Lenguaje

IMG_0772No hablamos la misma lengua. Es sin duda la mejor razón para hablarse. O para evitarse.

Efímero

IMG_0808No hablamos la misma lengua. Es sin duda la mejor razón para hablarse. O para evitarse.

Relaciones

IMG_0629Las relaciones siempre acaban mal. En ruptura o en muerte.

Alma

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No tienen alma. Y están orgullosos. Su enfermedad hace las veces de identidad y de status.

Ser alguien

Macbeth, el thane de Glamis, ganó heroicamente la batalla contra un ejército de rebeldes, confortando con su lealtad el poder del rey Duncan. Pero horribles fantasmas atormentan siempre el alma de los hombres. En este caso vienen representados por tres brujas, que predicen que nuestro héroe se convertirá en thane de Cawdor y rey ​​de Escocia. Macbeth de primeras se sorprende, y duda, pero, poco después, al saber que acaba de adquirir el primer título, se queda atónito. No necesita más, decide hacerse rey, y procede a asesinar a Duncan, a pesar del horror que tal idea provoca en él. Sus últimas dudas son, de alguna manera, superadas por la intervención de su esposa, Lady Macbeth, quien confronta sus dilemas con el cuestionamiento de su virilidad, de su propio valor. Ella desprecia el dilema moral de su esposo, que indica una falta de coraje. Pide a los poderes del mal que le ayuden a lograr hacer lo que se «debe». Como una astuta heredera de Eva, ella trama un plan, diciéndole a su marido que debe, traicioneramente, presentarse como un leal anfitrión cuando el pobre Duncan llegue a ciegas al castillo.

Macbeth, temiendo su propia nada, necesita ponerse a prueba a sí mismo, necesita dejar su huella en el mundo. Ser alguien, ser tratado con honores, tener poder, a cualquier precio. Tiene que aplastar en sí mismo la admisión de cualquier cosa que esté más allá de su miserable yo. La verdad, el bien o la belleza, son necesidades internas que pretende ignorar, en su loca búsqueda personal. Toda la obra dramatiza los dañinos efectos físicos y psicológicos de la ambición en aquellos que buscan el poder por el poder. A medida que se desarrolla la trama, Macbeth se ve obligado a cometer más y más asesinatos. Con el fin de protegerse de la enemistad y la sospecha, se convierte en un gobernante tiránico. Arrollado por la culpa, envuelto en una racha de violencia, sufre de una forma cada vez más aguda, de paranoia delirante. Por ejemplo, después de matar a su viejo amigo Banquo, observa a su fantasma entrando durante un banquete. Él responde con una diatriba sin sentido, sorprendiendo a la asamblea con su creciente locura. Inevitablemente, un baño de sangre y la consiguiente guerra civil lanzan rápidamente a Macbeth y a su esposa a los reinos de la locura y la muerte. Uno puede entonces concluir, como Shakespeare, que la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significan.

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Risa

Rigoletto es un bufón de la corte. Jorobado, feo, un cuerpo deforme. Él es viudo, después de muchos años todavía de luto por la pérdida de su querida esposa, irremplazable. Y cuando su hija Gilda, su único ser amado, le pregunta acerca de su origen, su familia o sus viejos amigos, permanece en silencio, probablemente avergonzado o resentido. Su vida es triste, él se desprecia a sí mismo. Así se describe el personaje de la ópera de Verdi, Rigoletto.

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Para compensar su propio abatimiento, el hombre ha desarrollado el sarcasmo como un arte, es cínico. Utiliza sus talentos para complacer al duque de Mantua, su señor, un hombre depravado que sólo piensa en seducir a las mujeres y divertirse, sin escrúpulos ni límites. Cuando el duque intenta abiertamente seducir a la condesa Ceprano frente a su marido, Rigoletto se burla del cornudo, ridiculizando su impotencia. Y cuando el Duque está enojado porque Ceprano merodea y evita su intriga con su esposa, Rigoletto sugiere secuestrar a la dama y eliminar al conde. Se excede con la burla, tanto que incluso el duque le aconseja que sea menos impertinente, y los cortesanos le prometen a Ceprano vengarse de él. Pero Rigoletto se jacta de que nadie se atrevería a poner las manos sobre su persona. Protegido por su armadura de cinismo, se siente por encima de todo el mundo. La risa lo protege de su propia miseria, le hace sentirse poderoso, puede hacer sufrir a otros, especialmente aquellos en estado de debilidad.

Poco después de este incidente, un anciano irrumpió en el vestíbulo, enojado con el duque que sedujo a su hija, denunciándolo públicamente. Rigoletto, por supuesto se burla, el hombre es arrestado, y responde maldiciendo al duque y al bufón por burlarse de su justa ira. La maldición aterroriza a Rigoletto, que cree que en la superstición popular de que la maldición de un anciano tiene poder real. A partir de ese momento comienza la tragedia del malvado bufón, la maldición, subrayada con fuerza por la música. El drama se desarrolla con una serie de eventos que llevan a que el duque acabe seduciendo a Gilda y que Rigoletto asesine por error a su propia hija. Orgulloso y ciego, terminó olvidando el peso de la realidad, y las implicaciones morales de la misma. «Vive por la espada, muere por la espada», dice el proverbio. La risa es un licor que fácilmente se vuelve amargo.

Filosofar es reconciliarse con las palabras de uno

Filosofar es reconciliarse con las palabras de uno

judo fightUna de las tareas principales de la práctica filosófica es la de invitar a la persona a reconciliarse con su propio discurso. Esta afirmación parecerá extraña a algunos, pero a la mayor parte de las personas que hablan no les gusta lo que dicen, mejor dicho, no lo soportan. « ¡Cómo es posible ! » replicarán los objetores, « la mayoría de la gente habla, incluso hablan mucho ». Constatación innegable : no hay más que instalarse en un lugar público y oír el guirigay de las conversaciones para darse cuenta.
En efecto es verdad que la mayoría de las personas hablan, incluso se podría decir que se sienten obligadas a hablar. Como con una compulsión imparable, a la vez porque quieren decir, quieren expresarse, y porque no soportan el silencio. El silencio es sospechoso, pesa, ofrece una apariencia triste; hace falta tener una gran confianza con alguien para aceptar el silencio en su compañía, o tener una buena razón, sin la cual podría significar un cierto desinterés, una ruptura de diálogo, léase un conflicto.
Las personas hablan, en general hablan de cualquier cosa : del tiempo, de los acontecimientos, de los avatares de su vida privada, intercambiamos atenciones, lugares comunes, y cuando la conversación se embala, a veces nos hacemos confidencias íntimas, nos revelamos pequeños secretos, o compartimos un dolor más personal, inconfesable. Sin embargo cuando la discusión se acalora por un desacuerdo una primera sospecha se impone a nuestro ánimo por lo que respecta al placer de « hablar ». Los ánimos se encrespan, se calientan, se enfurecen, se enervan, se vuelven violentos o toman un cariz agrio. Si no estuviéramos tan habituados a ese tipo de viraje hacia la virulencia podríamos extrañarnos: « ¡Oye, mira! están descubriendo una idea que les importa, un tema que al parecer les interesa, además, como no comparten opinión, pueden discutir… ¿Porqué ese desagrado o dolor con el que parecen vivir ese desacuerdo? » La sabiduría popular proclama que hay que evitar las discusiones que nos producen enfado (esto atañería a los temas importantes aquellos que nos apasionan) y que deberíamos atenernos a los intercambios formales, ciertamente menos apasionantes, pero también menos arriesgados.

Tener razón

¿Cuál es el problema aquí ? Cada uno pretende tener razón. Pero no es habitual detenerse en el significado de la idea « tener razón », y por qué nos apasiona tanto. Se pueden dar explicaciones varias, que si es una cuestión de confrontación con tu semejante, de lucha de poder u otra, y que uno, en esa batalla, se juega su propia imagen, explicación que contiene sin ninguna duda su parte de verdad. Pero lo que nos interesa aquí es otra vertiente de este asunto, que no está desvinculada de las intuiciones precedentes: la hipótesis según la cual el ser humano en el fondo aprecia poco su propia palabra, lo que explicaría tanto las dificultades de la conversación como la facilidad de su deslizamiento hacia aspectos desagradables. En efecto, si una persona amase por poco que fuera su propio discurso, si confiara en sus palabras, ¿Por qué se habría de preocuparse tanto de ser reconocido por su prójimo? ¿Por qué querría de manera tan insistente obtener algo de su interlocutor ? Llegados a este punto, dejaremos de lado las discusiones que tengan un objetivo bien definido como son las que por convicción o por interés práctico tengan la necesidad de convencer al otro, porque en ese caso la discusión no es libre, no es ella su propio fin, desea explícitamente un objeto sin el cual la discusión no tendría razón de ser, la finalidad se halla precisada y afirmada.
Bien es verdad que pensamos que, indirectamente, siempre buscamos algo, puesto que en general esperamos obtener una manera u otra de adhesión de la persona a la cual nos dirigirmos. Pero la cuestión es saber por qué. En esta perspectiva percibimos el mecanismo de la « reina madre » la madrastra de Blanca Nieves « Espejito, espejito, ¡Dime quien es la mas bella ! ».

Si la reina madre apreciaba tanto su propia belleza, ¿Qué necesidad tendría de preguntarle al espejo si es ella la más bella ?¿Qué necesidad tendría de compararse a la pobre Blanca Nieves?
Evidentemente, existe una relación cierta entre el hecho de encontrar a alguien bello y el hecho de amar, a otro o a sí mismo, y así como ya lo expuso Platón en el Banquete, es difícil saber qué sea antes si la belleza o el amor. ¿Nos amamos por ser bellos o nos encontramos bellos porque nos amamos ? Y para volver a la palabra a la que estamos poniendo en cuestión ¿qué ocurre? ¿Encuentro que mi palabra es fea porque no me amo? O bien ¿no me amo porque encuentro fea mi palabra? Dejaremos que esta cuestión sea zanjada por cada cual a su modo, o puede que sea un buen tema para especialistas. En cuanto a mi, como práctico de la filosofía, mas preocupado por el fondo del pensamiento en sí que de la subjetividad humana, a pesar de los lazos que los unen, me preguntaré (como al principio de este texto) cómo podría reconciliar al sujeto con su propia palabra. No por la preocupación de hacerle feliz o por algún proyecto eudemonista, sino únicamente porque si no se reconcilia con su propia palabra, no podrá pensar.

Proteger la palabra

Antes de explicar esta última frase, precisemos que para mi, el hecho de reconciliarse con la propia palabra no implica encontrarla maravillosa, mas bien al contrario. El éxtasis ante la propia palabra es demasiado a menudo la expresión narcisista de una subjetividad exacerbada, de un mal ser, de una ausencia de distancia, de una incapacidad de mirada crítica. Un poco como un padre que tiende a ver a su hijo maravilloso para vivir por delegación una felicidad que no sabría encontrar en sí mismo. Reconciliarse con su propia palabra, es aceptar verla como es, tomarla por lo que es, no atribuirle virtudes que no manifiesta en absoluto, ni intentar protegerla de la mirada de otros, a través de la « timidez » o una argumentación excesiva llena de « lo que quería decir » y de « no me comprendes ». Reconciliarse con la palabra de uno, es aceptar oir las palabras tal y como suenan en los oidos de los demás, es hacer un duelo de un sentido que está visiblemente ausente de la formulación tal y como está forjada, es desear ver los abismos, las rupturas y las traiciones de las palabras que han sido pronunciadas, es aceptar la brutalidad de las palabras. Aunque solo fuera porque las palabras que hemos pronunciado nos dicen mas sobre lo que pensamos y lo que somos que todas las palabras que todavía tenemos ganas de expresar. Proteger la palabra de uno es por otro lado una de las motivaciones primeras de lo que comúnmente llamamos, precipitadamente y por que es fácil, timidez. En efecto, buen número de estos « tímidos » son de hecho personas que tienen una muy alta opinión de lo que tienen que decir, pero temen sobre todo que los « otros », los que les escuchan, no participen de esa admiración por sus palabras.

Consideran mas seguro y menos peligroso abstenerse de hablar con el fin de conservar esa apariencia de genio, gracias al beneficio de la duda, ya que se les puede atribuir todas las virtudes de la esfinge, mientras no hable. Pero hay mas, si temen el análisis crítico de sus palabras, es que ignoran o huyen de esta práctica hacia sí mismos. A semejanza de los grandes inspirados, piensan estar en lo cierto sin pronunciar ni una sola palabra, y sin ser verdaderamente conscientes, están más apegados a un pretendido « fondo » ilusorio de su pensamiento que a sus propias palabras. Por lo tanto intentarán evitar la crítica de su palabra haciendo referencia a lo que querían decir, o bien abandonarán o renegarán de sus palabras de la manera más abrupta para replegarse en su fuero interno, o lanzándose a un discurso sin fin. Pero nunca aceptarán tomar sus propias palabras como la sustancia misma de su pensamiento : sería exponerse mucho.

Arriesgarse a pensar

Aprovechemos por un instante la antinomia que hemos identificado en el tímido. Oponiendo el « fondo » del pensamiento a las ideas ya expresadas, oponemos de hecho el infinito al finito, ya que oponemos la todo poderosa virtualidad a la finitud de lo concreto, el potencial indeterminado a la determinación de lo que ya ha sido actualizado. Lo virtual lo puede todo, todo es posible, todo puede ser todavía dicho, mientras que lo concreto está ahí, bien presente, comprometido con la alteridad de lo real, anclado en el tiempo y el espacio. La palabra que es dicha está dicha, y es por eso específica, compromete a una palabra formada, un modo de ser, una perspectiva particular.
Siempre podemos interpretarla, reinterpretarla, y requeteinterpretarla, podemos hacerla decir lo que queramos, aunque solo fuera por que no está acabada, pero a pesar de eso ya ha anunciado algo de particular, y a menos que no recurramos a la mayor mala fe (cosa no de extrañar y a no excluir) no podremos hacerle decir cualquier cosa o transformarla en lo contrario de lo que ya dice. Por otra parte, es esta exclusión lo que molesta : el hecho de que afirmando, sea la que sea su afirmación, esta frase conlleva necesariamente una negación, como nos enseña Spinoza. Todo lo que afirma, por el hecho mismo de la afirmación, niega. Niega de hecho : recusa lo contrario de lo que afirma. O también por omisión, olvidando de decir algunas cosas, relegándolas a un segundo plano. Pero más de un hablante forcejeará todo lo posible para rechazar esta dimensión negativa de la palabra, en particular la segunda, mas fácil de ocultar, refugiándose en la « totalidad » de su pensamiento, en lo que podría todavía decir. En este sentido, aceptar uno su discurso o sus palabras como la expresión de su pensamiento, más todavía como la sustancia misma del pensamiento (Hegel), o como los limites del pensamiento (Wittgenstein) es el equivalente psicológico o filosófico de aceptar lo que hemos hecho, aquello que hemos llevado a cabo, como la realidad de lo que somos (Sartre). En efecto, podemos todavía refugiarnos en « lo que podríamos ser », « lo que podríamos haber sido », « lo que querríamos ser », « lo que nos han impedido ser », « aquello que fuimos », « lo que seremos » y estas diferentes dimensiones virtuales del ser o de la existencia tienen un cierto sentido y una realidad, pero también pueden fácilmente representar una especie de coartada, de refugio, de fortaleza, para no ver y asumir lo que somos. El pasado, el futuro, el condicional, lo posible o incluso lo imposible constituyen los repliegues para ocultar el presente y lo actual. Y si no pido en absoluto ocultar o subestimar esas diferentes dimensiones, que componen a su manera la riqueza del ser y su libertad de concebir, sí deseo señalar la trampa que representan y poner en guardia contra la utilización abusiva de esta multiplicidad.

Ya que si abusamos del presente en detrimento del pasado, del futuro o del condicional en lo que se refiere a la satisfacción de los deseos y a la búsqueda del placer, lo ocultamos muy fácilmente en lo que concierne a la realidad de nuestra palabra.

Maltratar la palabra

Centrémonos en lo que podría amenazar a esa palabra temerosa. De manera muy juiciosa, los sofistas perfilan dos críticas contra el modo de Sócrates de discutir, o mejor dicho, de preguntar. La primera : « Me fuerzas a decir lo que no quiero decir». Ya que Sócrates, con su oido aguerrido, entiende lo que dice y lo que niega una frase u otra, y exige de su interlocutor una interrupción, una congelación de la imágen, para que rinda cuentas sobre esa frase, para que se dé cuenta de su frase. Ese dar cuenta termina prácticamente siendo para él la definición de pensar, o de filosofar, ya que razonar es dar razón de algo. Invita pues a su interlocutor a encontrar la génesis, la arqueología, de su propósito, para tomar de él el sentido y la realidad. Pero no se trata de la génesis singular de la intención del locutor, sino la génesis del sentido, de la universalidad del término. Y sin embargo esta realidad, visible a través de las palabras, es frecuentemente olvidada o negada por el autor de las palabras, simplemente por que no está dispuesto a aceptar de ellas una realidad más allá de la intención específica que le empujaba a pronunciarlas. Intención que ¡Desgraciadamente para él ! no es mas que una parte ínfima y limitada de la realidad propuesta a través de sus palabras : la intención es reductora. Y curiosamente, el oyente atento, ajeno a la intención de las palabras percibirá mejor esa realidad « objetiva » de la palabra puesto que él no está habitado y cegado por el deseo particular que la ha motivado. Pero el locutor, por supuesto, rechazará a menudo la interpretación del oyente, la considerará a menudo como intempestiva e intrusiva, incluso ilegítima o alienante.
Se considerará como el único poseedor del sentido de sus propias palabras, y pretenderá confiscar toda interpretación a favor de su sacrosanta intención. Como si nuestra palabra fuera reductible al simple sentido que pretendemos acordarle, a menudo de manera sesgada y absurda. Este desgajamiento de uno, esta ruptura entre uno y la palabra considerada como mi proyección, es el crisol mismo de la práctica socrática : sondear el abismo del ser, trabajar esta cavidad que constituye nuestra singularidad parcelada. ¿Cómo no rebelarse contra un intervención tan abusiva, contra una proposición tan tendenciosa ? Perspectiva insoportable en el ambiente psicologista actual.

