contestar a una pregunta de Óscar con un chiste ¿es “seguir el juego” (o, incluso, “dar juego”) o, por el contrario, entorpecerlo (o, incluso, sabotearlo)? El caso es que todavía no lo sé. Podríamos echar mano del recurso favorito de Óscar: ir mentalmente al mercado que más nos apetezca [como el viaje es mental, no hace falta que sea el más próximo] y hacer una encuesta imaginaria. Pero habíamos quedado en que la respuesta concreta a la pregunta concreta acerca de la pertinencia de mi chiste concreto no tenía demasiada importancia. A fin de cuentas, mi ‘indecisión epistemológica’ podría deberse exclusivamente a la lentitud de mis reflejos, y no es eso lo que aquí nos importa. Más allá del chistecito, importa señalar que lo que aquí nos estamos preguntando es en qué medida el juego requiere que nos identifiquemos con las afirmaciones que vamos haciendo durante su desarrollo. Y (me) da la impresión de que esa identificación no puede ser ni nula ni plena. Si en vez de ir (mentalmente) al mercado, preguntamos (realmente) a Óscar, es posible que nos respondiera que la identificación puede ser perfectamente nula [aunque quizá sin llegar al extremo de afirmar invariablemente boutades] o que, en todo caso, eso es algo que cada uno debe inferir a partir de su propia experiencia en el juego. Mi impresión es que si el consultante jugara sistemáticamente sin identificarse en absoluto con lo que dijese, al final el juego acabaría decayendo, pues el nervio sustentador del juego parece residir en el sentimiento de incomodidad que se va generando en el consultante, incomodidad derivada de la tensión entre las ansias de perfilar nítidamente lo que se afirma y los impedimentos que el juego opone a esas ansias.
Pero vayamos al otro extremo. Lo que sí deja claro el juego es que esa identificación de ninguna manera puede ser plena, no sólo porque desidentificarse parcialmente con las propias afirmaciones sea un requisito para poder jugar, sino porque el juego consiste, precisamente, en aprender a (o ejercitarse en) efectuar dicha desidentificación. Y ahí es donde radica su dificultad y, como después veremos, su gracia. Porque, claro, esto nos lleva a preguntarnos por la naturaleza de esa dificultad.
¿Por qué nos es tan difícil decir cosas que no reflejen nuestra opinión de manera absolutamente fiel? Somos perfectamente capaces de mentir cuando referimos hechos (o sea, cuando nuestras afirmaciones corren el riesgo de verse desmentidas por un mero examen de la realidad). Sin embargo, nos cuesta enormemente mentir cuando expresamos opiniones (las cuales, precisamente por ser opiniones, son imposibles de contrastar). Si nos detenemos un momento, la cosa es menos paradójica de lo que parece, pues, aunque en ambos casos se trata de mentir, los valores que están en juego son distintos en cada caso: cuando mentimos respecto a hechos, el valor infringido es la veracidad; cuando lo hacemos respecto a opiniones, es la sinceridad. Ocurre, simplemente, que tenemos en poca estima la veracidad y en mucha (quizá, como veremos, demasiada) la sinceridad. ¿“Simplemente”? “Simplemente” hemos reformulado el problema, pero no lo hemos resuelto [bueno, a Óscar le podríamos decir que lo hemos dejado “más o menos” resuelto; seguro que él nos iba a entender]. Porque, vamos a ver, ¿de dónde viene entonces esa idolatría hacia eso que, en una simplificación acaso abusiva, hemos llamado “sinceridad”?