La segunda crítica, totalmente conforme con la primera, es « Me rompes el discurso en trocitos »… Sentimiento desagradable el que suscita esa disección con escalpelo de un conjunto pretendidamente harmonioso en el cual hemos puesto tanto esfuerzo y amor, pequeño trozo de ser individual, graciosa brizna de nuestra persona, bellamente compuesto, ensamblaje que presentamos al mundo como una muestra seleccionada de nosotros mismos. Y si nuestra puesta en escena verbal nos deja insatisfechos, si no la vemos a la altura de nuestro pensamiento o no totalmente consonante con él, somos mas sensibles al análisis que otros pudieran hacer, nos ponemos más nerviosos por la suerte que pudieran hacerla correr. Y hay una buena razón por la cual tenderemos a estar insatisfechos de nuestro discurso : es que intentamos a menudo « decirlo todo » con nuestro discurso, « incluirlo todo », en cualquier caso lo pretendemos. Que se trate de decir la verdad más integral de lo que pensamos, o que se trate de decir la totalidad, el todo, a traves de la enumeración infinita y generalmente confusa de causas y circunstancias. Intentamos cubrir todos los ángulos, prever las objeciones y prevenir los juicios críticos protegiendo nuestra palabra con todas las pantallas posibles, con el fin de hacerla imparable. Y que hace Sócrates : coje un pequeño trozo de nuestra « obra maestra », que escoje de la manera mas arbitraria e incongruente, con el fin de examinarla y triturarla en todos los sentidos, ignorando totalmente lo que hemos podido afirmar en otro momento, aunque sea el instante precedente. Ignora la extensión o la belleza de nuestro discurso y pretende preguntarnos sobre un aspecto específico de lo que hemos abordado, como si no hubieramos dicho nada más, exigiendo responder con una palabra corta y precisa, veáse un simple « si o no », reduciéndo toda la amplitud de nuestro pensamiento a un simple juicio : el de un asentimiento o un rechazo a una idea particular. Idea particular que naturalmente queda atrapada en una trampa infernal que nos remite a la crítica precedente : el interlocutor nos obliga a afirmar lo que no hemos dicho y no deseábamos decir. Descontextualiza la palabra y pide a continuación que nos posicionemos con respecto a su significado radical.

Inquietud por la palabra

Podríamos creer que es el hecho de padecer una interpretación abusiva lo que molesta al locutor, vigilante para que no obliguen a sus palabras a decir lo que él no deseaba decir, u otra cosa distinta de lo que él deseaba decir, pero nos parece que el asunto es más profundo o más « grave ». En efecto, para desestabilizar a tu interlocutor, y podemos hacer la experiencia, basta a veces con pedirle, con un tono de interés, que repita lo que acaba de decir « ¿Puedes repetir lo que acabas de decir ? » y veremos a nuestro hombre sorprenderse y empezar a defenderse, sin que le hayamos hecho la mas mínima crítica. A menudo no repetirá lo que ha dicho, en primer lugar porque él mismo no ha prestado atención a sus propias palabras, lo que ya es significativo, o bien por que se siente amenazado y querrá más justificarse que retomar lo ya dicho, o también podrá transformar sus palabras iniciales empezando por « lo que quería decir… » Una especie de inquietud o incluso pánico le invade, sin que, objetivamente, haya habido el menor indicio de crítica alguna. Bien es verdad que en este punto podemos invocar a guisa de explicación o de circunstancia atenuante una especie de trauma social. Los seres humanos hacen poco caso a la palabra del otro, sea porque la ignoran porque no se sienten concernidos, sea porque la contestan porque sus ideas son diferentes a las del otro, o todavía más reduccionista, la rechazan simplemente porque es el otro el emisor de la palabra incriminada. Así funciona esta dinámica social, vector del trauma citado anteriormente, cada uno faltando al respeto a la palabra del otro, todo locutor está convencido más o menos conscientemente que su interlocutor no buscará sino la ocasión de criticarle. Aparece otro matiz a incluir en nuestro asunto : la dimensión cultural. En efecto, ciertas culturas están más prestas a la crítica que otras, pero aquellas en las que la crítica es considerada como un atentado al decoro y a las convenciones sociales expresarán sus reticencias, su desprecio o su desinterés, ya sea con educadísimo agradecimiento o con la expresión de un interés manifiestamente superficial, efímero, y hasta mentiroso. Pero me he dado cuenta de que en las sociedades cuyas maneras son más corteses no son necesariamente donde reina menos inseguridad con respecto al estatus de la palabra individual. Digamos que cada grupo humano tiene sus propias maneras de autorizar, justificar o incluso de animar a la desconsideración hacia el prójimo.

Pensar por otro

Volvamos a Sócrates. Curiosamente, se interesa enormemente por la palabra de los otros. Incluso se podría añadir que no puede pensar sin los otros. Si no, podríamos preguntarnos por qué este hombre de rostro grotesco pasaba tanto tiempo buscando la compañía de sus semejantes con el fin principal de practicar el cuestionamiento filosófico. ¿No tenía nada mejor que hacer este hombre de espíritu agil y sagaz ? ¿Porqué perder el tiempo con cualquiera y casi para nada ? Porque algunos personajes que nos describe Platón no son nada brillantes, pero para Sócrates la búsqueda de la verdad no conoce límites ni presupuestos establecidos. Todo sirve, cuando se trata de descubrir el bien, la verdad o la belleza, y si hay algún obstáculo éste se convierte en el crisol mismo del ser y del uno. ¿Quiere Sócrates hacer caridad ? ¿Acaso milita en la mejora de la humanidad ? o ¿Es que se aburre solo, envarado en una soledad filosófica, a la manera del mítico filósofo de la caverna ? ¿Quiere convencer ?

En el fondo, hasta la verdad no es más que un pretexto. Tiene que andar buscando lo que ignora, sondear el alma humana, y mientras los filósofos sondean la propia, el se siente empujado por su « demonio » a explorar todas las que pasan por allí, a cada cual más prometedora, más decepcionante y más rica. No hace falta buscar mucha teleología: Sócrates no busca nada, simplemente busca, busca buscar.
Pero esta búsqueda atrae bastantes problemas. A caso porque sin querer y sin duda sin saberlo, o sin querer saberlo, rompe con lo establecido. Demasiado ocupado por su deseo, cegado por la pasión, no sabe nada ni ve nada, no existe : solo busca. Perro de caza que persigue a su presa hasta su madriguera, pez torpedo que paraliza a todo el que entra en contacto con él, tábano que pica y hostiga a todo el que se acerca : no faltan las metáforas percutientes para explicar o justificar el asesinato que le infligieron. ¿Acaso la muerte de Sócrates, gesto inaugural de la filosofía occidental, no era inevitable ? Pero ¿por qué el hecho de interrogar a otro le hace tan insoportable a los ojos de los atenienses, que en el mito socrático no representan nada que no sea el ser humano en general ? Ciertamente un personaje así puede revelarse como alguien muy cansino para la convivencia, pero ¿Porqué tanto odio ? Un odio que no sería tan grande si se limitara a estar en desacuerdo con sus semejantes, o incluso a lanzarles invectivas como lo hacen los cínicos. Pero el cuestionamiento es – visiblemente – mucho más corrosivo que la afirmación. Escruta demasiado de cerca la palabra del otro, y el otro, aunque diga lo contrario, en realidad no quiere que se le haga eso. Porque el acceso al pensamiento es demasiado directo por la palabra, y el vínculo entre el pensamiento y su ser es demasiado explícito. Y si el individuo pone todo su empeño desde su más tierna infancia en olvidar su propia finitud, su imperfección, su enfermedad y su inmoralidad, no es para que un pervertido aparezca y de manera irreverente, intrusiva y brutal, le señale con el dedo y le pregunte cómo se llama ese handicap o esa verruga que tanto se esfuerza en esconder, sobre todo mientras todo hijo de vecino suele desviar púdica y automáticamente la mirada si algo se dejara entrever… Extraña especie la humana, que derrocha tanta energía en esconder su naturaleza individual, esa realidad de la que se avergüenza, una naturaleza específica que viene a ser considerada ni mas ni menos que como una de esas enfermedades de origen dudoso de las que hay que esconder su existencia y su causa. Será por eso que ignora su verdadera naturaleza, la de ser humano.

Malos modos

Como consecuencia de la realidad socrática y de los conflictos que genera se deducen los términos últimos –o primeros- de la acusación : « Tienes algo contra mi », o « Tus intenciones no son buenas ». Desde el momento en que no es natural interesarse tanto por el discurso y el pensamiento de otro y que no es normal cuestionar de ese modo, en lugar de decir y afirmar, se puede considerar indecente desmenuzar de una manera tan abusona la mínima palabra que oye uno. Ruptura de las tradiciones que pone en cuestión el funcionamiento habitual. Y es que si un comportamiento tal no fuera considerado perverso, tendríamos que admirar a este hombre, un sabio, capaz de tal ascesis, de tamaña indigencia, animado por una confianza tan grande en el otro que cree poder descubrir la verdad siempre y sea cual sea su congénere. Ya que es esto lo que a fin de cuentas anima a Sócrates. Pero por desgracia, la fragilidad humana, su inseguridad, percibe esta andadura confiada y halagüeña como una agresión. Cuestionar a alguien es declararle la guerra, quererle humillar, intentar reducirle a la nada, en resumen, obligarle a pensar y sobre todo a pensar sobre sí mismo. ¡Conócete a ti mismo ! Así conoceremos el universo y los dioses. En efecto, qué significaría el objeto conocido, si ignoramos el instrumento del pensamiento, el espíritu mismo, como destaca Hegel. Y es que precisamente lo que nos asusta es el conocimiento de nuestro espíritu. Ya que si por un lado nos dejamos seducir por un filósofo que hable bien de la apertura y vacuidad del alma, y nos sentimos bien cuando comprendemos o entrevemos la ceguera y la banalidad en la cual viven nuestros conciudadanos, sin embargo nos desilusionamos brutalmente cuando nos damos cuenta que ese discurso se dirige a nosotros.¡Eso no se hace !

Aceptar la finitud

Y sin embargo, cómo reconciliarse con la palabra de uno y por lo tanto reconciliarse con uno mismo, si no es aceptando las lagunas y las taras que afligen a nuestro discurso, si no es contemplando las rigideces que lo constituyen en su elaboración, si no es entreviendo los límites de su extensión. Reconciliarse con la palabra de uno es aceptar la finitud, la imperfección, a riesgo de sentir un profundo ridículo. ¿No amamos a nuestros más próximos y a nuestros niños a pesar de sus defectos y sus tics ? ¿Tenemos que estar ciegos para amar a los que nos rodean ? Si se tratase de eso, nos arriesgamos a una gran decepción cuando se nos abrieran los ojos, por efecto del paso del tiempo o como consecuencia de algún acontecimiento fortuito y generalmente dramático. Lo mismo pasa en la relación con uno mismo. Podemos ciertamente intentar, conscientemente o no, alimentar la ilusión de la transparencia, de bienestar, de satisfacción, de algún tipo de contento, a riesgo de una complacencia efímera o parcial, y de una decepción segura. Es en ese momento cuando el Sócrates en questión, o su equivalente, el extrangero de diálogo tardo, puede ser considerado como nuestro verdadero amigo. El que osa hablarnos con toda franqueza, el que osa señalar a otro lado. Ese otro lado que nos « obliga » a llevar anteojeras, porque igual que el clásico caballo de carreta no podemos soportar ciertas realidades laterales : nos ponen nerviosos. Miramos de frente y seguimos nuestro camino recto sin preocuparnos de las llamadas desde los bordes que nos harían vacilar, dudar o hasta paralizarnos. Sócrates nos interpela : « ¡Eh, tu amigo ! ¿Has visto lo que está pasando? ¿Qué piensas de esto o de lo otro ? » Y nos escucha la respuesta, con la falsa ingenuidad que le caracteriza. Pero el humano es listo, como el perro o el felino, y sabe por donde le da el viento. Instintivamente lo ve venir. Y ahí es donde se da la experiencia crucial, el momento de la decisión, la que separa a los humanos de los humanos. ¿Va a querer reaccionar « biológicamente » y huir o agredir al que amenaza su « integridad » existencial ? o bien percibirá en ese hombre de aspecto y discurso extraño al amigo que nunca había encontrado ? El amigo que no tiene amigos. El enamorado sin amante. Ese al que le anima una pasión sin objeto. O quizás es él mismo el objeto e ignora quién es el sujeto, cual es el sujeto.

Claro que se trata de un amigo raro con un humor más que extraño : qué ironía es esa que no es sino una mentira. ¿Cómo podemos confiar en él ? Si a guisa de discusión nos cuestiona. Peor todavía, nos constriñe a una miserable elección –si fuera el caso- entre un « sí » o un « no », entre « esto » o lo « otro ». Porque es obvio que ciertas preguntas tienen trampa. Pero al fin y al cabo, puesto que estamos lanzados en esta perspectiva imposible, veamos como este hombre que no es humano pudiera de todos modos querer nuestro bien. Justamente, no lo quiere, nuestro bien. Ese es su principal interés. No quiere sino su propio bien, lo busca, necesita de ti, y lo dice ; no es mucha la ironía cuando está pidiendo a cada uno que se convierta en su maestro, el maestro que busca desde siempre. Ciertamente al final el trato con un ser así se hace insoportable. Pero ¿Acaso está pidiendo que se conviva con él ? Sus interlocutores son numerosos, incluso cambian al hilo de sus diálogos, y esto no es casual. Aquellos que dice amar cambian al hilo de los diálogos. Platon que hizo de este ser su pitanza, antes de lanzarse en su propia trayectoria, lo habrá conocido muy poco tiempo. Esto explica la pasión que le anima. Al final, el efecto corrosivo del cuestionamiento no puede provocar mas que alejamiento.

Un amigo que no quiere nuestro bien

No obstante, lo que hace que Sócrates sea vivible, como hemos dicho, lo que le convierte en un verdadero amigo, es justamente que no quiere nuestro bien. No quiere convencernos de nada, no desea mostrarnos el verdadero camino. Solo nos cuestiona, simplemente, y nos invita a ver, a ver lo que no vemos, lo que no queremos ver, a ver lo insoportable, lo que no se puede vivir. Y en este sentido nos está invitando a morir. Ya que si filosofar es aprender a morir, no se trata de una muerte ulterior y final, sino la de cada instante. La que nos acecha, como una espada de Damocles, sobre nuestras cabezas aturdidas por la inercia de lo cotidiano. Divertimento pascaliano. Nuestras ideas están constituidas por esa multiplicidad de opiniones que nos bastan para seguir las reglas del juego. El juego de la sociedad, el juego de la familia, el juego de los deseos y ambiciones personales, de la persecución de la felicidad, la felicidad con mayúsculas o los pequeños placeres. La perseverancia en el ser, el conatus espinoziano, es a menudo concebido como el de una pura exterioridad. Vivir adquiere generalmente el sentido de una multiplicidad de obligaciones, internas y externas, que habría que cumplir mejor o peor. Y sin embargo el ser es uno, para Sócrates como para Spinoza, aunque esta unidad no excluya la multiplicidad, si no al contrario. En eso el fragmento es sin embargo la sustancia viva, ya que tampoco se trata de andar escapándose a un más allá del más allá donde anida toda realidad.

Como lo cuenta muy bien el mito de la caverna, el filósofo que somos no sabría vivir fuera de la caverna : es su lugar predilecto. Es el amigo que nos despierta la mala conciencia, al que dejamos hablar de vez en cuando para reírnos, para mas tarde hacerle callar enfadados. Y es que no estamos siempre de humor para dejar que nos interrumpan o nos enturbien nuestro tran-tran, para que nos hagan perder el equilibrio inestable que a duras penas conseguimos hacer funcionar. Filosofar es pensar lo impensable, un impensable que la existencia no propicia. Porque nos obliga a la evidencia, a la certeza, a lo esperado. Prefiere lo cierto, ama lo probable, pero le rechina lo posible mientras sea una simple posibilidad y le teme a lo imposible.

De vez en cuando propiciado por la ociosidad, por el cansancio o por un resurgimiento del ser, autoriza el surgimiento de lo extraordinario, de lo imprevisto, de lo inaudito. A dosis homeopáticas, o por un tiempo restringido, y a menudo de manera perversa. El amor, el humor, la visión mística, la ebriedad, son distintas maneras a través de las cuales la vida se distrae de ella misma, porque juega y se olvida. La filosofía exige una tal ruptura de manera consciente, deliberada y continua. Ciertamente cada uno habrá tenido algún momento filosófico, ese instante en que el sentido bascula, hacia otro sentido o hacia el sin sentido. Y la experiencia de ese instante podrá engendrar, aunque nunca se haga realidad, el anhelo de otro lugar, pero no otro lugar para vivir, si no otro lugar que no sea la vida. En esto el espíritu es malo como un diablo, estaremos tentados de instaurar una vida fuera de la vida, más allá de la vida.

Reconciliarse con la palabra de uno, es como reconciliarse con el prójimo, implica no tener expectativas, y por lo tanto no estar frustrado o decepcionado, mejor todavía no poder ser nunca decepcionado o frustrado. Lo que por lo demás no implica en absoluto abandonar el espíritu crítico, mas bien al contrario, puesto que lo que nos impide adentrarnos en un análisis corrosivo y profundo de los propósitos y de los seres es el miedo a la pérdida, el miedo a los golpes, a las heridas, o simplemente por la susceptibilidad ultrajada. A partir del momento en el que no subsiste el deseo de conservar ninguna atadura que no sea la que nos une a la persecución común de la verdad ¿Qué podemos temer ? Está claro que si no ha sido mermado en su impulso, si no ha ido teniendo el hábito de prohibirse el pensar, el espíritu piensa : toma lo que percibe en una relación íntima y dinámica con el molde de pensamiento que se haya constituido con el tiempo. Esos moldes serán mas o menos elaborados, más o menos finos y mas o menos fluidos, pero constituirán para cada sujeto pensante el rasero de todo pensamiento nuevo, la referencia activa, el lugar original, del que proviene todo pensamiento y al que todo pensamiento regresa. Por otro lado este es el modo en que la palabra accede al ser, por que la palabra deja de ser un discurso. Ya que en esa intimidad consigo mismo, el objeto del pensamiento ya no es un objeto sino el sujeto mismo. El sujeto pensante se vuelve el objeto directo del pensamiento, la mediación se convierte en el lugar de lo inmediato, de un inmediato consciente y reflexionado.

La consulta filosofica – Principos y dificultades

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1- LOS PRINCIPIOS

Naturalismo filosófico

Desde hace ya algunos años, parece que sopla un viento fresco sobre la filosofía. Su objetivo, aunque se presenta bajo diversas formas, consiste en que la filosofía salga de su marco puramente universitario y escolar, donde la perspectiva histórica sigue siendo el enfoque principal. Esta tendencia ha sido recibida y apreciada de formas diferentes: para unos, encarna una oxigenación necesaria, mientras que para otros, no es más que una vulgar y banal traición, digna de una época mediocre. Entre algunas de estas “novedades” filosóficas ha surgido la idea de que la filosofía no se limita exclusivamente a la erudición y al discurso, sino que constituye también una práctica. En realidad, esta perspectiva no es realmente nueva, en la medida en que ésta representa un retorno a las preocupaciones originales, a esa búsqueda de sabiduría que engloba la misma noción de filosofía; dimensión que ha permanecido relativamente oculta durante muchos siglos por la faceta más “académica” de la filosofía.

Sin embargo, y a pesar de este revival, los profundos cambios culturales, psicológicos y sociológicos que separan nuestra época de, por ejemplo, la Grecia clásica, alteran radicalmente los datos del problema. La filosofía perenne se ve así obligada a rendir cuentas a la historia, y su inmortalidad difícilmente puede sustraerse de la finitud de las sociedades que formulan sus problemáticas. Igualmente, la práctica filosófica -como las doctrinas filosóficas- debe elaborar las articulaciones que correspondan a su tiempo y a su época en función de las circunstancias que generen esta matriz momentánea, incluso si después de todo no parece apenas posible evitar, salirse de, o superar, el limitado número de “grandes problemas” que, desde el principio de los tiempos, constituyen la matriz de toda reflexión de tipo filosófico, independientemente de la forma exterior que adopten estas articulaciones.

El naturalismo filosófico que nosotros evocamos aquí se encuentra en el mismo centro del debate, en cuanto que critica la especificidad de la filosofía en su ámbito histórico y geográfico. Este naturalismo filosófico presupone que el surgimiento de la filosofía no constituye un acontecimiento particular, puesto que su sustancia viva se esconde en el interior del corazón del hombre y de su espíritu, incluso si, a semejanza de toda ciencia o conocimiento, ciertos momentos y ciertos lugares parecen más determinantes, más explícitos, más favorables o más cruciales que otros. Como seres humanos, compartimos un mundo común (a pesar de la infinidad de las representaciones que cada uno de nosotros experimentamos) y una misma condición -o naturaleza- (a pesar del relativismo cultural e individual que nos rodea), por lo que deberíamos ser capaces de encontrar, al menos de manera embrionaria, un número determinado de arquetipos intelectuales que constituyesen el armazón de la historia del pensamiento. Si después de todo, la fuerza de una idea descansa sobre su operatividad y su universalidad, cada una de esas “ideas fuerza” debería poder encontrarse en cada uno de nosotros. ¿Acaso no es ésa la idea misma de la reminiscencia platónica, aunque formulada en otros términos y desde otra perspectiva? La práctica filosófica se convierte entonces en una actividad que permite descubrir el “mundo de las ideas” que habitamos, de la misma forma en que la práctica artística nos descubre el “mundo de las formas” que habitamos, en función de nuestras posibilidades, sin necesidad de que tengamos que ser un Kant o un Rembrandt.
La doble exigencia

Con el fin de comprender mejor el proceso que aquí nos ocupa, debemos distinguir dos prejuicios muy frecuentes. El primero consiste en creer que la filosofía, y por lo tanto la discusión filosófica, está reservada a una elite; y lo mismo sucedería con la orientación filosófica. El segundo prejuicio, a diferencia del primero -y su perfecto complemento natural-, consiste en pensar que la filosofía no está reservada a una elite de sabios, de lo que deducimos una conclusión previsible: la consulta filosófica no puede ser filosófica, puesto que está abierta a todo el mundo. Estos dos prejuicios expresan una sola fractura: lo que debemos hacer es intentar demostrar simultáneamente que (1) la práctica filosófica está abierta a todo el mundo y que, al mismo tiempo, (2) conlleva una cierta exigencia que la distingue de la simple discusión. Asimismo, será necesario que diferenciemos nuestra actividad de la práctica psicológica o psiquiátrica con la que, seguramente, serán confundidas.
Los primeros pasos

“¿Por qué estás aquí?”. Esta pregunta inicial se nos impone como la primera, la más natural, aquélla que permanentemente debemos plantearle a cualquier persona. Es una verdadera lástima que todo profesor encargado de impartir un curso de introducción a la filosofía no comience con este tipo de preguntas aparentemente inocentes. A través de este simple ejercicio, el alumno, habituado con los años a la rutina escolar, comprenderá de inmediato la peculiaridad de esa extraña disciplina que incluso cuestiona sus evidencias más escandalosas. La dificultad real de responder a este tipo de preguntas y el largo abanico de posibles respuestas harán estallar rápidamente la insignificante apariencia de la pregunta. De lo que se trata, pues, es de no contentarse con uno de esos esbozos de respuesta que suelen brotar de nuestros labios en un primer momento con el propósito de evitar cualquier tipo de pensamiento riguroso.

Durante la consulta filosófica, un gran número de “primeras respuestas” suelen ser del tipo de: “porque yo no conozco qué es eso de la filosofía”, “porque me interesa la filosofía y me gustaría saber más de ella”, o incluso “porque me gustaría saber qué es lo que dice la filosofía -o el filósofo- a propósito de…”. El proceso de interrogación debe comenzar cuanto antes para revelar los pre-supuestos no admitidos en esos esbozos de respuesta, o incluso en estas no-respuestas. Este proceso provocará la aparición de determinadas ideas del sujeto (es decir, la persona comprometida en la orientación) a propósito de la filosofía o de otro tema que se aborde, en las que será necesario que éste adopte una determinada postura. No es necesario que conozcamos “el fondo” de su pensamiento, contrariamente al psicoanálisis, puesto que de lo que aquí se trata es de decantarse por una hipótesis de trabajo.

Esta última distinción es importante, por dos razones que forman la base de nuestro trabajo. (1) La primera razón se encuentra en que la verdad no se manifiesta necesariamente bajo la apariencia de la sinceridad o de una “autenticidad” subjetiva, y hasta puede que incluso se le oponga radicalmente; oposición similar al principio según el cuál los deseos se oponen frecuentemente a la razón. Desde este punto de vista, poco importa que el sujeto se adhiera a la idea que está expresando. “No estoy seguro de esto que digo (o de esto que acabo de decir)”, se escucha con frecuencia. Pero, ¿de qué querría uno estar seguro? ¿No es acaso esta incertidumbre precisamente aquello que nos permitirá poner a prueba nuestras ideas, mientras que la certeza impediría desencadenar el proceso posterior? (2) La segunda razón, próxima a la primera, descansa en el hecho de que debe producirse una cierta distanciación (distanciation), necesaria para desarrollar un trabajo reflexivo y sólido, como condición indispensable para conseguir la conceptualización que nosotros deseamos inducir. Dos condiciones que en ningún caso deben impedir que el sujeto se enfrente con sus propias ideas; al contrario, deberían posibilitar que éste sea capaz de hacerlo aún más libremente. El científico discutirá más fácilmente aquellas ideas sobre las que su “yo” no esté inextricablemente comprometido, sin que esto impida, por el contrario, que una idea le guste o la admita más que otras.

Una vez que la hipótesis se haya expresado y desarrollado en cierta medida (directamente o gracias a las preguntas), el orientador filosófico filosófico propondrá una reformulación de aquello que ha escuchado. Generalmente, el sujeto expresará un cierto rechazo inicial -o una tibia acogida- de la reformulación propuesta: “Eso no es lo que yo he dicho. Eso no es lo que yo quería decir”. Se le propondrá, entonces, (1) analizar aquello que no le gusta de la reformulación que ha escuchado o (2) rectificar su propio discurso. Sin embargo, el sujeto deberá antes precisar si la reformulación (a) ha traicionado su discurso cambiando la naturaleza de su contenido (cosa que puede ser posible, puesto que el orientador filosófico no es perfecto), o si (b) ésta le ha traicionado, al revelar claramente aquello que el sujeto no deseaba ver ni admitir de sus propias palabras. Se percibe aquí el enorme problema filosófico que plantea el diálogo con “el otro”: en la medida en que se acepta el difícil ejercicio de “medir” y “pesar” las palabras, el que escucha se convierte en un espejo despiadado que nos devuelve nuestro reflejo con dureza. La presencia del otro es siempre un riesgo, del que nosotros ignoramos frecuentemente su alcance.

Cuando lo que inicialmente ha sido expresado no es susceptible de reformulación, por confusión o por falta de claridad, el orientador filosófico filosófico deberá pedirle al sujeto que repita aquello que ha dicho, o que lo exprese de otra forma. Si la explicación ofrecida a continuación es demasiado larga o se convierte en un pretexto para desahogarse en exceso (construyendo un discurso de tipo asociativo e incontrolado), el orientador filosófico interrumpirá al sujeto con frases de este tipo: “No estoy seguro de comprender adónde quiere usted ir. No entiendo exactamente el sentido de sus palabras”. Podrá entonces proponer el siguiente ejercicio: “Dígame en una sola frase aquello que le parezca esencial de lo que acaba de referirme. Si usted no tuviese más que una única frase con la que poder expresarse sobre este asunto, ¿Cuál sería?”. El sujeto expresará su dificultad con este ejercicio de “brevilocuencia”, puesto que acaba de manifestar su imposibilidad de formular un discurso claro y conciso. Es gracias a la constatación de esta dificultad cuando verdaderamente se inicia la adquisición de la conciencia vinculada al filosofar.

Anagogía y discriminación

Una vez clarificada la hipótesis de partida, en relación a la naturaleza del filosofar que lleva al sujeto a la consulta, o sobre otro tema que le preocupe, se trata ahora de iniciar el “proceso anagógico” descrito en las obras de Platón. Los elementos esenciales están compuestos por eso que nosotros denominaremos, por un lado, “el origen”, y por otro, “la discriminación”. Comenzaremos por pedirle al sujeto que nos proporcione alguna razón de su hipótesis, que nos justifique su elección. Ya sea a través de (1) la petición por el origen: “¿Por qué se ha decantado por esta formulación?” ,“¿Cuál es el interés de esta idea?”. O a través de (2) la discriminación: “¿Cuál es el más importante de todos los elementos expresados?” “¿Cuál es la palabra clave de su frase?”. En esta parte de la consulta se podrá combinar por turnos cada uno de estos instrumentos. El sujeto intentará con frecuencia escabullirse de esta etapa de la discusión, refugiándose en el relativismo de la circunstancia o en la multiplicidad indiferenciada. “Depende… […] Hay muchas razones […] Todas las palabras o las ideas son importantes”, nos replicará. El hecho de elegir, de obligar a “vectorizar” el pensamiento, a decantarse por una de las opciones, nos permite fundamentalmente identificar cuáles son las fijaciones, los “anclajes” (ancrages), las constantes y los pre-supuestos que se repiten, para posteriormente ponerlos a prueba y cuestionarlos. Porque después de bastantes etapas de “proceso anagógico” (origen y discriminación), aparece una especie de trama que pone al descubierto los fundamentos y las articulaciones centrales de un determinada forma de pensar. Al mismo tiempo, a través de la jerarquización asumida por el sujeto, se produce una dramatización de los términos y de los conceptos que conseguirá que se separen las palabras de su totalidad indiferenciada, de ese “efecto masa” que difumina las singularidades. Al separar las ideas unas de las otras, el sujeto será más consciente de cuáles son los “operadores conceptuales” con los que discrimina la realidad.

El orientador filosófico adquiere, pues, en esta fase un papel esencial, que consiste principalmente en subrayar aquello que ha sido dicho, para que las elecciones realizadas y sus implicaciones no pasen desapercibidas. Podrá incluso insistir, pidiéndole al sujeto que asuma las elecciones que acaba de expresar. Sin embargo, deberá evitar hacer cualquier comentario y evitará plantear ciertas preguntas complementarias si entrevé algún tipo de problema o de inconsecuencias en el discurso que acaba de ser articulado. Lo importante de esta parte del ejercicio consiste en conducir al sujeto para que evalúe libremente las implicaciones de sus posturas, para que entrevea aquello que su pensamiento oculta de sí mismo. Este proceso lentamente le irá dinamitando la ilusión que poseen los sentimientos de evidencia y de neutralidad, propedéutica necesaria para la elaboración de una perspectiva crítica, aquella de la opinión en general, y en particular, de la suya propia.

Pensar lo impensable

Una vez identificado un anclaje (ancrage) particular, es el momento indicado de defender la postura contraria. Se trata del ejercicio que nosotros denominamos como “pensar lo impensable”. Sea cuál sea el anclaje o la temática particular que el sujeto haya identificado como central en su reflexión, nosotros le pediremos que formule y desarrolle la hipótesis contraria: “¿Cuál sería la hipótesis crítica que usted formularía en contra de su hipótesis inicial? ¿Cuál es la objeción más consistente que usted conoce o que puede imaginar en relación a la tesis que tanto aprecia? ¿Cuáles son los límites de su idea?”. El amor, la libertad, la felicidad, el cuerpo o cualquier otro tema constituyen el fundamento o la referencia privilegiada…En la mayor parte de los casos, el sujeto se sentirá incapaz de efectuar un giro intelectual de este tipo. Pensar una “imposibilidad” de tal calibre le parecerá como precipitarse en el abismo. Algunas veces oiremos el grito desesperado de protesta: “¡No quiero!”.

Este momento de crispación sirve sobre todo para que el sujeto sea consciente de su condicionamiento psicológico y conceptual. Al invitarle a “pensar lo impensable”, se le está invitando a analizar, a comparar y sobre todo a deliberar, en lugar de dar por supuesta e irrefutable esta o aquella hipótesis de su funcionamiento intelectual y existencial. El sujeto toma conciencia entonces de las rigideces que conforman su pensamiento sin que él mismo se de cuenta. “¡Pero, entonces, ya no podré creer en nada!”, exclamará compungido. Sí, pero sólo mientras dure el ejercicio, es decir durante una hora aproximadamente, se preguntará si la hipótesis contraria, si esta “creencia” contraria, tiene alguna posibilidad de ser cierta. Ahora bien, una vez que el sujeto admite esta hipótesis contraria, se da cuenta, sorprendentemente, de que tiene mucho más sentido del que en un principio pensaba y de que, en cualquier caso, la nueva hipótesis aclara de manera interesante su hipótesis de partida, consiguiendo de esta forma ser más consciente de su naturaleza y de sus límites. Esta experiencia permitirá que el sujeto pueda contemplar -y casi tocar con los dedos- la dimensión liberadora del pensamiento, en la medida en la que le permite (1) cuestionar las ideas a las que se “aferra” inconscientemente, (2) distanciarse de uno mismo, (3) analizar los esquemas de pensamiento -en cuanto a la forma y al fondo- y (4) conceptualizar sus propios problemas (enjeux) existenciales.

Subir al primer piso

A modo de conclusión, se le pedirá al sujeto que recapitule los pasajes más importantes de la discusión, con el propósito de contemplarlos nuevamente y de resumir los momentos más intensos y significativos. Esto se conseguirá bajo la forma de un repaso al conjunto del ejercicio. “¿Qué ha sucedido aquí?”. Esta última parte de la entrevista se denomina también “subir al primer piso”: análisis conceptual en oposición al experimentado en “la planta baja”. Desde esta perspectiva elevada, el desafío consiste en que el sujeto se contemple a sí mismo actuando, en que analice el desarrollo del ejercicio, en que evalúe las situaciones, en que salga del alboroto de la acción y del hilo de la narración para captar los elementos esenciales de la consulta filosófica y los puntos de inflexión del diálogo. El sujeto se implica así en un metadiscurso a propósito de las vacilaciones y tanteos de su propio pensamiento. Este momento es crucial, porque es el lugar de la concienciación del doble funcionamiento (dentro/fuera) de la mente humana, intrínsecamente unido a la práctica filosófica. Se permite así el surgimiento de esta perspectiva hacia el infinito que posibilitará que el sujeto acceda a una visión dialéctica de su propio ser y alcance la autonomía de su pensamiento.

¿Es esto verdaderamente filosófico?

¿Qué buscamos conseguir con estos ejercicios? ¿En qué sentido son filosóficos? ¿Cómo se distingue una consulta filosófica de la consulta psicoanalítica? Tal como ha sido indicado con anterioridad, existen tres criterios específicos que particularizan este tipo de práctica filosófica: identificación, crítica y conceptualización. (Mencionaremos también otro criterio importante: la distanciación, que sin embargo nosotros no consideramos como un cuarto elemento, porque está ya implícitamente contenido en los otros tres). En cierta medida, esta triple exigencia resume con bastante exactitud los mismos requisitos que se le exigen a una disertación escolar. En una disertación, a partir de un tema previamente dado, el alumno debe expresar algunas ideas, ponerlas a prueba y formular alguna problemática general, con o sin la ayuda de los autores consagrados. La única diferencia importante recae sobre la elección del asunto a tratar: aquí, el sujeto es su propio objeto de estudio, lo que incrementa la dimensión existencial de la reflexión y convierte el tratamiento filosófico de este tema en algo aún más delicado.

La objeción sobre el aspecto “psicologizante” del ejercicio no puede descartarse con demasiada rapidez. Por un lado, porque la tendencia del sujeto a desahogarse sin ninguna moderación sobre sus experiencias y sentimientos -frente a un interlocutor único que se consagra a escucharle- es muy grande, sobre todo si aquel ya ha tomado parte en consultas de tipo psicológico. El sujeto se sentirá, por otra parte, frustrado al verse (1) interrumpido continuamente, (2) al tener que emitir juicios críticos sobre sus propias ideas, (3) al tener que discriminar entre sus diversas proposiciones, etcétera. Demasiadas obligaciones que forman parte, sin embargo, del juego, de sus exigencias filosóficas. Por otro lado, porque por diversas razones, la filosofía tiende a ignorar la subjetividad individual para consagrarse fundamentalmente en el universal abstracto, en las nociones desencarnadas. Una suerte de pudor extremo, y hasta de puritanismo, lleva al profesional de la filosofía a temer la opinión hasta el punto de quererla ignorar, en lugar de considerarla como el punto de partida de todo filosofar; ya sea esta opinión la del común de los mortales o la del especialista, que también suele ser una víctima de su “enfermiza” y funesta opinión.