Volvamos al juego. Óscar nos conmina a elegir entre un sí y un no cuando ninguna de las dos opciones refleja fielmente nuestro pensamiento. Nos vemos obligados, pues, a decir algo con lo que no nos identificamos totalmente, o, dicho a la inversa, a desidentificarnos parcialmente con lo que decimos. ¿Por qué nos cuesta tanto efectuar esta operación? ¿Qué nombre pondríamos a esa dificultad? ¿Rigidez patológica? ¿Infantilismo no menos patológico? ¿Hipertrofia (enfermiza, valga la redundancia) del ego? Quizá Kojève vería esto como una plasmación de lo que él llamaba “afán de reconocimiento”. Puntualizamos quisquillosamente nuestras opiniones porque manifestamos nuestra subjetividad a través de ellas y queremos que los demás nos reconozcan como el sujeto que verdaderamente somos; y, claro, cualquier distorsión de nuestra opinión, por mínima que fuese, constituiría una máscara que impediría que los demás vieran nuestra verdadera personalidad. Dejemos para otra ocasión la tarea de esclarecer si realmente disponemos de algo a lo que tan resueltamente podamos llamar “nuestra verdadera personalidad” y limitémonos a recordar que, para Kojève, el afán de reconocimiento, lejos de ser una enfermedad psicológica, es una característica antropológica, por lo que el empecinamiento en expresarse con innegociable sinceridad no sería un comportamiento particularmente patológico, sino universalmente humano. Pero dejemos también a Kojève y volvamos con Óscar. Vayamos de nuevo a nuestro mercado imaginario y preguntemos allí. ¿Cree usted que tiene sentido querer expresarse con total sinceridad, sin renunciar a ningún matiz? ¿Considera razonable negarse a impostar su opinión forzándola a que quepa “más o menos” [o sea, que quepa sin caber] en una de dos opciones diametralmente antitéticas? ¿Cree que tiene sentido negarse a elegir en algunas ocasiones? ¿Le parece que el momento de expresar una opinión puede ser una de esas ocasiones? Sospecho que, en virtud de esta encuesta, la tesis del afán de reconocimiento, más allá de lo que pueda tener de idea peregrina de un filósofo, recibiría un cierto respaldo del sentido común.
Llegamos así a una situación aporética: si intentamos jugar con arreglo a lo que nos dicta el sentido común, tenderemos, por afán de sinceridad, a expresar nuestras opiniones con irreducible fidelidad, infringiendo con ello las reglas del juego; y si nos apartamos del sentido común para atenernos a las reglas del juego, Óscar nos dará una pasadita por el mercado y hará que nos sintamos o bien ridículos o bien petulantes por desdeñar el sentido común. Para jugar en serio, tienes que hablar (medio) en broma; pero hablar en broma contraviene presumiblemente lo que el sentido común entendería por jugar en serio, pues esta expresión parece querer avisar de que no es lo mismo un juego que un pasatiempo, que jugar en serio es decir “lo que piensas de verdad” porque “la cosa no va en broma”. Parece que Óscar nos aprisiona en un círculo.
Círculo, sí, pero círculo virtuoso. Porque el juego de Óscar nos obliga a desprendernos de algunos hábitos a los que quizá tenemos demasiado apego. Porque eso que llamamos “sinceridad” tiene mucho [no siempre, por supuesto] de otra cosa que ya no suena tan bonita: ansia de dominio; afán de monopolizar la interpretación de nuestra conducta. Ansiamos imponer a los demás nuestra interpretación para que sea por ella, y no por nuestra conducta, por la que nos juzguen. Por eso nos gusta tanto “sincerarnos” e incluso “desnudarnos ante el otro”: porque [a veces] cuanto más nos desnudamos, más nos enmascaramos. Óscar, por el contrario, nos apremia continuamente a elegir ‘máscaras’ [“sí o no”] para que, en un ejercicio de ascesis, nos despojemos de eso que tan pomposamente llamamos “nuestro verdadero Yo”, el cual [insisto: a veces] no es más que un trasunto de nuestro anhelo de teledirigir la impresión que queremos producir en los demás, ya sea para agradarles o para épater le bourgeois. Los fotógrafos saben que lo que verdaderamente retrata al sujeto que posa ante la cámara no es lo que muestra, sino lo que intenta ocultar. Pero el juego de Óscar no pretende retratarnos ni desenmascararnos. Mediante la elección sucesiva de ‘máscaras’, el juego nos va enseñando a crecer, a madurar y, en definitiva, a vivir.
Porque crecer es aprender que no se puede tener todo; que nuestros deseos no se pueden satisfacer exactamente tal cual los concebimos y que, por tanto, no hay más remedio que elegir entre opciones que no nos satisfacen plenamente. Crecer es desarrollar tolerancia a la frustración.
Porque madurar es superar la edad del pavo y aprender que los demás, en el ejercicio de su soberanía personal, tienen derecho a que no aspiremos a gobernar en su cerebro el proceso por el cual ellos se forman una imagen de nosotros.
Porque, finalmente, el juego de Óscar, al enseñarnos a crecer y madurar, nos ayuda a “reconciliarnos con el mundo” en el sentido que daba Hannah Arendt a esta expresión: reconciliación como resultado de la comprensión. Y eso nos ayuda a vivir.
Pero el juego ya terminó. Y voy a aprovechar esta circunstancia para, ahora que ya puedo porque el juego ya no me lo prohíbe, decir algo con total sinceridad: gracias, Óscar.