De este modo, nuestro ejercicio consiste en primer lugar en que el sujeto identifique, a través de sus opiniones, los presupuestos inconfesables con los que suele funcionar, lo que permite definir claramente los puntos de partida. En segundo lugar, sirve para tener en cuenta la hipótesis contraria a estos presupuestos, con el fin de transformarlos de indiscutibles postulados en simples hipótesis. En tercer lugar, el sujeto deberá articular las problemáticas así generadas a través de conceptos identificados y formulados. En esta última etapa -o incluso antes si la utilidad así lo demanda- , el orientador filosófico podrá utilizar las problemáticas “clásicas”, propias de un autor determinado, con el fin de valorar o identificar mejor este o aquel aspecto que surjan en el transcurso de la consulta.

Es bastante dudoso, pues, que un único individuo pueda reproducir en sí mismo toda la historia de la filosofía, y mucho menos la de las matemáticas o la de la lengua. Además, ¿por qué debería hacer caso omiso del pasado? No somos más que enanos a hombros de gigantes. ¿Deberíamos por ello negarnos a practicar ningún deporte, y contentarnos simplemente con contemplar con gran admiración las proezas de los atletas, alegando que nosotros somos más bien lentos, torpes o incluso discapacitados? ¿Deberíamos contentarnos entonces con ir al Museo del Prado y renunciar a pintar, con el torpe pretexto de que nuestras manos no tienen la agilidad de los que sí están inspirados? ¿Sería esto una falta de respeto a los “grandes” o más bien un deseo de emulación? ¿No sería más bien como honrarles, tanto o más como cuando se les admira y se les cita? A fin de cuentas, ¿no nos exhortaron la mayoría de ellos a que pensásemos por nosotros mismos?

 

2 – Las dificuldades

 

Las frustraciones

Más allá del interés específico para el ejercicio filosófico, el sentimiento negativo predominante y que con mayor frecuencia manifiesta el sujeto, tanto durante las consultas filosóficas como en el transcurso de los talleres filosóficos, es el sentimiento de frustración.
En primer lugar, la frustración de la interrupción: el diálogo filosófico no es el lugar apropiado para el desahogo íntimo o para la charla informal, así que cuando el sujeto se extienda con un discurso excesivamente largo e incomprensible, o incluso si su discurso ignora al interlocutor, deberá ser interrumpido. Es decir, todo discurso que no sirva directamente para el diálogo es inútil y no tiene lugar en el contexto del ejercicio.
En segundo lugar, la frustración ligada a la severidad (âpreté): se trata más que nada de analizar las palabras, y todo aquello que nosotros digamos podrá ser utilizado en “contra nuestra”.
En tercer lugar, la frustración de la lentitud: No hay que provocar el atropello de palabras ni su acumulación per se, no hay que temer los silencios prolongados ni hay por qué detenerse excesivamente en un punto determinado con el fin de captar plenamente su sentido.
En cuarto lugar, la frustración de la traición, en un doble sentido: (a) traición de nuestras propias palabras, que revelan aquello que no quisiéramos decir ni saber, y (b) traición de nuestras propias palabras, por no expresar aquello que nosotros queremos decir.
En quinto lugar, la frustración de nuestro ser: por no ser aquello que nosotros queremos ser, por no ser lo que nosotros creemos ser, por vernos desposeídos de las verdades ilusorias que mantenemos, conscientemente o no, incluso desde hace mucho tiempo, sobre nosotros mismos, nuestra existencia y nuestro intelecto.

Esta frustración múltiple, sentida a veces como una pesada carga, no es siempre expresada claramente por el sujeto. Si éste es de temperamento emotivo, o bastante susceptible, o poco inclinado al análisis, no dudara en apelar a la censura y a la opresión. “Usted me impide hablar”, exclamará indignado, a pesar de los largos silencios que periódicamente salpican su discurso y a pesar de que, a veces, le resulta muy difícil encontrarse a sí mismo sin ayuda externa. O incluso replicará: “Usted quiere hacerme decir aquello que usted quiere”, a pesar el sujeto puede responder lo que desee a las preguntas que se le vayan formulando, con el único riesgo, eso sí, de desencadenar nuevas preguntas. Inicialmente, la frustración se expresa la mayoría de las veces como un reproche, sin embargo al verbalizarse, se convierte ella misma en objeto, permitiendo al sujeto que la expresa convertirla en objeto de su reflexión. A partir de esta constatación, es capaz de reflexionar, de analizarse a través de esta prueba, de comprender mejor su funcionamiento intelectual, y poder, por lo tanto, intervenir sobre sí mismo, tanto sobre su ser como sobre su pensamiento. El paso por estos momentos de fuerte contenido psicológico es difícilmente evitable, pero deberá realizarse sin detenerse excesivamente en él, puesto que de lo que aquí se trata es de pasar rápidamente a la etapa filosófica posterior mediante el uso de la perspectiva crítica, con el fin de definir una problemática concreta y sus elementos clave.

Nuestra hipótesis de trabajo consiste precisamente en identificar ciertos elementos que conforman la subjetividad, aquellos fragmentos que denominaremos como opiniones -opiniones intelectuales y opiniones emocionales- con el fin de defender la postura contraria que mantenía previamente por el sujeto, para que de este modo pueda experimentar el “pensamiento inverso”. Sin este proceso, ¿Cómo sería posible salir voluntaria y conscientemente del condicionamiento y de la predeterminación? ¿Cómo salir del campo de “lo patológico” y de la expresión espontánea de los sentimientos? Nos puede suceder que el sujeto no tenga la capacidad suficiente de llevar a cabo por sí mismo este trabajo, o incluso ni siquiera la posibilidad de considerarlo, por falta de distanciamiento, por falta de autonomía, por inseguridad o a causa de cualquier tipo de angustia, en cuyo caso nosotros no podremos trabajar con él. Así como la práctica de un deporte exige unas disposiciones físicas mínimas, la práctica de la filosofía, con sus dificultades y sus exigencias, necesita de unas disposiciones psicológicas mínimas, sin las cuales no se puede trabajar.

El ejercicio debe practicarse con un mínimo de serenidad. Para ello deberán promoverse las condiciones previas necesarias para que ésta se produzca, puesto que una fragilidad o susceptibilidad excesiva impediría el adecuado desarrollo del proceso. Debido a la manera en que se define nuestro trabajo, las carencias que el sujeto presenta, cómo no han sido causadas por nosotros, no son algo sobre lo que nosotros tengamos ninguna competencia, por lo que no podremos tratarlas. Si nos limitamos estrictamente a nuestra función filosófica, no podremos ir a las raíces del problema: lo único que podremos hacer será reconocer la situación y deducir las consecuencias pertinentes. Si no nos parece que el sujeto vaya a poder realizar el trabajo, aunque él sienta, por el contrario, la necesidad de reflexionar sobre sí mismo, le sugeriremos que en su lugar se dirija hacia otras consultas de tipo psicológico, o hacia otro tipo de prácticas filosóficas. Para concluir con este asunto, con respecto a lo aquí nos concierne, mientras el sujeto permanezca “limitado”, no existe ninguna razón para evitar la sesión psicológica, pues la subjetividad no tiene por qué representar el papel de un espantapájaros, ni siquiera si una cierta concepción filosófica, de tipo académico, considera esta realidad individual como un obstáculo para la filosofía “pura”. La filosofía más formal y pusilánime -fundamentalmente orientada hacia los libros- teme que al acercarse a esta subjetividad, pueda perderse la distancia que toda actividad filosófica necesariamente requiere.

La palabra como pretexto

Uno de los aspectos de nuestra práctica que plantea más problemas al sujeto es la peculiar relación con su propio discurso que nosotros intentamos conseguir.

En efecto, por una parte, (1) le pedimos que sacralice la palabra, puesto que nos permitimos el lujo de prestar atención, conjuntamente, al menor término utilizado, y de profundizar, los dos juntos, en el interior de las expresiones utilizadas y de los argumentos esgrimidos, hasta el punto de dejarlos a veces irreconocibles incluso para su propio autor. El sujeto considerará un escándalo ver cómo su palabra ha sido manipulada de esta forma.
Por otra parte, (2) le pedimos que desacralice su discurso, ya que el conjunto de este ejercicio no se compone más que de palabras y poco importa la sinceridad o la verdad de lo que el sujeto vaya diciendo: se trata simplemente de jugar con las ideas, sin que sea necesario, sin embargo, que el sujeto se adhiera a lo que haya dicho. Solamente nos interesa la coherencia, los ecos que las palabras producen entre ellas, la silueta mental que lenta y imperceptiblemente se desprende de lo que dice. Le pedimos al sujeto dos cosas: (1) que juegue a un juego, lo que implica una distanciación con relación a aquello que se concibe como “lo real”, y al mismo tiempo, (2) que juegue con las palabras de la forma más seria y rigurosa que pueda, con la mayor aplicación, exigiéndole un esfuerzo mayor que el que generalmente utiliza cuando construye su discurso y lo analiza.

La verdad aparece aquí disfrazada, puesto que no hablamos de intenciones, ni de sinceridad o de autenticidad, sino de exigencia. Esta exigencia que obliga al sujeto a elegir, a asumir las contradicciones que van surgiendo a medida que trabaja el torrente confuso de sus palabras, con el peligro de que se produzcan cambios bruscos de sentido, con el riesgo de que rechace ver la verdad y obrar en consecuencia, con el peligro de quedarse mudo ante las múltiples grietas que anuncian los más grandes abismos, las fracturas del yo, la perplejidad del descubrimiento de nuestro auténtico ser. Ninguna otra cualidad es tan necesaria en el orientador filosófico -e incluso poco a poco en el sujeto- que ésta, propias más bien de un policía o de un detective; y como ellos, deberá acechar sobre el sujeto para buscar el más mínimo fallo en su discurso o en su comportamiento, inquiriéndole para que rinda cuentas de cada acto, de cada lugar y de cada instante.

En efecto, podemos frustrarnos ante la extraña transformación que va adquiriendo la discusión, pero esto es una consecuencia del poder innegable que el orientador filosófico posee y que debe asumir, prerrogativa que incluye también la ausencia indiscutible de neutralidad, a pesar de los esfuerzos que despliegue en ese sentido. Por supuesto, el sujeto puede también “extraviarse” en el análisis de las ideas que adelanta, influenciadas por las preguntas a las que se ve sometido, movido ciegamente por las convicciones que él desea defender, guiado por las opciones por las que se va decantando y sobre las que es muy probable que sea incapaz de reflexionar. Se producirán interpretaciones erróneas de todo tipo. Poco importan estos errores, ya sean éstos reales, aparentes o fingidos. Lo que verdaderamente cuenta para el sujeto es permanecer alerta, analizar y observar, y tomar conciencia de lo que está sucediendo; de su modo de reaccionar, del tratamiento de su problema, de su manera de actuar, de las ideas que vayan surgiendo, de la relación consigo mismo y con el ejercicio, etc. Todo esto no es más que un pretexto para el análisis y la conceptualización. O dicho de otra forma, aquí no tiene sentido equivocarse. Se trata fundamentalmente de jugar el juego: sólo cuenta ver y no ver, la consciencia y la inconsciencia. No existen las respuestas correctas ni las incorrectas, puesto que lo que se trata es de contemplar las respuestas, y si existe algún tipo de engaño, será únicamente en el sentido de la falta de fidelidad a la palabra dada, no en el sentido de una verdad distante que habita el cielo estrellado o en los subsuelos del inconsciente. Sin embargo, esta fidelidad es sin duda alguna una verdad más terrible e implacable que la otra, pues no permite ningún tipo de desobediencia, por mucha legitimidad que ésta posea. Lo único que cabe es la obcecación.

Dolor y anestesia epidural

El sujeto es consciente rápidamente de lo que está en juego en este ejercicio. Algo parecido al pánico puede extenderse con cierta prontitud. Por esta razón, es importante que establezcamos diversos tipos de “anestesia epidural” para conseguir un “parto” menos doloroso.

En primer lugar, lo más importante, lo más difícil de conseguir y lo más indispensable es que orientador posea un tacto exquisito: debe determinar cuándo es apropiado utilizar el proceso de interrogación y cuándo es hora de utilizar otro tipo de estrategias en lugar de las preguntas inquisitivas, proponiendo o diciendo alguna otra cosa, cuándo es hora de cambiar el tono áspero por uno más benévolo. Esta valoración no es fácil de realizar, puesto que nos dejamos llevar muy fácilmente por el “calor del momento”, por nuestros propios deseos e inclinaciones personales, esos que buscan llegar hasta el final, que desean llegar cuanto antes a un lugar determinado, o esos deseos asociados también con la fatiga y con la desesperación.

En segundo lugar, el uso del humor y de la risa, vinculados a la dimensión lúdica del ejercicio, producen una sensación similar a la de “soltar lastre”, en la que el individuo se libera de sí mismo, propiciándose la posibilidad de que pueda salir de su “drama existencial” y de que pueda observar sin dolor lo irrisorio de ciertas posiciones en las que se “queda enganchado” de forma ridícula y en las que, a veces, incluso entra en contradicción consigo mismo.

En tercer lugar, el uso del desdoblamiento, que permite al sujeto salir de sí mismo y considerarse como una tercera persona. Cuando el análisis de su propio discurso atraviesa un momento delicado, o cuando se tropieza con un asunto excesivamente difícil de asumir, es muy útil e interesante trasladar el caso que se está estudiando a una tercera persona, invitando al sujeto a visualizar una película, imaginar una ficción, o escuchar una historia con forma de fábula. “Supongamos que usted leyese una historia o escuchara que…”, “supongamos que se encuentra con alguien, y que todo lo que sabe es que…”. Este simple artificio de la narración permite que el sujeto olvide, o al menos relativice, sus intenciones, sus deseos, su voluntad, sus ilusiones y desengaños, debido al hecho de implicar solamente la palabra tal como surge durante la discusión, y permitiendo que el propio discurso efectúe sus propias revelaciones, sin que su sentido se difumine permanentemente por graves sospechas o acusaciones manifiestas de insuficiencia o de traición.

En cuarto lugar, el uso de la conceptualización y de la abstracción. Cuando universalizamos aquello que tiende a ser percibido exclusivamente como un dilema o un problema personal, cuando lo problematizamos y dialectizamos, el dolor se atenúa, a medida que la actividad intelectual se pone en marcha. La actividad filosófica es por sí misma una especie de sofrología, una “consolación”, y así es como fue considerada por los autores clásicos como Boecio, Séneca, Epicuro, o más recientemente Montaigne; como una especie de bálsamo que nos permite contemplar mejor el sufrimiento intrínsecamente asociado a la existencia humana.

Otros ejercicios adicionales

Algunos ejercicios suplementarios se muestran también muy útiles durante el proceso de reflexión. Por ejemplo, aquel que yo he bautizado como el ejercicio de la relación, que permite que el discurso salga de ese “estado de conciencia” que funciona puramente por asociaciones libres, abandonando a la oscuridad del inconsciente las articulaciones y junturas del pensamiento. La relación es un concepto fundamental que afecta profundamente a nuestro ser, pues relaciona sus diferentes facetas y sus diferentes registros. “Relación sustancial”, afirma Leibniz. “¿Cuál es la relación entre lo que usted dice ahora y lo que dijo entonces?”. Dejadas a un lado las contradicciones que suelen manifestarse con motivo de este proceso de interrogación, aparecen también las rupturas y los saltos que señalan los nudos y los puntos ciegos en los que la articulación consciente del discurso permite trabajar mejor y más detenidamente con la mente del sujeto. Este ejercicio es una de las formas del “proceso anagógico” que permite regresar a la unidad primordial, describir los anclajes del sujeto, clarificar los puntos clave de su pensamiento, incluso si posteriormente con ello se está invitando a criticar esta unidad, incluso si uno desea modificar este anclaje, lo que implicaría entonces una deliberación real.

Otro ejercicio que puede utilizarse es el que he denominado como discurso verdadero. Se pone en práctica cuando se descubre una contradicción en el discurso del sujeto, en la medida en que el sujeto acepta el calificativo de contradictorio como un atributo propio de su pensamiento, cosa que no siempre sucede, pues algunos sujetos rechazan esta consideración y niegan por principio la mera posibilidad de contradecirse. Cuando preguntamos al sujeto cuál de los dos es “su discurso verdadero” -incluso si los dos momentos en los que se pronuncia poseen la misma sinceridad, tanto el uno como el otro-, le estamos pidiendo que justifique dos posiciones diferentes, -siendo las dos suyas- que evalúe su valor respectivo, que compare sus méritos relativos y que delibere, con el propósito de que finalmente se decida en favor de una de las dos perspectivas, decisión que le conducirá a una mayor conciencia de su propio funcionamiento mental. No es absolutamente indispensable que el sujeto se decida, pero es aconsejable que se le anime a decantarse, puesto que es muy raro o casi imposible encontrar una auténtica ausencia de preferencia entre dos visiones distintas, con las consecuencias epistemológicas que de ello se derivan. Las nociones de “complementariedad” o de “simple diferencia” a las que frecuentemente hace referencia el lenguaje coloquial, aunque muestren una parte de verdad, son utilizadas generalmente para difuminar los verdaderos problemas de naturaleza conflictiva -y bastante trágicos- de todo pensamiento singular. El sujeto podrá también explicar por qué ese fragmento de su discurso no es “el verdadero”. A menudo, lo hará a través de las expectativas morales o intelectuales que cree percibir en la sociedad, o incluso a través de un deseo personal que etiqueta como ilegítimo; discurso en este sentido muy revelador de una determinada percepción del mundo y de una específica relación con la autoridad o la razón.

Otro ejercicio muy útil es el que denomino ejercicio del orden. Consiste en que cuando se solicita al sujeto que nos dé algunas razones, explicaciones o ejemplos a propósito de tal o cual afirmación, se le pedirá que asuma el orden en el que han sido enumeradas. Sobre todo con respecto al primer elemento de la lista, que será puesto en relación con el elemento posterior. Al utilizar la idea de que el primer elemento es el más evidente, el más claro, el más firme y, por lo tanto, el más importante según su propio discurso, se le está pidiendo que asuma esa elección, generalmente efectuada de modo inconsciente. Con frecuencia, el sujeto se rebelará frente a este ejercicio y rechazará asumir dicha elección, renegando, a pesar de sí mismo, de este “fruto de sus entrañas”. Cuando por fin acepte el juego y asuma este ejercicio, deberá dar cuenta -ya sea de manera explícita, implícita, o de ninguna manera- de los pre-supuestos contenidos en una u otra elección. En el peor de los casos, como en la mayor parte de los ejercicios de nuestra consulta filosófica, este ejercicio le permitirá irse acostumbrando a “decodificar” toda proposición formulada con el objetivo de comprender mejor su contenido epistemológico y entrever los distintos conceptos implicados en ella, incluso si estos no son compatibles con la idea expresada.

Universal y singular

¿Qué le pedimos en general al sujeto que desea profundizar sobre sí mismo, a aquella persona que quiere filosofar a partir y a propósito de su existencia y de su pensamiento? Debe aprender a leer, a leerse, es decir, aprender a contemplar con cierta distancia sus pensamientos y a distanciarse también de sí mismo como individuo. Desdoblamiento y alienación que necesitan de la pérdida de uno mismo a través de un proceso hacia el infinito, mediante un salto en la pura posibilidad. La dificultad de este ejercicio consiste en que se trata siempre de suprimir alguna cosa, de olvidar, de negar momentáneamente el cuerpo o la mente, la razón o la voluntad, el deseo o la moral, el orgullo o la placidez. Para poder llevarlo a cabo, es preciso que nuestro discurso superficial se calle, que silenciemos la charla circunstancial, el discurso banal, o aquel que meramente “salva las apariencias”. Una vez que la palabra asume “su carga”, sus implicaciones o su contenido, debe aprender a callarse. Un discurso que no esta dispuesto a asumir su “ser propio”, en sentido amplio del término, un discurso que no esté deseoso de ser consciente de sí mismo, no tiene derecho a salir a la luz, en este juego donde únicamente lo consciente tiene derecho de ciudadanía, teóricamente o al menos en intención. Evidentemente, ciertas personas no querrán jugar este juego tan doloroso , pues su discurso está demasiado lastrado.

Al obligar al sujeto a que seleccione su discurso, al utilizar el instrumento de la reformulación para mostrarle la imagen que él despliega, intentamos desencadenar un procedimiento en el que la palabra se constituye como la instancia más reveladora. En efecto, puede ser recomendable, y en algunos casos esta opción es verdaderamente útil, seguir las propuestas que ya han funcionado con anterioridad, por ejemplo, citando a autores consagrados, pero entonces será obligatorio asumir el texto como si fuese exclusivamente nuestro. Por otra parte, ¿acaso no pretendemos buscar en cada discurso singular, por muy torpemente formulado que éste haya sido, los grandes problemas filosóficos de siempre, que fueron formulados con anterioridad por ilustres predecesores? ¿Cómo conciliar en cada uno lo absoluto con lo relativo, el monismo y el dualismo, el cuerpo y el alma, lo analítico y lo poético, lo finito y lo infinito, etc? Corremos el riesgo de que se produzca un cierto sentimiento de traición, ya que difícilmente puede uno tolerar ver cómo es tratado de esa manera nuestro propio discurso, incluso por nosotros mismos. Un sentimiento de dolor y de desposesión, como el que puede experimentar aquella persona que observa cómo su cuerpo está siendo operado y no siente ningún dolor físico, debido a la anestesia. Algunas veces, cuando se le presente al sujeto las consecuencias de una pregunta, éste intentará por todos los medios dar una respuesta. Si el orientador filosófico persiste en su intento por conseguirla de forma indirecta, acabará por surgir sin ninguna duda una cierta respuesta, pero únicamente en el momento en el que la situación delicada haya desaparecido del horizonte, tanto, que el sujeto, tranquilizado por esta desaparición, no sabrá ya establecer la relación con el problema inicial. Si el orientador recapitula las etapas con el fin de restablecer el hilo de Ariadna de la discusión, el sujeto podrá entonces aceptar su contemplación o no, según los casos. Nos encontramos, pues, en un momento crucial, ya que este rechazo por descubrir la verdad puede no ser más que verbal, puesto que es imposible que el camino recorrido no haya dejado alguna huella en el sujeto. Mediante un mecanismo de defensa habitual, el sujeto intentará algunas veces impedir verbalmente toda posibilidad de que el trabajo sea realizado.

Aceptar la patología

Para concluir con este artículo sobre las dificultades de la orientación filosófica, diremos que la prueba principal reside en la aceptación de la idea de patología, en un sentido filosófico y no psicológico. En efecto, toda postura existencial singular, elección que se realiza más o menos conscientemente a lo largo de los años, no tiene en cuenta, por numerosas razones, un cierto número de lógicas y de ideas. Estas patologías no son infinitas en número, aunque sus determinaciones específicas varían enormemente. Pero para la persona que las sufre, es muy difícil concebir que aquellas ideas que dirigen su existencia se vean reducidas a simples consecuencias, casi previsibles, de una debilidad crónica de su capacidad de reflexión y de deliberación. Sin embargo, esa máxima de “pensar por sí mismo” que preconizan un buen número de filósofos, ¿acaso no se asemeja más a un arte que debe trabajarse y adquirirse que a un talento o capacidad innata que no necesita ser cultivado?

 

ÓSCAR BRENIFIER es doctor en filosofía, autor de numerosos artículos sobre diversas prácticas filosóficas, orientador filosófico filosófico, formador de “talleres de filosofía y filosofía para niños” por todo el mundo (Francia, Noruega, Persia, Rusia, Mali,…), director de la revista “Diotime-L´Àgora” sobre didáctica de la filosofía, escritor de libros de divulgación filosófica para niños (colección “PhiloZenfants”) y para jóvenes (colección “L´apprenti philosophe”), fundador de la revista filosófica para todos los públicos “Le Vilain Petit Canard”, animador de cafés filosóficos, … y padre de tres hijos preciosos.

Filosofar es dejar de vivir

Filosofar es dejar de vivir

judo fightAquellos que se dedican a la filosofía propiamente hablando están ni más ni menos que preparándose a sí mismos para el momento y el estado de la muerte. – Platón
El Tao te King es tan misterioso que en cuanto lo escuchas estás deseando morir. – Confucio
¿Cambiar de idea? ¡ biológicamente, no puedo hacerlo! – Carmen
Si filosofar es aprender a morir, aprender cómo morir, entonces no puede hacerse más que practicando el morir. Por ello mi propuesta es que la filosofía es realmente morir para adquirir una experiencia real de la muerte. En este texto intentaremos mostrar que filosofar es dejar de vivir, o en otras palabras, cómo la filosofía se opone a la vida.

Dos filosofías

La filosofía es la vida, es una expresión que escuchamos frecuentemente en labios de quienes practican y aman la filosofía. Pero nos parece que la verdad es exactamente lo contrario de esa afirmación. Aunque esto suele ocurrir con muchas expresiones comunes: son muy útiles para ponerlo todo patas arriba. Probablemente porque con ellas la persona que las utiliza esconde la realidad para sentirse mejor. Y si pensamos en ello esta puede ser una de las razones más frecuentes para hacer “filosofía”: el deseo de tener una conciencia tranquila, la esperanza de que nuestra mente se sienta cómoda y relajada.

Es una concepción común de la filosofía: la filosofía tranquiliza. Por ello me parece útil, tomar lo contrario de este principio para darle la vuelta y de esa forma examinar el efecto producido por dicha operación.

Y en este caso como en otros similares parece que funciona bastante bien, ya que por ejemplo la expresión “filosofar es dejar de vivir” es una expresión bastante acertada e interesante.
Probablemente, en efecto, hemos llegado a otro significado de filosofía opuesto al primero: la filosofía implica darle la vuelta a las ideas establecidas e inducir el desasosiego, corriendo el riesgo de sentirse mal, una especie de sufrimiento y muerte. Por supuesto que soy consciente de que he puesto sobre la mesa dos concepciones clásicamente muy distintas de filosofía: una puede ser llamada “vulgar” y la otra “elitista”. No estoy intentando establecer una jerarquía entre ellas. Ya que vulgar podría significar “muy conocida” y elitista podría ser interpretado como “abtrusa”. Pero subjetivamente, en defensa de esta filosofía “dura” déjenme decir que si la filosofía fuera la vida, llenaría estadios de fútbol, aprovisionaría los supermercados, la encontraríamos en las encuestas de opinión, aparecería en las horas de mayor audiencia televisiva, y probablemente los filósofos reconocidos como tales parecerían menos “grisáceos” y sus palabras llegarían a todo el mundo. Aunque algo de esto último podría estar pasando ya en los últimos aaños por diferentes razones.

Vamos a examinar diferentes maneras en las que la filosofía se opondría a la vida. Primero, considerando la afirmación clásica de que: “filosofar es aprender a morir.” Platón, Cicerón, Montaigne y muchos otros han afirmado, escrito y vuelto a escribir que la preparación para la muerte efectivamente constituiría el corazón de la actividad filosófica, la experiencia filosófica por excelencia. Por supuesto podemos traer aquí a colación la opinión contraria de algunos filósofos como Espinosa con su concepto de “conatus”: todo viviente tiende a perseverar existiendo, o la famosa cita: “el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte”. O la de Nietzsche que apunta que la vida misma es el núcleo del pensar, cuando escribe que la gran razón es el cuerpo y la pequeaña razón la mente. O Sartre, que siguiendo los pasos de los epicúreos afirma que la muerte es exterior a la existencia, ya que es la ausencia o el cese de la vida. Pero dado que por principio, especialmente en este tipo de cuestiones, no hay una sola proposición que obtenga el consentimiento unánime de los filósofos, no nos vamos a preocupar del consenso, solamente examinaremos la viabilidad de nuestra proposición. Y de hecho, probablemente nos reconciliaremos con nuestros filósofos de “oposición” en el curso de nuestra peregrinación. También porque en estos diferentes filósofos el concepto de finitud es importante, y es precisamente a este trayecto al que queremos invitar al lector: examinando las apuestas del pensamiento, probando y viviendo la finitud desde el punto de vista existencial, epistemológico, psicológico…

El sabio no tiene deseos

Uno de los obstáculos más comunes para filosofar es el deseo, incluso si el deseo mismo se encuentra en el corazón de la dinámica filosófica. Para Platón la perversión de la filosofía se lleva a cabo en el proceso de inversión de lo erótico. Cuando el deseo abandona su objeto más legítimo para un filósofo, ya sea la verdad o la belleza, para buscar satisfacciones más inmediatas, como el logro del poder o la gloria, la acumulación de riqueza o de saber, la lujuria, etc… No es tanto que el filósofo abandone toda actividad intelectual, sino que dado que ese propósito vulgar no está al servicio de su vocación natural, su actividad se ve pervertida por consideraciones terrenas.

Y si este filósofo, que se ha convertido en sofista, obtiene el acuerdo de la mayoría o se hace famoso entre sus conciudadanos, es sólo porque el común de los mortales ignora cómo aparece el filósofo. El hombre corriente se deja impresionar por las apariencias, por el simulacro de pensamiento, se queda anonadado por aquellos que para Platón no son más que un bufón o un juglar.

La vida tiene mucho que ver con el deseo, ya que la vida está hecha de necesidades, de la búsqueda de cualquier objeto que satisfaga esas necesidades, de la angustia de no obtener el objeto que daría satisfacción a la necesidad, y del dolor que llega incluso cuando las necesidades se ven satisfechas, a través del miedo y la preocupación. Por ello da la impresión de que esta vida tiene una enorme capacidad de crear nuevas necesidades y por consiguiente nuevos dolores, particularmente para los seres humanos, que tienen un alcance mucho mayor que cualquier otra especie en su visión de la vida. El hombre puede incluso apuntar al infinito, una visión efectivamente excitante, pero también puede producir una lista interminable de deseos insatisfechos a veces sino a menudo simplemente por el hecho de que son imposibles. Mientras que la mayoría de las especies se contentan con las necesidades particulares de su propia especie –la gallina no pretende bucear ni elefante quiere volar- la especie humana no conoce límites a sus deseos, ambiciones o pretensiones, y por tanto tampoco conoce los límites de su dolor. Se podría argumentar que el hombre satisface más deseos que ninguna otra especie y por tanto puede sentirse más contento, pero parece su imaginación y su avidez sobrepasan su capacidad de ser satisfecho.

Incluso si la filosofia a través del tiempo y del espacio ha seguido muchos caminos, parece que hay cierta coherencia en las diferentes formas en que los filósofos han intentado resolver la excesiva capacidad del hombre para hacerse infeliz a sí mismo. Llamaremos a esa base común “reconciliación con uno mismo”. Ya sea con el epicúreo “carpe diem”, que nos invita a apreciar el momento presente, ya con el idealista y puro placer de pensar y razonar, ya con la perspectiva del mundo extramundano o realidad que modera, restringe o aniquila los deseos comunes como encontramos en muchas religiones, o con el imperativo de aceptar simplemente la realidad, a pesar de su dureza o precisamente por ella, ya con el amor de los conceptos trascendentes como verdad, bien o belleza, que en sí mismos sirven para sublimar todo dolor y satisfacer el alma, o con el disfrute de la acción pura, física o mental, liberada de toda expectativa de recompensa, de este modo han intentado ofrecer al ser humano muchas recetas para obtener lo que podríamos llamar una “vida mejor”. Evidentemente, uno puede saltar en este punto y gritar: “Te das cuenta, ¡la filosofía es la vida! Tú mismo lo acabas de reconocer, la filosofía nos ayuda a vivir una vida mejor.” Pero nuestro crítico olvida algo fundamental. Le haremos unas preguntas: ¿Por qué esos filósofos tienen tan pocos seguidores? ¿por qué esas filosofías eran tan difíciles de seguir? ¿no ofrecían esas filosofías proposiciones opuestas a la concepción común de la vida? Por ello incluso las religiones con más seguidores tienen que reconocer que sus mensajes, incluso cuando son considerados como palabras divinas, encuentran muchas dificultades para ser obedecidos y seguidos al pie de la letra.

Vamos a examinar porqué los filósofos no son fácilmente seguidos, por decirlo suavemente. Como una respuesta general a esta pregunta, podemos proponer una hipótesis. Los filósofos nos piden que abandonemos lo más querido para nuestro corazón o mejor para nuestras tripas. ¿Cómo nos piden tal cosa? Una vez más la manera más general de caracterizar su petición es decir que nos piden dejar atrás lo obvio e inmediato a favor de otra cosa que nos resulta bastante distante, incluso impalpable, imperceptible y difícil de explicar. Ya se trate del camino medio, la sabiduría, la autonomía, la perfección, la realidad, el amor, la conciencia, el absoluto, la alteridad, la esencia, pueden parecer merar palabras si se compara con la comida, el placer, el baile, trabajar para ganarse la vida, reproducirse, la apariencia, la fama…etc. Incluso viviendo el momento presente, que podría parecer algo fácil de hacer, ya que no tenemos nada más de lo que preocuparnos resulta una tarea muy ascética y difícil, pues el hombre gasta mucha energía echando en falta un pasado maravilloso, incluso doliéndose de él, o sintiendo ansiedad por el futuro y su carácter impredecible.

De este modo vivir el momento presente puede durar un instante, pero dentro de ese corto espacio de tiempo otras dimensiones del tiempo, incluyendo el deseo de eternidad, llamarán a nuestra puerta. Así sucede con el amor que parece algo con muchos fans, pero que cuando miramos más de cerca a su manifestación observamos toda clase de sórdidos cálculos, resentimientos, celos, dominio y otras burdas y humanas perversiones de su concepto puro.

También tenemos un interesante punto de vista cuando nos fijamos en la vida de los filósofos: el gran genio Leibniz a cuyo entierro no asistió nadie, Kant viviendo toda su vida solo con su criado, Wittgenstein renunciando a su herencia y viviendo como un mendigo, Nietzsche que cayó en la locura, Sócrates ejecutado por sus conciudadanos, Bruno quemado en la hoguera, aunque tenemos que admitir que algunos obtuvieron fama, gloria y riqueza, como Hume o Aristóteles.

Pero vamos a examinar otros aspectos de nuestra afirmación de que filosofar es dejar de vivir.

Parar la narración

La vida es una secuencia o serie de eventos. Cuando alguien cuenta su vida a sus amigos o escribiendo una autobiografía, cuenta una historia: “ocurrió esto, luego esto otro, y finalmente lo de más allá”, así hasta terminar la narración. En general los seres humanos disfrutan contándoles a los demás la historia de su vida, a veces porque ocurrieron cosas importantes, pero más a menudo dando cuenta de los detalles más triviales y sin interés, sólo por mantener una conversación con el vecino y para existir un poco más. Lo mismo ocurre al oír la historia de la vida de otras personas, el cotilleo sobre los vecinos o los famosos, un afán insaciable de “voyeurismo”. La vida es una narración también por la manera de organizar nuestras actividades, a menudo las anotamos en una agenda, que establece lo que debemos hacer tal día a tal hora, una impecable lista de actividades como levantarse, trabajar, ir de compras, citas variadas, tareas diarias, y el indispensable horario de los programas televisivos que da ritmo a la vida de muchas familias. Además como nos preocupamos por todas las cosas que no hemos hecho, que deberíamos hacer y que probablemente no haremos nunca, tenemos que incluirnos a nosotros mismos de alguna forma en la infinita lista que compone nuestra existencia, como si el tiempo fuera el único parámetro. Esta es una de las razones por la que es tan fácil sentirse eterno, olvidarse de la propia finitud; nuestro deseo resiste y conspira firmemente contra tales límites. ¡Si tuviera tiempo! La existencia es por tanto una larga lista de sucesos y hechos, y una más larga lista de esperanzas, expectativas y temores de los sucesos y de los hechos.

Entonces, ¿cómo la filosofía se opone a la idea de una narración? Aunque otra vez algunos filósofos quieran defender en la modernidad una visión fenomenológica de la existencia y hayan promovido la narración, una de las grandes revoluciones de la filosofía, como apareció en la clásica convulsión griega que algunos consideran, con razón o sin ella, como el nacimiento de la filosofía, fue el paso del mito al logos. Hasta entonces, todo, ya sea la creación del mundo, la existencia del hombre, los fenómenos naturales, los problemas morales e intelectuales, era explicado a través de historias que nosotros, mentes modernas e “ilustradas”, llamamos mitos. Si no tuviéramos en cuenta el factor calidad, los podríamos llamar shows televisivos. Y ya que algunos de los mitos más fantásticos necesitan actores, toda clase de criaturas son convocadas para perpetrar la explicación de los diferentes fenómenos inexplicados del cosmos. Por ello los poetas, como entonces se les llamaba, como Homero o Hesiodo para los griegos, Ovidio o Virgilio para los romanos, compusieron llenos de perspicacia inspiradas historias que dieron coherencia y explicación al mundo. Cosmogonías, teogonías, historias épicas, toda clase de historias fueron tramadas para educar al pueblo, dándole una idea de que hay un sentido en el universo, que explica el porqué de los acontecimientos diarios. Y por supuesto para dar cuenta cabal de ello, nuestros más mínimos acontecimientos deben hacerse eco de las hazaañas históricas, así podríamos disponer de nuestros diarios y pequeaños mitos, entrelazados con los mitos cósmicos en una especie de relación causal. Sin embargo, el universo como un todo y todas las partes que lo componen tienen sentido, significado, leyes y principios, todo forma una “historia”. Esto nos permitiría también una tranquilizadora proporción de hechos previsibles para consolarnos de las dificultades de la vida, incluso si toda la explicación que se nos da es la rabieta o la historia de amor de un dios malvado. Las pequeañas historias reflejarían las grandes, todo consistiría en historias. Así ocurría no sólo en Grecia y Roma, también en Egipto, China e India, por mencionar sólo algunas de las culturas más famosas y duraderas, ya que estos mitos fueron los fundamentos de la civilización. Como vemos hoy en muchos países por ejemplo en Africa, estos mitos tienen una función educativa primordial, ya que sacan a la luz patrones, que algunos llaman arquetipos, que nos permiten percibir que los acontecimientos nos afectan no sólo de manera accidental sino también como manifestaciones o llamadas de algo más fundamental.

La emergencia del logos no tuvo lugar solamente en Grecia – este es sólo el cambio más famoso- sino también en otras culturas, y consiste básicamente en la transformación de “una cultura que cuenta historias” en “una cultura que explica”, que algunos llaman “racionalidad” o “abstracción”. La idea consistía en sustituir las historias con razones y reglas, procedimientos y métodos. Esto implica que nos podemos alejar de las situaciones concretas, particulares o universales, y sustituirlas por ideas que tienen como característica principal ser atemporales y no estar en el espacio. Estas ideas se organizarían y formalizarían para crear sistemas, que podrían ser usados para producir nuevo saber y principios generales, que a su vez servirían para examinar críticamente pensamiento y hechos. La lógica es un ejemplo de llevar al límite esta función intelectual. Las matemáticas y la astronomía son en muchas culturas tempranas la forma más primaria y visible de tales intentos, a veces también la medicina y la física. Estas nuevas ciencias habrían permitido la comprensión del presente y del pasado y la predicción del futuro. El saber no se habría basado solamente en datos empíricos, también en abstracciones y en construcciones intelectuales. Las leyes que surgirían no son sólo descriptivas, capaces de explicar lo que percibimos, también son prescriptivas, porque nos dicen lo que debemos hacer.

La razón para usar comillas para las palabras explicación, racionalidad y abstracción, es que de alguna forma, la cultura mítica ya llegaba a ello pero de una manera diferente. De hecho en Africa en la actualidad está teniendo lugar un acalorado debate para determinar si hay, hubo o no una filosofía africana, para decidir si el contar historias de los bardos tradicionales puede ser considerado filosofía. Los intelectuales africanos de tendencia occidental consideran que no lo es debido sobre todo a que no hay un sistema conceptual y un aparato crítico y por tanto no se explica el contenido filosófico. El otro campo, el de los etno-filósofos reivindican que las historias tradicionales cuestionan, analizan y problematizan, particularmente la vida humana en sus aspectos existenciales, morales y sociales. Tenemos que recordar aquí también que Shelling, el filósofo romántico alemán, contraponía a la idea de la tradicional “filosofía primera” de Aristóteles, la metafísica, una “filosofía segunda” que es la narración, contar una historia, aunque cronológicamente esta filosofía segunda viene antes. Por ello es cierto que las sociedades están fundadas sobre grandes mitos que recubren la esencia, la naturaleza, la razón del ser, la meta, la especificidad de una sociedad dada. Por eso la literatura en la forma de teatro, poética u otros es una institución tan importante al lado de la filosofía, para explicar quiénes somos, qué es el mundo. Y Shelling no será el único filósofo que critique el olvido de la narración como una forma crucial de filosofía. Más recientemente la idea de una “filosofía sistemática” o del “método” ha sufrido el ataque por parte de los filósofos.

Por consiguiente al lado de los grandes mitos hay numerosas historias, antiguas o recientes que contribuyen a identificar a los que las cuentan y a los que las escuchan. Esto incluye las historias que se cuentan en las familias, el mito que cada uno hace para sí mismo. ¿No tenemos todos historias sobre nosotros mismos?, historias que hemos contado tantas veces, cambiado y embellecido cada vez que las contamos, esas historias que otros repiten como nosotros, esas historias de las que las personas que nos rodean se han cansado, pero que seguimos contando porque esas historias son lo que somos, o somos lo que ellas son. Decimos que son reales, pero en cierta forma una historia no puede ser real porque subjetivamente describe de forma específica y parcial un evento que en sí mismo escapa a toda descripción, con palabras o sin ellas. Después de todo ¡el hombre es el único animal que se inventa a sí mismo!

Por consiguiente para aclarar más nuestra idea de la filosofía como una ruptura de la vida definida como una secuencia de eventos, vamos a resumir lo dicho en algunos puntos: contar una historia es más fácil y natural que explicar, es algo concreto que dice más a cada uno. Los ejemplos vienen más inmediatamente a la mente que las explicaciones. Las historias parecen más reales que las explicaciones, ya que más que aportar explicaciones subjetivas y análisis sesgados describen hechos. Las historias son más gratificantes, porque se puede hacer una bella historia con pocas y sencillas palabras. Las historias dejan mucho más lugar a la imaginación que la razón, que es mucho más estricta. Las historias son más agradables de escuchar que los pensamientos abstractos: incluso los niaños las disfrutan, ya que tienen una dimensión estética que a menudo falta en las ideas. La filosofía tiene una imagen más árida, que no gusta fácilmente porque implica entender mucho más de lo que lo hace la narración. Pero por supuesto, estas hipótesis de trabajo no son absolutas, simplemente intentan proporcionarnos algunas generalidades sobre percepciones generales que ya no son válidas para muchos filósofos, pues ellos disfrutan lo que el común de los mortales no puede disfrutar. El filósofo es de alguna forma, a los ojos de los demás, alguien que al menos parcialmente ha dejado la vida. Parece no estar interesado en la “vida real”: prefiere las ideas abstrusas. Esto nos lleva a nuestro próximo punto: el carácter ascético de las ideas.

El ascetismo del concepto

La aridez del discurso filosófico nos lleva directamente a otra faceta de la oposición entre la vida y la filosofía: la dimensión ascética del concepto. El concepto es una herramienta crucial del pensamiento, sino la principal, como generalmente se acepta en filosofía, particularmente desde Hegel. Por eso el filósofo alemán postuló esta herramienta como el constituyente de nuestra actividad mental. Por eso rechaza la acción de contar historias, para él eso es definitivamente no filosofía, incluso cuando lo encontramos en un filósofo clásico como Platón, que se permite contar historias, así es como Hegel lo ve, cuando para Platón el mito tiene todavía una importante papel fundador del pensamiento.

¿Qué es un concepto? Es una representación intelectual, que capta el tema o la idea principal en un discurso dado: también podemos llamarlo “palabra clave” o “expresión clave”. Puede estar incluido en el discurso o ser inducido por éste. A menudo puede ser considerado como categoría, como un nombre común para una multiplicidad de objetos. “Manzana” es por ejemplo un concepto definido que se refiere abstractamente a una infinidad de objetos con forma diferente, talla y color, pero que tienen en común ciertas características que nos permiten incluirlo en la categoría de “manzana”, un concepto que a su vez define esos objetos que se corresponden con él. Esto es resultado de una doble operación. Una abstracción, ya que conserva sólo algunas características de los objetos y no de otros. Por ejemplo, “estar crudo” no entra en la definición de manzana, incluso aunque nos concierne en la “vida real” cuando tratamos con manzanas. Y una generalización, ya que las características retenidas son aplicables a todos los objetos que pertenecen a la categoría. Es un objeto mental con una doble dimensión. Comprensión: la totalidad de las características constitutivas. Extensión: la totalidad de los objetos a los que se puede aplicar esas características.
Por consiguiente el concepto es breve, -generalmente una palabra, a veces dos o tres, raramente más- abstracto o general, ya que no se refiere a una cosa concreta. Para mostrar el proceso y los grados de abstracción, Kant hace una interesante distinción entre conceptos empíricos, que se refieren a cosas que podemos percibir, y conceptos derivativos que no podemos percibir, ya que se refieren a la relación entre objetos, y los califica. “Hombre” o “agujero” podrían ser conceptos empíricos, “igual” o “diferente” serían conceptos derivativos. De cualquier forma no es tanto el concepto lo que aquí nos interesa, sino la dinámica misma de la conceptualización, la producción de conceptos. Como Hegel indica en su esquema realista -aquel para el que las ideas son reales- no queremos que el concepto sea determinado meramente por su objeto, por ejemplo, ser el concepto de algo, en cuyo caso la realidad sería externa al pensamiento, sino que apuntamos a un concepto que es el mismo objeto del pensamiento: un concepto en el que la realidad es generada por el pensamiento mismo. Por eso la actividad de conceptuar es un problema para el hombre, razonar más que el concepto en sí mismo, el cual, como objeto mental pasivo y virtual no representa ninguna amenaza concreta, dar y usar un nombre arbitrariamente, puede ser una actividad que no implica ningún especial logro intelectual.
Entonces, ¿qué es la conceptualización? Es la actividad que consiste en reconocer, producir, definir y utilizar conceptos, integrados en un proceso de pensamiento global. Cada uno de estos cuatro aspectos presenta alguna dificultad, que constituye las razones para resistir a la conceptualización. Pero generalmente, el problema con la conceptualización es que consiste en una acción de reducción, de disminución que tiene una connotación severa y rigurosa por las siguientes razones: vamos de lo concreto a lo abstracto, de lo múltiple a lo simple, de lo actual a lo virtual, de lo perceptible a lo inteligible, de las entidades inscritas en el tiempo, materia y espacio, a las entidades acósmicas, inmateriales e intemporales: entramos en el reino de las ideas puras, el reino de pensar el pensar.
Y si muy a menudo la idea de reducción conlleva una connotación negativa, deberíamos recordar al lector que en filosofía, puede ser al contrario, una actividad útil y positiva, como en el concepto de reducción fenomenológica propuesto por Husserl. Se trata de un proceso mental en el que se nos invita a poner el mundo entre paréntesis y suspender el juicio, de forma que podamos hacernos con la realidad interna del fenómeno en sí mismo, como aparece. Por supuesto, tenemos que dejar aparte la realidad entorno para poder contemplar los objetos de nuestra percepción mental desconectados de todo contexto. Este fenómeno puede ocurrir de forma natural, cuando nos quedamos pasmados, pero el proceso de la reducción fenomenológica nos pide que recreemos artificialmente tal suceso natural, una tarea verdaderamente exigente que nos permite atrapar la esencia interna de un objeto de pensamiento abandonando su posible relación con nuestra visión establecida del mundo, que subjetivamente tiañe nuestro pensar. El proceso de reducción puede también ocurrir al observar la variación de las apariencias de un objeto dado, para dejar atrás las características contingentes y conservar sólo lo necesario, su esencia así revelada.

Reconocer un concepto en el discurso de otro o en el propio es difícil porque tenemos que seleccionar entre todas las palabras pronunciadas, aquellas que son el centro del patrón de pensamiento expresado por el discurso pronunciado. Es un proceso difícil ya que debemos eliminar muchas palabras, de hecho la mayoría de ellas, y sólo quedarnos con una o muy pocas. Soltamos la perspectiva de la narración o de la explicación global centrándonos en el tema con una sola palabra.

Producir un concepto es difícil porque tenemos que acudir a un término que trasciende la realidad dada, tenemos que identificar un término que unifica una pluralidad en una sola determinación, tenemos que dividir la totalidad de los objetos indeterminados por el proceso de poner nombre que implica crear determinadas categorías, o tenemos que calificar una realidad global a través de un término específico que podemos llamar etiquetado. A menudo parece que nuestro propio lenguaje se nos escapa, que la realidad está más allá de nuestra capacidad para pensarla.
Definir un concepto es difícil porque tenemos que determinar la realidad que el concepto engloba. Preferiríamos dar ejemplos, ya que lo concreto o particular viene a la mente más naturalmente que lo abstracto y lo general. Definir es tocar la esencia de la realidad, determinar y subrayar su naturaleza, es uno de los ejercicios mentales más exigentes. Para hacerlo otra forma cómoda es producir sinónimos, pero aunque esto pueda ser útil, el problema permanece: no nos dice cómo determinar la naturaleza de esa realidad. El problema también es que algunos conceptos de naturaleza altamente trascendental son en general usados para determinar o calificar otros conceptos: parecen referirse sólo a ellos mismos, como entidades autoevidentes. Este es el caso de “bien”, “bello”, “verdadero”, etc. Por consiguiente parecen escapar a toda definición, y cualquier intento por hacerlo aparece siempre reduccionista y altamente cuestionable.
Usar un concepto es probablemente la manera más fácil de conceptualización, ya que puede hacerse de una forma muy intuitiva, menos formal. Por supuesto, determinar si un concepto ha sido usado en una forma apropiada es parte del uso, y esta sería la parte más difícil, ya que tenemos que evaluar nuestro propio pensamiento. Para hacerlo tenemos que mantener una idea suficientemente clara del significado del concepto. Pero entonces de nuevo la intuición puede funcionar bastante bien, y después de todo, el lenguaje nos es enseañado de una forma bastante “natural” y reiterativa, como una práctica diaria, más que como un proceso consciente. La común reticencia de los escolares a estudiar gramática y cierto abandono de su enseañanza en la pedagogía moderna pone en evidencia la prueba de nuestra tesis sobre el carácter “artificial” de esta actividad formal. Aunque desde nuestro punto de vista “artificial” no es de ninguna forma contradictorio con necesario.

Así para sintetizar qué es ascético y desagradable en la conceptualización -y por ello contrario a la vida- diremos: tener que escoger y dejar de lado, porque queremos todo. Producir términos específicos con una función específica, porque parece formal y complicado y preferimos lo fácil. Tratar con abstracciones que no responden a una realidad empírica, porque nos parece inútil y una pérdida de tiempo. Analizar el pensamiento y hacernos más conscientes del propio pensamiento, porque es aterrador. Se podría objetar a nuestra idea que esta conceptualización es el cese de la vida diciendo simplemente que lo que aquí se ha descrito no es más que una forma de trabajo intelectual, y que el trabajo es parte de la vida, incluso si no nos gusta trabajar y a algunos les gusta trabajar de cualquier manera. Nos gustaría responder a esta objeción en dos pasos. Primero nos ocuparemos del trabajo, luego del aspecto intelectual.

Trabajar

En todas las culturas y pensadores existen diferentes formas de ver el trabajo. No queremos hacer un estudio extensivo de la materia, solamente daremos algunas intuiciones de cómo funciona la oposición entre “vida” y “trabajo”. Como prueba de ello podemos mencionar ya el hecho de que la palabra misma “trabajo” en algunos idiomas como francés, “travail” o espaañol, “trabajo” viene de la palabra latina “tripalium”, que era un instrumento de tortura o un artilugio para inmovilizar los animales, cuando los animales justamente se definen por su movilidad. “Negotium” es otra palabra latina para trabajo, y significa la ausencia de descanso, o de ocio, la ausencia de lo que en francés llamamos “temps de vivre”, literalmente: tiempo para vivir. Aristóteles recomienda que no se otorgue la ciudadanía al hombre que trabaja, Rousseau critica la agitación y el tormento que conlleva el trabajar, Pascal pretende que lo usemos no pensando en nosotros, Nietzsche considera que el trabajo es una medida usada para controlar a todo el mundo de manera de parar el desarrollo de la razón, del deseo y de la independencia. El concepto de alienación ha constituido una acusación importante contra la idea de trabajo. Pero el concepto de “trabajo” tiene también su club de fans. En el lado favorable, Arendt piensa que el trabajo aporta placer y buena salud, Comte afirma que procura la cohesión social, y Voltaire escribe que nos protege de tres terribles azotes: el aburrimiento, el vicio y la necesidad. Y nos habremos dado cuenta de que la defensa del trabajo no estriba solamente en su utilidad, sino en que también contribuye al crecimiento existencial. Estos autores de “oposición” son mencionados para mostrar que de ninguna manera tomamos nuestras ideas como certezas, son meras hipótesis de trabajo.

Se podría también criticar el hecho de que no distinguimos sino que más bien confundimos diferentes significados de “trabajo”: como función social, como una forma de ganarse la vida, como una actividad, etc. y sin embargo no distinguimos por ejemplo entre la placentera y libre actividad del pensador de la actividad física y dolorosa del peón. Tenemos que declararnos culpables en este punto, no queremos oponer un trabajo intelectual “noble” a un “innoble” trabajo físico. Nos parece interesante no oponer esos dos conceptos de trabajo porque son fácilmente intercambiables, especialmente hoy en día, incluso si la oposición puede ser muy cierta en determinadas circunstancias. Un intelectual puede escribir un libro por una razón económica y de estatus, una especie de necesidad, y un albaañil puede construir una casa por el puro placer de construir algo. De la misma manera no vamos a entrar en el debate sobre la naturaleza del hombre como “faber” (fabricante), que naturalmente intenta hacer algo en la vida, o el hombre como “perezoso” o “pecador” que se embarca en el pecado de pereza cuando trata de desembarazarse de su lote de trabajo. Sólo queremos dar algunas pistas sobre la reticencia existencial al trabajo, para justificar y dar sentido al hecho de que vida y trabajo son bastante incompatibles en muchos aspectos, y que el trabajo a menudo se realiza cuando uno es empujado por la necesidad, por ejemplo, para ganarse la vida, un empeaño del que a menudo sino muy a menudo los hombres preferirían pasarse si se les ofreciera la posibilidad de elegir sin ninguna coacción. Y efectivamente, esta podría ser una explicación de porqué la filosofía que es una práctica que implica trabajo, mucho trabajo, para adquirir una cultura, adquirir capacidades y enfrentarse a sí mismo, sin que exista ninguna necesidad inmediata ni recompensa fácil -no es la forma más fácil de ganarse la vida o hacerse rico- nunca ha llenado estadios de fútbol. Por supuesto si la filosofía es una mera discusión sobre la vida y la felicidad, del tipo que tenemos cuando tomamos algo en el bar, eso es otra cuestión. Y esta es la dirección tomada por algunos “filósofos” par hacer la filosofía algo más socialmente aceptado. Pero si la filosofía es trabajo, lucha contra sí mismo y contra el otro, para producir conceptos o ser, lo más normal es que la mayoría lo rechace como un obstáculo para la “buena vida”.
El trabajo se opone generalmente a la vida, ya que es una obligación cuando la vida es deseo. Friedrich Schiller, que era al mismo tiempo filósofo, poeta y dramaturgo, no apreciaba ese dualismo kantiano entre “impulso sensual” e “impulso formal”, una oposición que él quiso resolver por el “impulso del juego”. El afirmaba que cuando el filósofo reprende al que le escucha con la aridez de su discurso, le devuelve a su “impulso de juego”, porque al hombre le gusta jugar, por ejemplo con ideas. Pero por supuesto, esto implica que las emociones son educadas por la razón, y las emociones se resisten a tal esfuerzo, aunque debe ser posible, sino ¿cómo iban a crecer los niaños? Para el humanista alemán, en el “alma bella”, el deber y la inclinación ya no están en conflicto. Expresarse no tiene porqué estar unido a los sentimientos banales y primitivos, sino que pueden estar conectados con emociones de un orden más alto, a la belleza. La libertad humana se expresa a sí misma por ello como una capacidad de ir más allá de los instintos animales. Pero, por supuesto, esto implica alguna clase de trabajo, tal logro no llega de forma natural. Si es natural se trata de una naturaleza adquirida, una especificidad del hombre a la que llamamos cultura.

Intelecto

Vamos a examinar el problema “intelectual” de la filosofía. Para empezar, podemos recordar al lector la famosa historia de Tales y la esclava tracia contada por Platón. Aparentemente, Tales, filósofo y astrónomo, estaba mirando a las estrellas, y no a sus pies, y por eso cayó en un pozo. Una esclava que lo vió la escena empezó a reír ante tal loco, tan ocupado en las “esferas celestes” que ignoraba la realidad más cercana. La cuestión que por supuesto se impone a la mente filosófica, que no a la esclava como la historia parece implicar, es saber si el pozo, el agujero en el suelo, la presencia física inmediata, está dotada de más realidad que los lejanos cielos que Tales contemplaba. Esta historia capta bien el punto de vista general del filósofo, de su actividad filosófica, incluso si se puede etiquetar como un cliché. Pero después de todo, un cliché es un término que en el origen designa la fotografía tomada por una cámara, mostrando de manera fija lo que es inmediatamente visible; por ello, a pesar de su cualidad reduccionista, hay realidad en el cliché. Así pues el filósofo, afirmando que hay otra realidad aparte de la inmediata y visible, se centra en esa realidad escondida, está obsesionado por su secreto, por eso ya no ve nada más, o ve mucho menos lo que es visible para cualquier otro. Esto nos devuelve a Platón y al mito de la caverna, en el que el hombre que ha visto “la luz de la verdad” está cegado una vez que vuelve a la oscuridad de la caverna, no puede jugar a los juegos comunes, lo que hace que sus compaañeros primero se rían de él y luego lo maten.

Otro punto de diferencia sobre la vida, cuando pensamos en Tales y la esclava, es el tema del cuerpo. Parece que si la esclava habita su cuerpo, no así el filósofo. Podemos pensar de él -como de muchos filósofos- como en una mente con piernas, su cuerpo es un mero instrumento para transportar su cabeza, lo mismo que vemos en los dibujos de los niaños pequeaños. Ella tiene un cuerpo, él es una especie de ectoplasma. Al revés que ella, él no se preocupa por lo que le pasa al cuerpo y por eso tropieza y cae. La inmediatez de los sentidos no tiene significado real, ya que sus sentidos están tan dados de sí, mirando a las estrellas, que ya no se distinguen de la actividad de la mente. Mientras que la esclava parece dotada del llamado “sentido común”, ese sentido tan unido a la percepción sensorial. Ella confía en sus ojos y en su mente por lo que le dicen, cuando él duda, el filósofo disecciona y trata de ir más allá. Ella está viva, existe, él es un ser intelectual. El encarna la clásica tesis intelectual: el cuerpo es una prisión para el alma, un alma que desesperadamente intenta alcanzar lo ilimitado, pero un alma al que el cuerpo humilla constantemente, recordándole su ser finito. Mientras que el alma a su vez, reprende a ese ridículo trozo de carne llamado cuerpo. La vida es sucia y desordenada. Por esta razón Lucifer no puede entender porqué Dios no prefirió a los ángeles bellos, criaturas de luz antes que a los torpes y enlodados humanos. Lucifer como el “santo patrón” de los filósofos…
El otro cuerpo ignorado o despreciado por el filósofo es el cuerpo social. Lo mismo que el cuerpo físico personal, el cuerpo social es vinculante, pesado, banal, rudo, desordenado, ordinario, inmediato, etc. Lo que es común es malo, lo que es especial es bueno. Lo que es distante es bello, lo que es cercano es feo. Lo que se percibe es determinado, lo que es pensado es libertad. Por supuesto, una vez más, este cliché no pretende establecer alguna forma de prisma absoluto, sino en general como regla práctica funciona bastante bien, y es útil entender nuestro propio modo de funcionar, como uno de los dualismos más clásicos característicos de la existencia humana. Para entender por ejemplo nuestra propia tendencia a no confiar en nadie más que en uno mismo, la desconfianza fundamental de la opinión común, una sospecha que parece estar en diversos grados de intensidad en todas las mentes humanas.

Finalmente pero no por ello menos importante, el otro modo como el intelecto niega la vida es en su relación con los sentidos. Vamos a fijarnos en uno que es común y a menudo es una razón para no filosofar: la empatía. La empatía como la compasión, el amor, la piedad y otros son sentimientos sociales que nos hacen humanos, que nos hacen poder vivir. Pero el intelecto, como otras funciones mentales, al dar más importancia a su propia actividad, tiende a ignorar, disminuir, negar, frustrar o suprimir otros tipos de actividad, especialmente si no son de la misma naturaleza. Y efectivamente, analizar y buscar el concepto, y pedir a alguien que lo haga, buscar y exponer la verdad, cuestionar, puede ser y es doloroso y contrario a los sentimientos sociales que preferiríamos facilitar las cosas a la otra persona. Por supuesto, los partidarios de la “totalidad”, otra forma de omnipotencia conectada con la tendencia “new age” o las personas satisfechas con alguna forma de “psicologismo”, dirán que esas dos actividades combinan muy bien. Pero según nuestra propia experiencia, estos “humanistas” tienden a proyectar sus propios miedos e ideas en los adultos y en los niaños con los que tratan, expresando más que nada una falta de confianza hacia su propia identidad intelectual, por tanto hacia la identidad intelectual de los demás, un fenómeno muy común. De nuevo los sentimientos parecen constituir los principios básicos de la vida, una manera común de conducirse, y filosofar toma la apariencia de una actividad forzada y artificial, a menudo con una exigente y por tanto dura y brutal connotación. Ellos olvidan que la filosofía como las artes marciales, no puede evitar los tropiezos, las caídas y los moratones. Y así es probablemente como nos enseaña a crecer, a través de la relación con la realidad.

Estas diferentes especificidades del intelecto pueden ser cubiertas por un concepto existencial que no es caro: la autenticidad. Y a pesar de su connotación existencial, afirmamos que la autenticidad es una forma de muerte. Ser auténtico, significa radicalizar nuestra posición, atreverse a articularla, llevarla a cabo sin estar constantemente mirando por encima de nuestro hombro: la autenticidad no necesita justificarse a sí misma. Una buena razón para que los demás la califiquen de altiva y arrogante. Esta extrema singularización es una de las principales razones para explicar el ostracismo contra el filósofo, aunque puede ser también la causa de su glorificación. Los cínicos son un buen ejemplo, pues se atreven a pensar y expresar lo que piensan, sin consideración hacia lo establecido, costumbres, principios, moral y opiniones. Ellos muestran su falta de respeto por todo lo que sus conciudadanos consideran sagrado. Por supuesto, esto sólo les puede conducir a la confrontación y al aislamiento. Los cínicos parecen rígidos y dogmáticos, mientras que para sobrevivir hay que ser flexible y adaptarse. Incluso se les puede acusar de caer en una especie de conducta patológica, una conducta suicida. Y si ellos son acusados de hacer picadillo de la gente con la que se encuentran, no se debería de pasar por alto que también se hacen picadillo a sí mismos. Se debe al perpetuo estado de guerra en el que de hecho están involucrados, aunque no es ese su propósito; simplemente deriva de su incapacidad para hacer como que juegan los juegos sociales. Pero también su persona es negada a favor de algo más importante, algún concepto trascendente, ya sea la verdad, la naturaleza u otro, un concepto que podrían no querer pronunciar, pero al que quieren sacrificar todo incluidos ellos mismos. La única razón por la que parecen personas desleales y fuera de la ley es porque no aceptan las medias tintas y los compromisos. Observamos en las formas diarias de conversación que la mayoría de los diálogos se componen de tres ingredientes principales: charlas insustanciales sobre el tiempo y cotilleos, autoglorificación y autojustificación, obtención de alguna ventaja de alguien. La autenticidad del filósofo está en total ruptura con esto: la charla insustancial es aburrida, no tiene porqué glorificarse y autojustificarse a sí mismo, el diálogo sólo debería tratar de preocupaciones trascendentes. Si no más vale quedarse callado y callar al interlocutor.

La alegoría de la caverna da buena cuenta de las dos actitudes más frecuentes que el hombre común tiene para con el filósofo: risa y enfado. Risa porque se comporta de manera extraaña, enfado porque se sospecha -o se tiene la certeza- de que sabe algo que los demás no saben: envida. Esta descripción cuadra bien al filósofo definido como el otro, ¿Pero que hay del filósofo dentro de sí mismo? ¿Cómo relacionarnos con él? Vamos a examinar cómo el filósofo interior -el daimon como lo llamaba Sócrates- para nuestra vida. Podemos responder a esta pregunta indirectamente afirmando que en el común proceso educativo, los padres no alentarán esta clase de preocupación o punto de vista sobre el mundo en su vástago. Por la simple razón de que un niaño con estas inquietudes sería percibido como alguien con una especie de handicap: parecería torpe, que realmente no está en sí mismo, poco práctico, molesto, etc. En otras palabras, no estaría preparándose para la lucha que la mayoría de la gente considera que es la vida, incluso cuando no lo reconocen abiertamente. Hay que adaptarse, ser práctico, ser consecuente. Especialmente hoy en día cuando la competición económica arrasa con fuerza, entregarse a las preocupaciones filosóficas no parece proporcionarnos la preparación más útil para la vida. Más bien parece como poco un lujo, como mucho una amenaza. Observamos esto frecuentemente en nuestro trabajo con los niaños, en los que encontramos que la principal objeción a la filosofía es que pensar lleva tiempo y hay materias más urgentes con las que tratar. Ya que estamos en este tema podemos aañadir que secundariamente se sospecha que el niaño se verá desestabilizado o inquietado por este tipo de actividad. Su vida infantil se verá inhibida por la actividad del pensamiento, lo que podría provocarle angustia y desazón. La vida es considerada suficientemente dura sin tener que pensar en cosas terribles; por ello dejemos que el niaño sea niaño, dicen…Probablemente el adulto también… De esta forma, además de las dificultades de pensar que ya hemos examinado, existe la sospecha de que el tipo de pensamiento del que estamos hablando sería destructivo. Lo que en cierta manera es más que probablemente verdad. Un camino que nos lleva a la siguiente contradicción entre la vida y la filosofía: el tema de la problematización.

Pensar lo impensable

Una de las más importantes capacidades de la filosofía es la capacidad para problematizar. A través de cuestiones y objeciones, se supone que examinamos críticamente las ideas dadas o las tesis, para escapar de la trampa de la evidencia. Esta “evidencia” está constituida por un cuerpo de saber y de creencias que los filósofos llaman “opiniones”: las ideas que no son razonadas, que son puramente establecidas por la costumbre, las habladurías o la tradición. Así, cuando nos internamos en el proceso filosófico, debemos examinar los límites de la falsedad de cualquier opinión dada y avistar otras posibilidades de pensar, lo que a primera vista parece extraaño, sin sentido o incluso peligroso. Para hacer esto, hay que suspender el propio juicio, como Descartes nos invita a hacer, y no confiar en las emociones normales y las convicciones. Más todavía, a través de su “método”, nos pide que pasemos por un proceso mental que garantiza la obtención de un saber más solvente al que llama “evidencia”, por oposición a la opinión establecida, ya sea vulgar o de escuela. Para ser digna de confianza, esta “evidencia” tiene que poder resistir la duda, evitar la precipitación y el prejuicio, y presentar formas claras y distintas. Con el método dialéctico ya sea el de Platón, Hegel u otros, el trabajo de crítica o negatividad va más lejos, pues es necesario ser capaz de pensar lo contrario de una proposición para entenderla, evaluarla e ir más allá de ella; de este modo desaparece toda posibilidad de “evidencia”. Por supuesto, para efectuar tales procedimientos cognoscitivos, se necesita estar en un cierto estado mental, tener una específica clase de actitud, hecha de distancia y de perspectiva crítica.

Esta actitud es muy exigente, conoce muchos obstáculos. La sinceridad por ejemplo es un obstáculo para esta actitud, también la buena conciencia y la subjetividad, que tiene que renunciar a su estricto dominio sobre la mente. Más radicalmente, los principios morales, los postulados cognitivos y las necesidades psicológicas que nos guían en la vida tienen que ponerse entre paréntesis, someterse a la dura crítica, incluso ser rechazados, lo que por supuesto no pasa de manera natural ya que produce dolor y angustia, aunque uno sea capaz de tomar distancia con respecto de sí mismo. Dividirse a sí mismo, como Hegel sugiere, como condición de un pensamiento real, como condición de la conciencia. Y para poder completar semejante cambio de actitud, hay que morir a uno mismo, abandonar, incluso de manera momentánea, lo que es más querido, la idea prudente, la emoción prudente. “Biológicamente, ¡no puedo hacer eso!” me contestó una vez una profesora espaañola cuando le propuse problematizar su posición sobre determinado tema. Ella había percibido bastante bien el problema, sin ser plenamente consciente de las consecuencias intelectuales de su protesta. Nuestra vida, nuestro ser, parece fundado sobre cierta especie de principios establecidos no negociables. De ahí que si pensar implica problematizar como condición de la deliberación efectivamente uno tiene que morir para pensar. Y si observamos como las personas que intervienen en una discusión se acaloran cuando se les contradice, y recurren a posiciones extremas o estrategias para defender sus ideas, incluyendo le más llamativa mala fe, podemos concluir que efectivamente abandonar las propias ideas es una especie de pequeaña muerte.

Podríamos preguntarnos porqué rechazamos con tanta impaciencia abandonar una idea incluso por un momento, porqué tanta resistencia a un corto interludio de problematización, como regularmente encontramos cuando se formula tal demanda. Al menos para los adultos, ya que para los niaños parece no ser un problema, pues son menos conscientes de las implicaciones y consecuencias de esa posición “artificial” de contrapunto. Una perspectiva que tenemos sobre esta materia nos la da Heidegger, por el estatuto que él da al discurso: “El lenguaje es la casa del ser”, dice. Para él hablar es hacer que algo aparezca en su ser, por ello podemos decir que el discurso proporciona existencia. Por supuesto, para el hombre, un ser del lenguaje por excelencia, esto es bastante obvio aunque a menudo negado, por ejemplo por la objeción común de que “son sólo palabras”. Sin relatos, mitos ni historia, sin narración ni diálogo, ¿qué seríamos? ¡Ciertamente no seríamos humanos! Así lo que decimos de nosotros, ya sea en forma de narración -mito- o en la forma de ideas y explicaciones -logos- nos es indispensable y especialmente querido. Para probar la importancia del discurso, tenemos sólo que observar como nos sentimos amenazados si nuestro discurso es ignorado o contradicho; ¡de pronto estamos muy preocupados por la verdad! En realidad, nuestra preocupación real es nuestra imagen, nuestro “si mismo” que hemos construido con laboriosa y concienzudamente, un “sí mismo” que pretende manejar su propia producción, un sí mismo que tiene fuertes pretensiones de parar el saber, la experiencia, la razón por ejemplo un sí mismo válido… Nuestra imagen es un ídolo al que queremos sacrificar cualquier cosa; ningún sacrificio nos parece demasiado excesivo. Por eso cuando la filosofía o un filósofo concreto nos invita a examinar las sombras, los absurdos o la vanidad de nuestros propios pensamientos, todo nuestro ser reacciona con fuerza, instintivamente, sin tener que pensar en ello, es una reacción de mera supervivencia. El conato de Espinosa, nuestro deseo de perseverar en la existencia toma el control sobre nuestra sed de verdad, nuestro deseo de ser algo específico, de existir, está preparado a negar toda otra forma de alteridad, incluida la razón misma. La persona, este ser empíricamente construido, se siente amenazada en su existencia real por el ser sin cara y sin identidad. Problematizar nuestros pensamientos más íntimos, nuestros principios más fundamentales, abandonar ligeramente o examinar libremente esos postulados que hemos afirmado o defendido a veces durante aaños, se convierte en una posición intolerable. Nuestras ideas somos nosotros, somos nuestras ideas. Y tal modus vivendi no debería ser simplemente una forma de testarudez. Después de todo, ¿cómo podríamos situarnos y actuar en la sociedad sino tuviéramos tales ataduras? ¿Cómo podríamos comprometernos en cualquier proyecto si no prometemos lealtad a algunos principios fundamentales? ¿Cómo podríamos existir sin algunos ideales que guíen nuestra vida, a pesar de que estemos muy distantes de hacerlos realidad? Si el hombre es el ser que piensa, es un ser de ideas. El único problema es que las ideas son herramientas para pensar, a menudo las ideas son tomadas como fin y por eso se convierten en un obstáculo para el pensar. De ahí que problematizar es intentar restablecer la primacía del pensar sobre las ideas, una tarea nada fácil, ya que al ser empírico le cuesta dar paso al ser trascendente. Dejar de lado ideas específicas es una forma de morir, pensar es por ello como morir.

Cosas más importantes que hacer

En algunas culturas, el filósofo mantiene un status real, es admirado por su saber, por su sabiduría, por su profundidad, porque parece tener acceso a una realidad que es negada al común de los mortales. En otras culturas por el contrario, es visto como un ser sin utilidad, sospechoso, extraaño o incluso pervertido. Volviendo a Tales y la esclava tracia, algunas sociedades dan más espacio a la perspectiva celestial que otras, y algunas sociedades son más terrenas que otras. Este segundo caso se manifiesta a través de diferentes formas. Primera posibilidad: la filosofía está bastante ausente de la matriz cultural, o se reduce a un estricto mínimo en términos de importancia la psicología colectiva. Segunda posibilidad: la filosofía se ve como un enemigo ya que socava los postulados y principios que guían esa sociedad, introduciendo la duda y el pensamiento crítico. Tercera posibilidad: la filosofía se adapta a la matriz cultural, echa en el ancla en la preocupación material para evitar que el pensamiento vuele hacia cierta realidad etérea. Por supuesto, esos tres aspectos, pueden combinarse fácilmente, la cultura Anglo-Americana es un buen ejemplo de ello. Tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido la filosofía es un débil esfuerzo cultural. A menudo es vista como la gran amenaza hacia los postulados establecidos, ya sean políticos, económicos o religiosos. Y su tradición filosófica tiende a quedarse en el reino de la realidad empírica y material, como vemos históricamente en las escuelas de empirismo, utilitarismo y pragmatismo.

El tercer aspecto, una específica forma de filosofía, no es por ello accidental. El tema es aquí el de la axiología. ¿Cuáles son los valores de una sociedad dada? ¿Cuál es la jerarquía de valores alrededor de la que se organiza dicha sociedad? Recordemos el famoso cuadro de Rafael, la Escuela de Atenas, en el que Platón apunta al cielo y Aristóteles a la tierra, diferentes filósofos se sienten concernidos por temas diferentes. La historia de la filosofía no es más que una serie de afirmaciones y refutaciones, acompaañadas de algunas consideraciones metodológicas sobre los métodos y procedimientos usados para probar los diferentes puntos. De este modo el criticismo de la filosofía o el rechazo de la filosofía están todavía operando en el ámbito mismo de la filosofía, porque siempre se trata de la crítica o del rechazo a cierta forma de filosofía. La filosofía produce su propio criticismo y lucha contra él. Esta es la razón por la que la filosofía puede reclamar como propia cualquier forma de antifilosofía, ya sea religiosa, científica, psicológica, política, tradicional, literaria, etc. Por ello parece, como estamos subjetivamente queriendo afirmar, que el hombre no puede escapar a la filosofía, como tampoco puede hacerlo a la fe o al arte. Los únicos parámetros que cambian, son los valores adoptados, los métodos usados, las actitudes tomadas y el grado de conciencia. El hombre crea su propia realidad, y esta producción de la realidad tiene contenido filosófico. El significado de los logros alcanzados por el hombre puede diferir, el deseo por determinar su sentido puede variar, la relación con el significado puede cambiar, la importancia relativa dada al sentido podría oponerse a la importancia dada a las observaciones fácticas, pero hagamos lo que hagamos no podemos escapar al sentido, porque el hombre es un animal racional, y no puede escapar a la razón. Esto significa que él interpreta, juzga, evalúa, decide subjetivamente qué grado y naturaleza de realidad concede a la realidad, él establece la medida de lo que es verdad, y podemos afirmar que la realidad y la verdad no son más que conceptos, construcciones humanas o inventos. Incluso cuando el hombre declara que la realidad se le escapa, por estar materialmente limitada, objetivamente definida o dada por Dios, se compromete, se embarca en una colección definida de valores.

En otras palabras, la esclava tracia es tan interlocutor –y en cierta manera tan filósofa- como Tales, incluso si se parece mucho a nuestro vecino de la puerta de al lado. Lo que nos hace volver al tema de la filosofía “vulgar” y la filosofía “elitista”. Porque la filosofía es un intento de apretar el paso, de ir más allá, pero estas transformaciones espaciales no tienen ningún sentido sin la “parcialidad” de las cosas. Tales no tiene sentido sin la esclava, siendo extraaña ella es su “alter ego”: ¡es sólo otro ego! Sin el diálogo y la tensión entre las dos posturas, lo que dice Tales carece de significado, y lo que dice la esclava también. Volvamos a la alegoría de la caverna. ¿Por qué el filósofo tiene que volver a la caverna en la alegoría de Platón? ¡vuelve para morir! No puede quedarse fuera, mirando a la luz pura, incluso aunque prefiriera ser esclavo en aquel mundo iluminado a ser el rey de la oscuridad. Pero Platón no puede evitarlo, no puede proponer devolver a ese hombre a la caverna, como si alguna fatalidad le obligara a ese diálogo forzado, a esa confrontación, a esa muerte. No hay filosofía sin “lucha” proclama Nietzsche. La lucha es en la tragedia griega el momento de la confrontación, del drama, de la tensión. Es ambigua y paradójicamente, destructiva y constructiva. Pensar es un diálogo con uno mismo, asegura Platón, y no puede haber diálogo si no hay distancia, un intervalo, si no hay confrontación.

Aquí, nuestra afirmación es que adoptando la posición que hay cosas más importantes o más urgentes que hacer que la filosofía, ya estamos en el debate filosófico. Incluso olvidando que la filosofía existe, estamos en el campo filosófico. El papel del filósofo como el del artista es apuntar, mostrar, indicar. Foucault asegura que si el científico hace visible lo invisible, el filósofo hace visible lo visible. Una vez que uno ha visto puede aceptar que ha visto, negar que ha visto, olvidar que ha visto, pero sus ojos ya no son los mismos: ya no puede reivindicar ninguna forma de virginidad. La filosofía hace fuego con cualquier madera. En el diálogo, el filósofo siempre gana, sólo por empezar a dialogar con otro. Pero él no tiene que ganar como el retórico; no deberíamos de confundir la filosofía y la erística. En el diálogo el filósofo gana de dos maneras: llevando al otro a ver algo y viendo lo que el otro ve. Por esto el diálogo es tan fundamental en filosofía. Por eso Sócrates persigue con pertinacia y sin descanso a sus conciudadanos por las calles de Atenas, y no tiene otro interés en la vida más que examinar las mentes de sus compaañeros humanos, ahondando en sus almas. El afirma que ahí encuentra la verdad. ¿Cómo es posible? ¿estaba exclusivamente rodeado por profetas y hombres sabios? No si leemos los diálogos en los que Sócrates parece mucho más sabio que sus interlocutores. Nuestra propuesta es que Sócrates encontraba la verdad en ellos porque les daba la posibilidad de abandonarse a sí mismos, de morir a sí mismos. Entrando en esas almas extraañas y extranjeras, se confrontaba a sí mismo, en una especie de persecución ascética, como el luchador o los soldados necesitan un oponente para desafiarse a sí mismos, para ir más allá de sí, para transformarse en uno mismo, para morir a sí.

Si miramos a la historia de la filosofía, tenemos otra lectura de este tema. En su origen, la filosofía era todo aquello con lo que el pensamiento se ve concernido: el saber sobre todo tipo de temas, naturaleza, religión, sabiduría, ética e incluso el práctico saber hacer. Y en efecto había una fuerte connotación de omnipotencia en esta actividad en aquel tiempo, en términos de saber teórico y práctico. Podemos acordarnos de Hippias el sofista diciendo a Sócrates que todo lo que le afectaba lo había hecho él. O Calicles, que explicaba que a través del arte de la retórica, el fuerte puede dominar al débil, o Gorgias, que pretendía que podía convencer a cualquiera de lo que él quisiera. No hay límites para las pretensiones intelectuales, para las reglas del orgullo. La verdad aquí no tiene lugar, tampoco el sentido común, ni lo tiene ningún principio regulador; es la ley de la jungla. La única realidad del discurso es el sujeto y sus deseos. Ahora bien, por supuesto, el erudito criticará nuestras palabras, diciendo que la filosofía confirmó el rechazo de esas concepciones, tales como la búsqueda del bien y la verdad, acusándonos de confundir voluntariamente al filósofo y al sofista. Pero nuestra afirmación es que la sofística no es más que una escuela específica de filosofía, y de hecho a través del relativismo y el amoralismo -o inmoralismo- de su postura son precursores de muchas líneas de pensamiento. Y la pretensión de omnipotencia de los sofistas, incluso si más tarde toma otras formas, ha permanecido como una característica típica de la auto-imagen del filósofo hinchado de vanidad, que en su tiempo Sócrates estaba intentando enfrentar correctamente, afirmando que tales no eran filósofos, desde nuestro punto de vista Platón esencialmente tenía razón, aunque no formalmente. Aunque él sabía eso, él reconocía la proximidad de las dos especies, como indica su analogía sobre el tema: decía que el filósofo comparado al sofista es como el perro al lobo…

A lo largo de la historia la filosofía perdió muchos de sus dominios: las ciencias de la naturaleza -física, astronomía, biología, etc..- y las ciencias de la mente -psicología- son las pérdidas más destacadas, a las que podemos aañadir muchas otras especialidades secundarias: lingüísticas, gramática, lógica, sociología, etc. De forma extraaña, en cuanto un saber particular quiso reclamar algo de certeza, abandonó la filosofía y se estableció como lo que hoy llamamos ciencia, un saber constituido de la objetiva e irrefutable evidencia, basado en hechos y en números, observación y experimentación. La filosofía puede así llamarse solamente “problemática”, como la denomina Kant: lo que es meramente posible. Pero los filósofos, como sus ancestros los sofistas, no quieren abandonar las certezas. El resultado es que hoy, el tipo de certezas que les han quedado y que reclaman son de tres tipos: la certeza de una visión del mundo con contenido político, social espiritual u otro, las certezas del saber histórico sobre ideas, escuelas y autores, bastante académico, y la certeza sobre cómo pensamos que tiene que ver con el método y la epistemología. Y el posmodernismo con su rechazo a todo tipo de universalidad, ha conseguido crear un “nuevo” tipo de certeza: una omnipotente figura de la subjetividad, finalmente prima hermana del sofista.

Con todo esto, estamos intentando justificar que el principio de lucha es consustancial a la actividad filosófica, y no sólo la lucha, sino la agonía, ese lento y sin fin morir a uno mismo. E incluso si muchos “momentos” de la historia de la filosofía han pretendido haber dado algún tipo de respuesta definitiva al debate previo y sin fin, siempre hay una nueva “reivindicación” emergiendo, preparada para “matar” esa tesis “definitiva”. Hegel forjó ese concepto de “momento”, e intentó mostrarnos como cada “momento”, en tanto que seguía y refutaba al momento precedente, participaba en alcanzar algún tipo de absoluto, que por supuesto él había sido capaz de distinguir. Pero de una extraaña manera, su reivindicación de absoluto, su “invitarse a sí mismo a la mesa de lo divino” -crítica esta que se ganó de parte de Shelling- es parte del proceso, e incluso un paso necesario de él. La crítica de Marx contra este “hiper-idealismo” dialéctico fue así sólo una reacción legal y necesaria. La otra reacción contraria a tal visión absolutista hegeliana fue la del pragmatismo norteamericano. Y si estas dos escuelas de pensamiento han determinado bastante el futuro de la humanidad, intelectual, cultural, políticamente, etc. la segunda es por supuesto todavía la hegemónica. Pero si retenemos un criterio común para estos inversos avatares de la filosofía “tradicional” diremos que es la invocación de la razón, que pertenece a algún proceso inmanente, no a un poder trascendental. Una vez más el filósofo tiene que morir: teóricamente no puede hablar de un poder “dado por un dios o por un espíritu” el filósofo responde de una propiedad que pertenece a todos, como acuañó Descartes cuando escribió que “la razón es la cosa más repartida del mundo”. Y ese “anti-elitismo” es probablemente cuando se le hace frente la experiencia más humillante e inhumana para el filósofo. Y probablemente por lo mismo, una de las experiencias filosóficas más fundamentales. “Desaprender” lo llamaba Sócrates, “filosofar con el martillo” lo llamó Nietzsche. Podría llamarse “el triunfo de la esclava tracia”.

Ser nadie

Ulises es un héroe real para Sócrates, probablemente su favorito, como lo defiende en el diálogo Hipías menor. La principal razón es que Ulises es “nadie”, como dijo el Cíclope Polifemo. Está en ninguna parte y en alguna, trata con hombres y con dioses, que se pelean por su causa, es sagaz pero está a merced de fuerzas poderosas, es un líder y un hombre solitario, siempre echa en falta lo que no es, esquivo hasta para sí mismo, su vive constantemente al filo. Parece ser la versión mediterránea de la clásica taoísta visión de la vida, que podemos resumir de la siguiente manera. Quien se preocupa principalmente de la vida y está demasiado atado a la vida no vive, no tanto porque esta preocupación socave su alegría de vivir, sino porque bloquea y corrompe la vitalidad, la verdadera fuente de la vida. Esta idea de que la vida –procesión sin término de pequeañas preocupaciones, tensiones y rigideces sobre “pequeañas cosas” – es un obstáculo a la vitalidad, ofrece el equivalente existencial de que las ideas son un obstáculo al pensar. La vitalidad no se aferra a la vida; el pensar no se aferra a las ideas. Tenemos otro eco de esto en la figura de Cristo: hijo de hombre, hijo de nadie y de todos, nacido para morir, que ni siquiera tiene una piedra para reclinar su cabeza, como dijo al maestro que quería seguirle.
Así la esencia de la filosofía es dinámica, trágica y paradójica. Ya sea en su apasionada versión occidental o en su despegada versión oriental, el reto que el hombre tiene que encarar en la vida y en la filosofía es dejar ir sin abandonar. Pero la vida como sabemos tiene aversión por el dejar ir, una postura rígida para la que la única alternativa es abandonar todos juntos. Así la vida es a menudo expuesta como una serie crónica de ciclos maníaco depresivos, que por suerte o por desgracia termina con la muerte, el último estado maníaco o depresivo, según el humor y las circunstancias.

La experiencia filosófica fundamental es una experiencia de alteridad, y una experiencia del “otro lado de las cosas”, que sólo puede ser vivida desde el punto de vista de “este lado de las cosas”. La distancia, el abismo, la fractura del ser, la tensión entre lo finito y lo infinito, la realidad y el deseo, la afirmación y la negación, la voluntad y la aceptación, son como otras muchas formas de la misma experiencia. El eterno juego entre singularidad, totalidad y trascendencia. Hay muchas maneras para describir lo que conduce al hombre a pensar y explorar, tantas como de oscurecer y negar lo que busca. Extraañamente, la historia de la filosofía se ha constituido como una superposición de visiones y sistemas que pretenden completar, explicar o rechazar las previas. Todos los textos filosóficos son meras notas a pie de página de los textos de Platón, dijo alguien. Pero si todavía leemos el texto de Platón, nos damos cuenta de que captura la paradoja de la filosofía. El impulso inicial del trabajo de Platón es dar testimonio de la historia de un hombre que preguntaba más que afirmaba, un hombre que nunca escribió una línea hasta donde sabemos. Pero ya Platón, empieza a afirmar, empieza a construir una tesis basada en ese hombre, o inspirada por él, y escribe mucho. Inmediatamente después llega Aristóteles, según nuestro punto de vista aportará el armazón de la futura filosofía occidental: una especie de enciclopedia del saber, que lo incluye todo: ciencias naturales, ciencias políticas, psicología, ética, etc… Algo sólido y solvente. Pero como Sócrates, pensamos que la filosofía no es leer o escribir, ya que eso tiene que ver objetos: los libros, cuando la filosofía primariamente tiene que ver con enfrentarse con el alma humana. Entonces ¿Por qué escribes libros si estás en contra de los libros si estás en contra de ellos? Objetó alguien con razón. Bien, ¿cómo puedes desaprender si nunca has aprendido? ¿cómo puedes quemar libros si nunca los has escrito? ¿cómo puedes morir si no has vivido? Y con esta inversión dialéctica tan común a la filosofía, vamos a preguntar también lo siguiente: ¿Cómo puedes aprender si no has desaprendido? ¿cómo puedes escribir libros si no los has quemado? ¿cómo puedes vivir si no has muerto?

El único problema con los filósofos, como con todos los seres humanos, es que confunden o invierten los medios y los fines. Por la sencilla razón de que uno está más a la mano que el otro. Ser profesor, tener un saber, escribir libros, tener un título, tener ideas, ser famoso o importante, ser brillante, respetado, reconocido, como muchas posibles consecuencias de filosofar, son otros tantos obstáculos para filosofar. Porque los filósofos, como todos los hombres quieren existir como filósofos. Esto es probablemente lo que llevó a Sócrates a citar a Eurípides en su discusión con Gorgias el sofista, cuando dice: “quién sabe si vivir es no morir, y por otra parte morir es no vivir.”
Que filosofar es morir al mundo, es una idea bastante común. Que la filosofía es morir a uno mismo, es ya una idea más rara y extraaña. Pero si además afirmamos que la filosofía implica la muerte de la filosofía, caemos derechamente en el absurdo, en el que poca gente está dispuesta a acompaañarnos. Pero pensamos que ahí está la filosofía, donde muere. Esta es probablemente la mejor definición que podemos dar de filosofía como práctica, aunque no diga mucho.
Aquí aparecen los filósofos que critican el concepto de práctica filosófica diciendo que la filosofía no es más que una práctica, a pesar de las múltiples y contradictorias formas que esta práctica pueda tomar. Aunque la verdad del tema es que los filósofos académicos rechazan la práctica filosófica porque es un reto para uno mismo y cuestiona a la persona, mostrando poco o ningún respeto hacia ese “sí mismo”.
Pero déjennos terminar en este punto afirmando que la esencia de la práctica filosófica es hacer lo que se deja para ser deshecho, hagamos lo que hagamos. ¡Una idea reguladora bastante difícil de vivir! Debe de ser filosófica… nadie puede hacerlo… seguramente…